25 sept 2008

EL PASADO SIGUE VIVO EN EL PRESENTE




APUNTES
PaRA
UnA histOrIA CULTUraL
DE La
MÚSICa EN COLOMBIa:
Música Colombiana e identidad Nacional



a jesus martin barbero....por inspirarnos y por su sabia juventud

La identidad de una persona, de un grupo, de una nación o de una región es siempre algo concreto, algo particular. De esta identidad hablamos siempre que decimos quienes somos y quienes queremos ser. Y en esa razón que damos de nosotros, se entretejen elementos descriptivos y evaluativos. La forma que hemos cobrado merced a nuestra biografía, a la historia de nuestro medio, de nuestro pueblo, no puede separarse en la descripción de nuestra identidad, de una imagen que de nosotros nos ofrecemos a nosotros mismos y ofrecemos a los demás y conforme a la que queremos ser enjuiciados, considerados y reconocidos por los demás”.

(Habermas, H. “Identidades nacionales y postnacionales”. Tecnos. 2002. Pp. 114-115)


Basta darse una vuelta por cualquier librería o biblioteca para notar que existe una ingente cantidad de estudios acerca de la violencia, la política, la historia del conflicto armado, las políticas públicas, la flora, la fauna, la historia social, política y económica del país, y que proporcionalmente hay un preocupante vacío en la producción de textos, ensayos e investigaciones acerca del papel que han jugado las diversas artes y los artistas en la construcción de un imaginario de país.

En el caso de la música, ese vacío es todavía más impactante. Por su importancia y por su capacidad de convocatoria y cohesión social, un relato acerca de la música como testigo y protagonista de la realidad política y social de nuestro país puede ser un importante aporte para el fortalecimiento de la democracia. Una inmersión profunda en nuestro capital cultural musical nos permitirá vernos en perspectiva y comprender que los universos simbólicos que caracterizan nuestra nación presentan un grado importante de heterogeneidad y su comprensión requiere el esfuerzo analítico de concebirlos en función de las tensiones entre, por un parte, lo regional y lo nacional, y por otra, lo nacional y lo global.

En efecto, el terreno de la apropiación simbólica es un escenario marcado por la tensión y el conflicto. La lucha por lo simbólico es otro de los modos en que se manifiesta la lucha por el poder, con lo cual, los discursos identitarios ligados a las experiencias culturales de las diversas regiones del país, han de servirnos como hilos conductores que nos mostrarán como ha sido tejida nuestra idea nación y pondrá en evidencia el sentido que ha tenido en diferentes momentos de nuestra historia la idea de una “música nacional” que presuntamente refleja y representa nuestra identidad como colombianos. Una lectura de esta naturaleza bien podría ser un insumo interesante para los trabajadores de la cultura interesados en entablar, a mediado y largo plazo, una interlocución más consistente y decidida frente al tema de las políticas culturales que requiere la diversidad de nuestro contexto. Este estudio intenta una aproximación al imaginario socio-cultural del país desde la experiencia musical, entendiendo que las prácticas musicales no son solamente un producto, sino que son productoras de dicho imaginario. Dicho análisis puede resultar revelador de nuestra particular forma de ver el mundo y quizás pueda permitirnos acercarnos a una comprensión más acabada de su relación con el funcionamiento de campos tan diversos como el político, el económico, el educativo o el religioso. En ese sentido, aunque este estudio se centra en la historia de la música en la cultura colombiana, su ámbito de indagación es bastante más amplio. Tomar como eje central el devenir de lo musical en Colombia, necesariamente nos va a retrotraer al manejo de la diferencia, lo heterogéneo, así como a los modos como hemos intentado juntarnos alrededor de ciertos productos culturales pretendidamente abarcantes del país como totalidad. La música será tratada como un caso particular de una lógica social que mueve los hilos de nuestra historia, lógica que es preciso sacar a la luz por lo problemática que se ha vuelto su reproducción acrítica en otros ámbitos de nuestra vida social. Este trabajo, entonces, trata de la música, los músicos, las regiones y sus costumbres, la historia de los agentes ligados a su producción, consumo y distribución, enfatizando en su papel como constructora de identidad y como articuladora de formas de vida.

Tratando de develar las lógicas subyacentes alrededor de la configuración de “lo nacional” y “lo colombiano” buscaremos las coordenadas que han hecho posible la construcción y supervivencia de unas practicas discursivas que han consagrado ciertos productos culturales -en diferentes momentos históricos, la música andina colombiana, la cumbia o el vallenato- como el símbolo de “lo nuestro” y como muestra de un supuesto “carácter nacional”. En suma, se trata de un aporte a la construcción de lo que podrí llamarse la psico-socio-génesis de la música nacional de Colombia.

Se trata, en todo caso, de seguir el rastro de cómo se construyo un imaginario de lo que somos, porque es desde ahí, desde el origen del discurso de “la patria”, “lo nacional”, “lo nuestro” (matriz de las diferencias de género, raza y posición social, entre otras) desde donde hemos configurado una manera particular de comprendernos y hemos fijado ciertos modos de actuar frente a la heterogeneidad y diversidad cultural que caracteriza nuestra nación.

¿Quien habla de la nación , ¿quien configura sus umbrales ?, ¿mediante que recursos y estrategias consagramos ciertos productos como representativos de la nacionalidad ?, ¿gracias a que mediaciones encontramos natural enumerar ciertos rasgos de nuestra cultura como los más representativos ? ¿Con qué criterios hacemos ciertas taxonomías y jerarquizamos y destacamos como emblemáticos algunos logros culturales como si estuvieran revestidos de una categoría especial ?. ¿Qué lógica política o qué representación territorial, racial o de clases, subyace en el planteamiento de una “cultura nacional” ? Debemos hacer el seguimiento de las estrategias simbólicas implicadas en tales procesos (caracterizadas, no sin razón, por Cristina Rojas como “violencia de la representación”) y las demás formas mediante las cuales alguien -individuo o grupo- se abroga el derecho de hablar a nombre de la nación. Dicha estrategia nos ofrecerá un panorama de los modos como los colombianos, a lo largo de la historia, hemos contestado desde las prácticas musicales la pregunta ¿quienes somos ?.

No es siempre visible o explícito del poder performativo que agencia nuestra idea de nación, puesto que opera con frecuencia desde la presunción de “objetividad” que se expresa en un frío registro y una descripción aparentemente “neutral” de cierto estado de cosas. El caso de la música y de las prácticas artísticas es en ese sentido muy representativo. Quien pretende meramente describir el país con sus prácticas culturales, artísticas y estéticas, en realidad termina cumpliendo una función performativa, prescribiendo el modo como debe ser dicho país, termina cerrando el mundo difuso de la prácticas reales, constriñendo el fluir de la vida y su inestable fluctuación mediante un corsé metodológico o programático, cambiando su función descriptiva inicial en un dispositivo normalizador cuyo fin principal es controlar, encausar y homogeneizar una realidad plural, pluri-étnica, contradictoria, polimorfa y variada como la que exhibe nuestro país. Debido a que la función política de las estrategias normativas de los estudios culturales y folklóricos ha sido hasta hace poco soslayada sistemáticamente en los análisis, y en vista de que los componentes ideológicos subyacentes no han sido suficientemente puestos en evidencia, este estudio pretende ahondar en dichos tópicos.

Debemos aguzar la mirada y prestar oídos a la emergencia de las diversas voces que en permanente conflicto - y no podría ser de otra manera - han configurado un estilo de pensamiento, un modo de concebirnos y una manera de asumir los rasgos que caracterizan nuestro entender lo que significa ser colombianos. Hasta ahora, los estudios acerca de la música en nuestro país, no han hecho suficientemente énfasis en el hecho de que toda historia es una historia situada, ubicada en coordenadas espacio temporales concretas, con realidades materiales específicas, que surge entre ideas políticas y conflictos económicos particulares. En dichos trabajos es común encontrar que quienes se dedican al arte musical sean presentados como seres desanclados, cuyo trabajo poco o nada tiene que ver con la realidad en que viven, y cuyos esfuerzos vitales, despojados de los cimientos sociales que los dotan de sentido, queden reducidos a meras “obras”, y su práctica artística y vital atrapada en un circuito autoreferencial que no da luces ni ofrece pistas acerca del papel del arte en la cultura colombiana. Por ello, debemos hacer énfasis en las complejas relaciones entre diferentes niveles analíticos, ya que, aún siendo la realidad social una totalidad, servirnos de distinciones pertinentes nos puede ser útil para encarar con mayor rigor nuestro objeto de estudio. Por ello, los ideales sociales, las ideas políticas, las políticas culturales, los avatares de la problemática constitución de la nación como entidad administrativa en diferentes momentos históricos, el papel que ha jugado la Iglesia como eje cultural y como dispositivo ideológico y, por supuesto, el modo como el devenir de nuestra economía ofrece al marco natural de nuestro paisaje, constricciones que lo convierte en escenario de luchas por el poder simbólico y territorial, se entretejen de modo complejo en este estudio con los asuntos propiamente musicales.

Conviene destacar que las prácticas discursivas que sostienen y legitiman las atribuciones identitarias que enuncian las comunidades o las personas individuales, son especialmente significativas para el estudioso de la cultura porque nos hablan de la construcción y manejo de diferencias, es decir, nos hablan al mismo tiempo de lo que somos y lo que no somos, y precisamente, en el oscuro espacio que interconecta estas dos imágenes, nos habla de cómo se configura una mentalidad particular, un modo de organizar la experiencia, una episteme que determina lo posible y lo pensable en un cierto momento de la historia.

Finalmente dos comentarios alusivos a la estructura del texto. El relato que usted tiene en sus manos presenta varias particularidades : no está organizado, como suele ser la costumbre, de un modo estrictamente lineal y, lo que es más importante, trata de contar una historia, reflexionando y proponiendo una discusión teórica. Con esta estrategia pensamos liberar la discusión de los anacrónicos modelos que impone el requisito académico, absurdo por su artificialidad, de establecer de antemano un “marco teórico” separado de los materiales prácticos que le dan sentido. Por ello, más que contar una historia, o hacer un estudio meramente teórico, queremos, como los impresionistas, sugerir, evocar, manchar con unas ideas el lienzo de nuestra experiencia para que, tomando la distancia requerida, podamos ver surgir un paisaje que no hemos podido ver. Al intentar explicar el devenir histórico de la música en Colombia, sugerimos un recorrido por el país, tratando de mostrar como a lo largo de nuestra experiencia como nación, ciertos elementos han sido estructurantes de nuestra autocomprensión como nación, y como estos, aún apareciendo en cada momento revestidos de nuevos ropajes, en el fondo muestran cierta compulsión a la repetición, retroalimentando el torbellino de violencias que nos viene agobiando desde hace mucho tiempo. Este ensayo, finalmente, debe entenderse como una invitación a completar la discusión y a hacerla propia. Por eso, deliberadamente, apunta menos al saber enciclopédico y erudito que a provocar en el lector la necesidad de construir su particular modo de entender los problemas que aquí se plantean. En ese sentido, el texto expresa si se quiere, una profunda preocupación política.

El lector no va a encontrar interpretaciones acabadas; solo sugerencias, hipótesis y ocasionales vías de indagación que parecen sugerentes para nuestro propósito. Pero el autor no se esconde, problematiza y sugiere. En ese sentido no es un escrito tradicional, es decir, erudito, frío y destinado a los hiper-especialistas, sino, deliberadamente, pretende ser un texto vital que se alimenta de las voces de quienes han pensado antes estos asuntos y del copioso material de campo recogido por el autor en los últimos siete años. Explícitas estas intenciones, queda al lector la tarea de establecer las conexiones entre lo que su experiencia vital le trae a la memoria y las reflexiones que propone este texto. Ojalá esta suerte de monólogo de un país que se atreve a enfrentar sus propios fantasmas sirva de invitación a evaluar, desde la situación y el contexto particular de cada uno, el modo como este inconsciente colectivo afecta nuestras acciones y nos empuja a repetir incesantemente un sistema de relaciones que se han naturalizado irreflexivamente y que es urgente re-significar.

E.A.M


PRIMeRa
ParTe

DeSCUBrimieNtOS


El campo de lo simbólico es un enclave fundamental en nuestra autocompresión como individuos y como sociedad. Ser humanos no es tan solo pertenecer a una especie singular, no es únicamente formar parte de un evolucionado tipo de primates, sino, sobre todo, es estar acreditados para participar en unos determinados juegos de lenguaje. Tras un complejo adiestramiento, como lo puede constatar cualquier mamá, logramos aprender poco a poco a ser lectores de signos, a compartir en cada etapa de la vida la complejidad que supone habitar un mundo que no es meramente un mundo dado en bruto, sino un mundo mediado, atravesado por una complicada red de relaciones referenciales y dotado, por tanto, de un sentido que precisa ser interpretado. Como especie capaz de dar sentido a la realidad mediante el uso de símbolos, los seres humanos tenemos a la mano, en efecto, una infinita variedad de formas a partir de las cuales dotamos al mundo de significación.

El funcionamiento de las comunidades humanas depende en gran medida de las formas que adopta ese universo simbólico. De las más diversas formas, utilizando los más disímiles medios a nuestra disposición, bien sea colores, sonidos, gestos, formas, palabras o números, los grupos humanos logran construir un entramado de significados que expresan sus intereses, creencias, sentimientos, costumbres, ideologías, y que estructuran, como diría Wittgenstein, sus formas de vida. Damos sentido al mundo creando unas prácticas y unos discursos que se incorporan en nuestro modo de ser de una manera tan contundente (habitus) que solo un esfuerzo de distanciamiento crítico y de deconstrucción de sus lógicas, puede permitirnos reconocerlas y revelarnos su sentido.

Diferentes mecanismos entran en juego en la construcción de esos universos simbólicos. Como tendremos ocasión de ver más delante con algún detalle, las comunidades humanas, desde los grupos de jóvenes, las corporaciones o los estados nacionales, van creando ciertos símbolos que los representan y en torno suyo configuran unas lógicas territoriales que les sirven para crear legitimidad, unidad, cohesión, entre otros rasgos. Es frecuente también que se imponga la necesidad de defender ese territorio con la ilusión de defender con ello la integridad como sujetos individuales y colectivos. En el caso de los estados nacionales, esto puede alcanzar ribetes dramáticos, como se puede apreciar echando un vistazo a las relaciones internacionales desde que estos se crearon.

En cualquier caso, los factores que conducen a ello merecen ser tenidos en cuenta. Uno de ellos es que las prácticas sociales tienden a estandarizarse, a producir sus propia dinámicas autónomas, creando las condiciones de lo posible y lo pensable en un momento histórico determinado. A lo largo de la historia, los colombianos, por ejemplo, hemos visto sucederse y trasformarse diversos modos de jugar con los símbolos, diversas maneras como, construyendo unas no siempre explícitas “reglas de juego” hemos damos un orden y una cierta sistematicidad a la experiencia vivida como nación. A finales de los novenda, por ejemplo, identificamos el vallenato moderno de Carlos Vives como una expresión de nuestra identidad, como otrora lo hicimos con el vallenato de Escalona, con la cumbia y con el bambuco y el pasillo.

Una observación se impone en este punto. Al hacer ciertas distinciones, al privilegiar ciertos rasgos, al ponderar ciertas características y dotarlas del poder de portar los rasgos esenciales de una comunidad, al decir, por ejemplo, que el bambuco es el ritmo que representa la identidad cultural de la nación, se va construyendo necesariamente un escenario de conflicto y lucha, porque tan pronto como se crea el territorio se hace precisa una defensa dicho rasgo. Aferrarse a esos rasgos crea la ilusión de atenuar la amenaza de fragmentación que se cierne sobre todo colectivo humano, y al referenciar ciertas formas de ser, al destacar ciertos rasgos de temperamento, ciertas músicas y formas de pensar, al señalar ciertas instituciones o costumbres, etc., como “más nuestras”, se suele crear en el imaginario social la vivencia de que hay ciertos limites y umbrales que delimitan el adentro y el afuera, es decir, el territorio donde dichos rasgos identitarios unen y dan sentido de pertenencia y el territorio de los otros, de aquellos que por alguna razón no pertenecen. Se configura de este modo un territorio existencial desde el cual la representación de lo que se es o se puede llegara a ser, se legitima o se impugna.

No es extraño que estas cosas sucedan teniendo en cuenta que somos animales simbólicos, que nos hacemos humanos al compartir significados y sentidos del mundo. Organizamos nuestra socialidad alrededor de estandartes simbólicos que nos convocan, que nos sirven de marco referencial y nos dan la posibilidad de consolidar proyectos comunes: la bandera, el escudo, los himnos, las comidas, la historia, las formas de actuar, los artefactos, etc., y de un modo peculiar la música, son algunos de tales referentes. De cualquier manera, todo rasgo identitario -toda construcción discursiva en torno al status de las diferencias que se consagran en un momento dado como emblemáticas- tiene como base la diferenciación con un otro real o imaginado. Identidad y alteridad, la imagen de un “nosotros” o de un “yo”, se construye siempre como contraparte de la imagen de un “ellos”, de un “otro”, de un “no- yo”. Si se quiere, la imagen de “lo que somos” se construye también sobre la base de lo que tememos y esperamos. La historia suele ser reveladora de esos procesos. En lo que sigue me propongo contar la historia de nuestros anhelos y también de los fantasmas que asedian nuestra identidad nacional.

El tema de la identidad es crucial para este trabajo. Se suele decir que cada quien -persona, país o comunidad- tiene una identidad.. Pero, ¿que es la identidad?. ¿Qué significa ese algo que presuntamente nos diferencia ?, ¿desde donde se sostiene ?, ¿cómo opera?. ¿Cuál es su estatus?. Estas preguntas apuntan a otras preguntas: ¿Cómo se ha construido el país? ¿Desde que ideales de nación hemos consolidado un proyecto colectivo para enfrentarnos a los retos del futuro? ¿Cómo ha incidido la música en la construcción de la nación? ¿Cómo hablan nuestras prácticas musicales de la tan socorrida idea de “nación”?

Estas preguntas son urgentes ya que en ese interjuego en el que se relacionan personas con personas, personas con artefactos, artefactos con artefactos, en ese mundo simbólico materializado de cierta manera, nos construimos un mundo dotado de sentido, nos hacemos partícipes de un mundo que de otro modo seria un mundo amorfo, inasible y vacuo. La experiencia musical, tan ligada a la magia y a la lúdica desde tiempos remotos no es en primera instancia una mera combinación de sonidos; con su carga ritual, con su poder para afectarnos emocionalmente, con sus variadas funciones sociales, la música ejemplifica un modo particular de relación con el mundo.

Los símbolos están estructurados en sistemas, es decir, funcionan en una red de relaciones. No son etéreos, se materializan en prácticas, instituciones, cosas, partituras, instrumentos, textos, cantos, ritmos de tambores, etc., que activan nuestras emociones y sentimientos y se vuelven parte de nosotros mismos. Las propiedades de tales símbolos debemos aprender aconsiderarlas propiedades relacionales, reglas de juego y saberes teórico-prácticos que nos permiten estar como peces en el agua en el océano de los significados y sentidos. Precisamente por efecto de dicha naturalización debemos tomar distancia de nuestra experiencia y examinar los modos de socialización que al hacernos usuarios de tales universos simbólicos, nos posicionan en un sistema de relaciones de poder. Hay que volver a contarnos el cuento, hay que desnaturalizar los rasgos de esta historia…

La historia la hacemos los hombres. Cargamos a cuestas, sin saberlo, el pasado; nuestra forma de ser registra a otros que nunca conocimos, pero que hablan a través nuestro y actúan desde nuestras actuaciones.

El único modo de encontrar una voz propia es tener la valentía de escuchar en uno mismo las voces de ese pasado : ¿quien habla a través mío ?, ¿desde dónde estoy siendo hablado?. Sólo reconocer el condicionamiento nos puede liberar del automatismo.

Todos somos otros.

Este trabajo es un modo de encontrarme conmigo a través de las voces de los otros y de invitar al lector a hacer lo propio.. Es una oportunidad para reconocer que cómo músico, como psicólogo, como colombiano, como hombre, como hijo, como hermano, como profesor, como amante, etc., estoy siendo atravesado por otras voces, aunque no quiera darme cuenta. Uno siempre pretende ser original... Pero la verdadera originalidad es lograr ver el condicionamiento inevitable. Ver que vemos el mundo desde un punto. Ver que no podemos pretender estar en el “no lugar” de todos los lugares y todos los puntos de vista. Ver que no tenemos la perspectiva que en una expresión feliz Putnam llamó la perspectiva del “ojo de dios”.

Quien escribe una historia o quien piensa en la historia se ve en la obligación de tomar decisiones, ponderar acontecimientos, privilegiar unos datos y suprimir otros. Aún con la mejor buena voluntad, no existe la posibilidad de una historia acabada, entre otras cosas porque la historia no es lineal. En este relato nos vamos a encontrar con el inquisidor, con el radical absolutista, con el violento negador de la alteridad de los otros, con el esclavo, con el autoritario, con el incomprendido, con el abandonado, con el santo y el criminal, con el mutilado por la indiferencia, con quien se interesa sinceramente por la suerte de los otros, con quien está preso del afán de poder, con el honesto y el bárbaro. Pero todos ellos aun cuando algún día se encarnaron en ciertos personajes históricos concretos, a la postre no son otra cosa que facetas de nosotros mismos. Por eso este texto no es un ajuste de cuentas. Se trata más bien, de comprender para no repetir la historia, para aprender de ella, para reconocernos en el pasado desde el rostro de hoy. Cada acontecimiento y cada personaje de esta historia son, en cierto modo, modelos que encontramos en nuestra sociedad. Más aún, son facetas de nuestra forma de ser. Necesitamos una narración, un relato que nos permita mirarnos a la cara. Aunque este escrito pretende ser un espejo para mirarnos, algunos entonarán con rabia su rechazo a los reflejos que nuestra imagen histórica propone.

Mirarse es un riesgo, la verdad siempre es peligrosa.

Quisiera que este texto, aunque mío, tenga una vocación polifónica. Tiene vida propia, entreteje su propio rostro, forma él mismo su estructura y su diálogo interno; tiene su propio modo de expresar mi pensamiento y , al mismo tiempo, una forma de problematizarlo. Será, en el mejor de los casos, el testimonio de alguien que en serio quiere comprender. Por eso no voy a ocultarme en las frías metodologías (que conozco y no me interesan) y en las seguras y áridas técnicas de investigación. Prefiero mostrar el movimiento de las ideas, el flujo del pensamiento, el ir y venir de la reflexión de alguien que, hijo de su tiempo, trata de comprender
.

Febrero de 1916.
Escribe Gustavo Santos en la revista Cultura, Bogotá, febrero de 1916. Vol II, número 12, pp, 420, 433) :

“Nuestra historia musical propiamente dicha comenzó el día en que Colón, rodilla en tierra, con la cruz en una mano y el pabellón castellano en la otra, tomó posesión del Continente americano al son de los clarines y trompetas del rey de España, como cuentan los historiadores. Aquella fue nuestra primera página de historia musical” (Gustavo Santos. Boletín. 1978 : 294)

En efecto, 1492 marca el inicio de un proceso que cambió en muchos sentidos la historia de la humanidad. Sobre su impacto ha corrido y sigue corriendo mucha tinta. Entre nosotros, sin embargo, no ha sido contada la historia de nuestra cultura musical desde el trasfondo de los discursos que señalan la relación entre identidad y alteridad. Dicha relación, está ejemplificada contundentemente en el léxico usado por el propio Gustavo Santos cuatrocientos veinticuatro años después de la gesta del almirante genovés, al hablar de nuestra historia como país musical.


Es un buen punto de partida. Bienvenidos al viaje.


........ 1492.


La aparición de los pueblos americanos en la Historia, nace de un hecho extraordinario: una masacre : la paulatina y sistemática eliminación de los habitantes de lo que en aquel momento se creía eran las Indias Occidentales. La historia oficial, que como se sabe es el relato de los vencedores, se inicia siempre con el mito del descubrimiento. Es probable que el lector tenga, como yo, aún frescas en su memoria las idílicas frases que de niño escuchaba en el colegio acerca del grandioso acontecimiento mediante el cual un mítico personaje, el almirante Cristóbal Colón, nos dio carta de existencia al tomar posesión de estas tierras el 12 de octubre de 1492, en el nombre de España. Hoy me horroriza recordarlo, pero en aquel entonces, con tono grandilocuente y agradecido, mi ingenua y maternal profesora de historia, sostenía que mediante una trilogía de actos bondadosos - el descubrimiento, la conquista y la colonia - llegamos a tener la suerte y el privilegio de hablar el idioma de Cervantes y la buena fortuna de hacer parte de la religión verdadera, la cristiana. Esta anécdota resulta importante porque quizás expresa algo muy arraigado en nuestra mentalidad: nuestra “suerte” aparece en nuestro imaginario de nación como el producto de una ecuación perversa: parece haber sido concebida como directamente proporcional al grado de negación de nuestra identidad como americanos.

El pensamiento que ejemplifica mi legendaria profesora de historia, sin duda es muy conmovedor, pero silencia la verdad de un modo insultante.

Tomar posesión y descubrir.
Aunque estemos acostumbrados a considerarlo obvio, el acto de posesión de un territorio ya de por sí es llamativo, porque según eso ¿qué lugar ocupan los habitantes primigenios de estos lugares ?, ¿cual es su estatus?. A juzgar por la naturalidad con que asumimos que los conquistadores llegaron a tomar posesión de este territorio “virgen”, podría decirse que los dueños y señores del territorio americano sólo cumplían un destino teleológicamente diseñado en función de los intereses del invasor. Su modesta tarea, en tal caso, no sería otra que cuidar estas tierras y esperar pacientemente el momento en que sus legítimos dueños llegaran allende los mares y vinieran a regalarles un modo de vida que los dotara de los elementos necesarios para poderse reconocer como seres “humanos”. Pero no hace falta ser sarcásticos. En todo caso es un hecho que los españoles, con Colón a la cabeza, hallaron un territorio, América, pero el reconocimiento de los americanos, cuyo proceso aún se está gestando dificultosamente más de 500 años después, tomó, como se verá, un rumbo problemático con consecuencias nefastas para la consolidación de nuestros países en los terrenos político, económico, social y cultural.

A pesar de la aparente lejanía en el tiempo de este acontecimiento histórico, una corta reflexión sobre las lógicas subyacentes del descubrimiento de América resulta muy sugerente para este estudio como referencia inicial, porque de entrada nos alerta acerca de unos rasgos que vamos a ver repetir en el curso de nuestra historia, rasgos que se van a perpetuar en el modo como se ha entendido la americanidad. Como tendremos ocasión de observar, a veces los tiempos se solapan y se superponen de maneras inquietantes...


Antes de Colombia fue Colón

No hace falta revisar la bibliografía acerca de la Historia de la Música en Colombia para darse cuenta de un hecho lamentable: la negación de nuestra dimensión cultural ancestral. No tenemos que hacerlo porque esa dimensión en cierto sentido sigue oculta en la primera década del siglo XXI, aunque desde la Constitución del 1991, se han dado pasos importantes para cambiar ese estado de cosas.

Si nos atenemos al relato de nuestra historia tal y como tradicionalmente ha sido contada, hay que reconocer que los pueblos americanos sencillamente no existen, son lo in-nombrado, el agujero negro, lo negado. Eso equivale a decir más o menos que no somos nada, o para ser menos provocadores, equivale a decir que sólo cobramos existencia por y a partir de la mirada del europeo; existimos cuando nos convertimos, gracias a su dominación, en tributarios de su discurso. La tragedia de la identidad latinoamericana comienza aquí: el otro invasor es quien nos da un rostro, nos nombra y nos crea. El discurso euro-céntrico es el que en primera instancia determina los rasgos que nos pertenecen y desde el cual se nos otorga un rostro para existir.

Al rastrear la lógica misma del descubrimiento y la colonización muchos autores han puesto en evidencia que ese momento es fundante del modo singular como los pueblos latinoamericanos han asumido su historia.

Hagamos un corto rodeo por la conquista. Los invito a pensar en Cristobal Colón no como una persona, sino más bien como un prototipo, como el modelo de una mentalidad que no se agota en la humanidad del personaje real y se extiende y multiplica en sucesores anónimos que hacen gala –incluso ahora- de los mismos modos de valorar.

Tratemos de ubicarnos en el pensamiento de la época. Colón quiere riqueza y expandir por todo el orbe la doctrina cristiana. Se siente “llamado” a realizar esa misión (aunque nos suene raro, en el fondo, tenía el pensamiento -abandonado desde la Edad Media- de recuperar con una cruzada a Jerusalén). Llega a América aunque no lo sabía, y se ve enfrentado a un hecho contundente: debe interpretar la gama de estímulos y experiencias que se imponen ante su presencia y que le resultan sumamente extrañas. Para lograr dicho propósito, se sirve de un modelo interpretativo y una estrategia comprensiva muy particular: practica lo que podría llamarse, siguiendo a Tzvetan Todorov, una estrategia finalista de interpretación, es decir, que al modo de la tradición hermenéutica cristiana, el sentido final de lo que ve ya está dado de antemano. Esto quiere decir que doctrina cristiana es la respuesta pre-establecida al campo de preguntas que una realidad extraña le impone a cada paso. Si a eso se añade que está ampliamente influido por los relatos de viajes que señalan la existencia de un mundo mágico, exótico, insondable, lleno de seres fantásticos, exhuberantes y maravillosos, podremos entender mejor el sentido y alcance de las observaciones consignadas con cuidado en sus diarios.


Este marco referencial es tan fuerte para Colón que la experiencia ulterior solo le va servir para corroborar lo que ya sabe, para ilustrar una verdad que no puede ser contradicha. Toda experiencia va a reforzar lo que “debe” significar, va a ratificar “lo que está dicho y escrito”, le servirá para encontrar confirmaciones para una verdad conocida de antemano en la que se aplica un argumento de autoridad: lo dicho ya está dicho, toda duda se resuelve apelando a las verdades instituidas y consagradas.

Pero Colón, como contrapartida, también es un maestro en el uso del lenguaje y conoce el poder que tiene la palabra. No es gratuito que fuera un gran nominador, un hombre que se solazaba bautizando, dando nombres, configurando la identidad del paisaje a su arbitrio. Aunque las cosas o los lugares ya tuvieran nombres, los desconocía no por ignorancia sino porque sabia del poder que tiene el nombrar como herramienta de dominación. Diversas ramas de las ciencias sociales han mostrado posteriormente que nombrar equivale a tomar posesión.



Lo cierto del caso es que los conquistadores se encuentran ante algo inobjetable : la alteridad radical de los otros. Si utilizamos un marcador semántico de amplio uso en la actualidad diríamos que Colón y sus compañeros se encontraran de frente con la diversidad. Pero para hacer frente a tal avalancha de cosas distintas, Colón se verá en la necesidad de buscar equivalencias que le den la sensación de familiaridad, por lo cual recurre a establecer nexos con lo ya conocido.


“(Colón) Considera necesario buscar un equivalente dentro de su marco semántico, y por tal motivo, recurre a establecer comparaciones con lo ya conocido, ( “son como [...]” ), a definir elementos por su negación (“no son [...] ”), o por la ausencia de características conocidas (“no tienen [...]”), por las posibles diferencias que establece con su entorno conocido” (Theodosiadis, 1996, p. 16)


“(Colón) Considera necesario buscar un equivalente dentro de su marco semántico, y por tal motivo, recurre a establecer comparaciones con lo ya conocido, ( “son como [...]” ), a definir elementos por su negación (“no son [...] ”), o por la ausencia de características conocidas (“no tienen [...]”), por las posibles diferencias que establece con su entorno conocido” (Theodosiadis, 1996, p. 16)


Colon sabe que muchas cosas ya tienen nombre, pero se niega a reconocerles validez. Su acto de renombrar está cargado de elementos e imágenes previamente validadas (su dios, su rey, los nombres de los pueblos que conoce, etc.) y se sirve de ellos para apropiarse de lo nuevo y hacerlo suyo, para configurar un campo semántico familiar y compresible. Mediante la estrategia de establecer comparaciones, señalar diferencias, negaciones y carencias, el otro es percibido desde el comienzo como habitante de una espacio desconocido en donde una palabra hegemónica (la suya) pretende reducir la irreductibilidad del otro a simple cercanía/lejanía con un modelo que se enuncia como portador de universalidad. Esta lógica, la volveremos a ver desplegarse muchas veces a lo largo de este ensayo.


Conquista y exterminio.
Aunque no se sabe con certeza cuantos habitantes tenía América, las Antillas y el Caribe en el momento del descubrimiento, todas las versiones concuerdan en la tremenda rapidez con que fue menguada la población indígena.


“Tanto en la época de la Conquista como después, los indígenas sufrieron grandes pérdidas de población. Primero, los nativos carecían de anticuerpos para combatir las enfermedades traídas por los europeos y sus esclavos africanos. Segundo, la demanda de alimentos por las huestes conquistadoras debió causar gran escasez en aquellas comunidades más próximas a las rutas y campamentos españoles. Finalmente, cuando los españoles pasaron del saqueo de los tesoros indígenas a las extracciones en forma de tributo laboral sistemático, dislocaron la economía y la sociedad indígenas. La forzosa separación de los esposos debido a que tenían que trabajar lejos de sus hogares por lapsos prolongados fue un factor que hizo indudablemente más difícil recuperar el crecimiento de la población” (Palacios- Safford, 2002, p.48)


A esto hay que sumarle la indudable superioridad técnica de los europeos. Según los cronistas, los españoles contaban con arcabuces, cañones, caballos (que no eran conocidos en América), bergantines (frente a las frágiles canoas indígenas); estos, por su parte, contaban con poco mas que flechas (no siempre envenenadas), canoas y otros utensilios bélicos rudimentarios. Su ventaja era sin duda, el conocimiento del territorio. Aunque comparativamente, el equipo militar de los españoles parece un formidable arsenal, las cantidades de esos elementos eran generalmente pequeñas y la pólvora con frecuencia estaba mojada y no servía. Hay que admitir, entonces, que el uso de las armas en muchos sentidos, fue más simbólico y estratégico que propiamente real. Lo que resultó letal fue su uso como signo y la interpretación que derivo en el universo experiencial de los indígenas.



No es posible afirmar que la fuerza - de las armas o las enfermedades - fuese la única causa del exterminio de los indígenas. La hipótesis de Todorov a este respecto es sugerente ; a su juicio, vencen los españoles porque en última instancia logran dominar en el ámbito simbólico, es decir, triunfan por su superioridad en el manejo, a su favor, de los códigos de la comunicación. Esta hipótesis, nos interesa particularmente ya que nos pone frente a un problema que tiene que ver directamente con el objeto de estudio de este trabajo : la lucha por el sentido de los acontecimientos y el manejo de estrategias simbólicas convocantes.
Este hecho, por otra parte, nos recuerda que indudablemente la Conquista fue de todos modos un encuentro, un intercambio simbólico, un escenario trágico que puso a prueba la capacidad de ambas partes de leer los códigos de la contraparte y su habilidad para poner a funcionar en su favor, la ventaja relativa del dominio de los signos. Ambos lados de la contienda se topan de frente con la alteridad radical del otro.

Los distintos niveles en que se da el desigual encuentro del mundo europeo y el universo indígena ha sido caracterizado claramente por los historiadores. Cuando llegan los españoles a conquistar y colonizar los territorios y pueblos americanos (y esto se vera repetir en otras partes) estos no constituían un todo homogéneo. Eran pequeñas comunidades más o menos autónomas.


El encuentro de dos cosmovisiones
Aunque a veces pasa desapercibido, un gran trasfondo ritual y religioso subyace en el conflicto y permite entender porqué las cosas se desenvolvieron de la forma en que lo hicieron.

Hay que tener en cuenta algunos rasgos de los indígenas americanos. En primer lugar, que el ejercicio de la adivinación ocupaba un lugar muy importante en su cotidianidad. Prácticamente no tomaban ninguna decisión importante sin consultar previamente a expertos adivinos, mamos, chamanes, o seres considerados sabios, quienes haciendo uso de los saberes ancestrales definían el sentido de los acontecimientos ubicándolos en los ejes de su comprensión cíclica del mundo. Cada acontecimiento tenía una impronta y un carácter único y definido. Auscultaban la naturaleza, el agua, los granos de maíz, los hilos de algodón, buscando en ellos señales indicadoras y signos de otros acontecimientos. Esas indagaciones determinaban si el acontecimiento tenía un carácter fausto o infausto, que se creía era transmitido a otros acontecimientos. El mundo indígena era un mundo sobredeterminado en el que los hechos no podían suceder sin un anuncio previo, era un mundo cíclico en el que el pasado tenía las claves del porvenir.


En Colombia los pueblos indígenas que presentaban mayores adelantos sociales eran los Taironas y los Muiscas, pero en modo alguno eran los únicos. Según Reichel-Dolmatoff, la astronomía, la meteorología y la formación de un calendario fueron esenciales. La función principal de los sacerdotes fue la observación astronómica. Estos, en el caso de los Muiscas llamados jeques, “se formaban durante largos años de reclusión en un templo, donde los aprendices debían ayunar y llevar una vida dedicada sólo al estudio de la religión y de sus prácticas esotéricas” (p.101) Por otra parte, como muchos otros pueblos indígenas, consideraban las lagunas como lugares sagrados, y eran ávidos consumidores de narcóticos y alucinógenos (coca, tabaco, “borrachero”, rape de yopo) con finalidades rituales (Reichel-Dolmatoff : 1986 : 84 y ss.)


Hay que percatarse que un mundo sobredeterminado es, consecuentemente, un mundo superordenado, donde las jerarquías tienen una importancia crucial, donde cada cosa tiene su razón de ser, su función, su momento, su espacio y su causa particular (Todorov, 1987). El individuo, por tanto, no existe tal como lo entendemos los occidentales, forma parte de otra totalidad: la colectividad, en la que no se valora la iniciativa individual, ni la vida se moldea conforme a voluntades individuales o deseos personales. El porvenir de cada persona individual está ordenado por el pasado colectivo, esta estructurado según relaciones armónicas con un todo universal.

Hay que reconocer que este sistema de creencias los hizo comparativamente menos ágiles para sortear las insólitas condiciones que impuso la llegada de gente tan extraña como los invasores europeos. Cuando quieren actuar, los indígenas buscan en los socavones del pasado las claves que garantizarán que sus decisiones sean acertadas y estén acordes con su marco de creencias. Pero el bombardeo de información nueva que les llega de súbito es tan grande y tan desconcertante, que se puede suponer que los llenó de inseguridad y los perturbó considerablemente.


La dificultad de los pueblos indígenas para improvisar frente al nuevo escenario que se impuso ante sus ojos, puede apreciarse en el manejo del lenguaje. Los indígenas americanos, en diferente medida, aprecian como un valor fundamental el dominio del lenguaje. La razón es obvia. En un mundo sin escritura el manejo oral del lenguaje exige extremo cuidado, sobre todo porque en ese legado oral suele estar depositada toda la memoria social de sus culturas. Dicha palabra es poderosa, sagrada, pero al menos en un sentido, poco flexible, al menos frente a la guerra que libraban, ya que al no estar valoradas las variaciones individuales, su producción discursiva está dictada más por el pasado que por el presente. El español, que también tiene el problema de la extrañeza y radical otredad del indígena, improvisa continuamente, si es preciso miente o engaña. Su lenguaje se acomoda, sus creencias se redefinen, su marco es más dúctil, y para los efectos prácticos de la guerra, más flexible. Su palabra consagra valores que están en las antípodas del universo sobredeterminado del indígena. El español, haciendo gala de una flexibilidad bastante moderna, lee los signos y saca provecho de ello.

¿Cómo se supone que se puede reaccionar ante el acontecimiento imprevisible, inesperado y abrupto de la conquista desde un universo de creencias como el indígena?.

En este proceso vemos enfrentarse, adicionalmente, dos concepciones del tiempo. Las creencias del indígena descansan en la convicción de que el tiempo se repite, que obedece a una naturaleza cíclica. Como una rueda, el tiempo es un eterno retorno de lo mismo. Por esto acuden al pasado, para guiar el porvenir, ya que en el fondo son la misma cosa. Buscan en el pasado las claves del futuro porque este no es otra cosa que pasado vuelto a pasar. La profecía esclarece el sentido de los acontecimientos, pero, paradójicamente anuncia algo que ya estaba señalado de antemano. Frente a esto, tenemos el tiempo cristiano español. Un tiempo unidireccional, “tiempo de la apoteosis y del cumplimiento” (Todorov, 1987: 95). El tiempo cristiano es como una flecha que va de un punto a otro, de la oscuridad a la luz, del reinado de los infieles a la victoria final de los fieles y los justos. Es un devenir lineal que está claramente signado por el advenimiento de un momento culminante: el triunfo del cristianismo, el tiempo de la promesa cumplida, la llegada del anhelado reinado de dios entre los hombres.

Este punto es interesante. Aunque sepamos que los conquistadores que llegaron a América no eran propiamente un dechado de virtudes y no eran precisamente los personajes más depurados moral y religiosamente, no debe extrañarnos el hondo trasfondo religioso de su pensamiento. En la España de su tiempo - hay que recordar que España esta viviendo la euforia de la “reconquista” y la expulsión de judíos y moros - la certeza de estar llamados a ser los portavoces y anunciantes del evangelio por todo el orbe resulta altamente estimulante y está muy afincada en las mentes de los conquistadores. De hecho, los españoles que llegaron a estas tierras ven en la facilidad con que se van entregando a su dominio los pueblos americanos, una prueba de la excelencia y verdad de la fe cristiana.
Los indígenas americanos tenían la virtud de ser muy hábiles para leer el mundo de las cosas, los astros y todo su universo referencial, pero encuentran dificultad para hacerle frente a los nuevos signos humanos que se les aparecen abruptamente. Hay testimonios que indican que en México, por ejemplo, no lograron percibir la identidad humana de los españoles, no pudiendo integrarlos convenientemente al “sistema de intereses y otredades humanas” (Todorov, 1987 : 84 ). Algunos grupos indígenas creyeron incluso que los españoles no pertenecían al mundo de los hombres y los asimilaron, en consecuencia, a dioses, con lo cual el miedo, la admiración y la impotencia no hicieron sino agravar las cosas. La tristeza y el abatimiento, del que dan cuenta algunas crónicas, hicieron el resto.

Quizás el lector se este preguntando, con razón, ¿que tiene que ver todo esto con la historia de la música en Colombia, o con la relación entre música e identidad ?.


La respuesta, que algunos podrán suponer vinculada con la idea de Gustavo Santos de que el descubrimiento es precisamente la primera página de nuestra historia musical, tiene que ver, no obstante, con un criterio metodológico que es preciso dejar claro. Resulta pertinente para nuestra discusión, aunque por ahora no se vea con plena claridad, porque este ejercicio de dominio de los códigos de la comunicación es recurrente en la lucha por dominar los modos de simbolizar. La tensión que ilustramos con el enfrentamiento entre españoles e indígenas, ejemplifica una tensión conflictiva, recurrente y, a fin de cuentas, portadora de algunas de las claves que tiene nuestra particular forma de relacionarnos con el pasado y de pensar el porvenir. El campo de lo musical no sólo no va a estar ajeno a este tipo de tensiones, sino que cuando lo estudiemos en diferentes momentos de nuestra historia, vamos a poder a mostrar cómo estas lógicas arcanas perviven en los modos en que hemos asumido nuestra autocomprensión, aunque naturalmente, desde una óptica histórica lineal y progresiva, se pretenda que está oculta o silenciada en los confines de un pasado ignoto.

¿Fue una masacre? ¿Denunciar la muerte de tanta gente desde la lógica de hoy, es dar una visión unilateral de los hechos? ¿Acaso por intentar una versión menos centrada en la mentalidad del vencedor estoy siendo sesgado y parcial?

El problema es grande, y por lo que he leído, todo estudioso de estos temas se ve enfrentado al mismo dilema. En vista de que darle un nombre a ese encuentro ya es tomar una posición, la conmemoración de los 500 años del suceso puso en evidencia que las diferencias de nominación encierran profundas diferencias de valoración de lo que pasó y trazan diversos horizontes hacia el futuro por venir. La versión eurocentrista, por ejemplo, lo llama “Descubrimiento de América” ; otros, “Encuentro de dos mundos”, que encierra cierto optimismo ; otra versión la llama simplemente “Conquista de América”, como si todo lo ocurrido sólo fuera reducible a un terrible crimen ; otros han sugerido llamarla “Invención de América”.

Lo cierto del caso, es que estoy tentado a decir “Encubrimiento de América”, pero me parece muy provocador. Aunque no faltan razones: el año de 1492 representó la emergencia planetaria de la existencia del mundo americano y el inició de un proceso ideológico de encubrimiento de grandes porciones de la realidad cultural del continente.

Por esto, repensar nuestro mito fundante o si se quiere el “pecado original” del cual somos hijos, resulta inaplazable para poder darnos un rostro.

Para eso nos toca hacer varios duelos: duelo por lo indígena perdido; por lo negro perdido; por lo español perdido. Nos toca hacer un duelo por la pureza mítica. Nadie es puro.


Y también nos toca hacer varias fiestas: fiesta por lo indígena recobrado y vigente; por lo negro vivo y presente; por lo hispánico que sigue latiendo en nuestro paisaje vital.

Hace poco una noticia científica despertó gran interés. Unos investigadores basados en el registro fósil y en estudios genéticos, sugirieron que la primera mujer, nuestra abuela, la mamá de todos por así decirlo, era una negra africana. La diferenciación racial, según las investigaciones genéticas, es un invento de la evolución y de la necesidad de adaptación a condiciones climáticas y alimentarias diferentes.

Dato contundente pero difícilmente asimilable. Porque un nuevo dato científico no se convierte de la noche a la mañana en un hecho cultural. En nuestro imaginario siguen existiendo razas puras e impuras, y nosotros, desde esa lógica, siempre fuimos catalogados del lado de la impureza. Nos hemos sentimos manchados; mancillados por la mala suerte de no ser nada y ser todo. Nos han tratado y nos hemos tratado nosotros mismos como bastardos.

Nuestra historia bien pudiera explicarse en función del deseo de exorcizar ese fantasma, de resolver ese dilema, de purgar ese pecado. Ni españoles, ni negros ni indígenas, quedamos con la necesidad de hacernos un rostro a la medida de nuestra realidad. La pregunta sigue siendo recurrente desde la llegada de las tres carabelas: ¿Quiénes somos entonces ? Lo cierto es que, pese a los cantos apocalípticos que a veces se escuchan, lo silenciado en los discursos no acalló las voces emergentes. La fuerza de esas tres tradiciones sobrevivió yuxtaponiéndose de formas muy variadas configurando una realidad nueva. Nuestra relación con el mundo esta preñada de rasgos indígenas; la fuerza de lo africano sigue latiendo en nuestra sangre; muchas de nuestras costumbres y valores nos remiten indefectiblemente a la herencia hispánica. La América de hoy es ciertamente menos que la suma de las partes; pero también es más que el producto de un mero agregado de rasgos independientes. 1492 marca el inicio de una nueva realidad: ni indígena, ni negra, ni hispana.

Más bien una realidad Indo-afro-hispanoamericana que va a darle los rasgos característicos a nuestra forma de ser. Un terreno de lucha, ciertamente; pero también un terreno de encuentros múltiples y heterogéneos ; de procesos caracterizados por continuidades y discontinuidades ; terrenos de ausencias y de presencias que se superponen y se solapan. Lo que se silenció ayer toma voz ahora, lo que ayer se extirpó vuelve a crecer. Nada es igual pero tampoco completamente distinto. Nuestra herencia, como dice Fuentes (Fuentes, 1990), son una serie de problemas irresueltos pero también de valores asimilados; un tiempo perdido, pero también un tiempo recobrado...



Un informe viejo informe al Consejo de Indias


El dominico Tomás Ortiz escribe al Consejo de Indias acerca de su visión de los indígenas:

“ Comen carne humana en la tierra firme ; son sodométicos más que en generación alguna ; ninguna justicia hay entre ellos ; andan desnudos, no tienen amor ni vergüenza ; son estólidos, alocados, no guardan verdad si no es en su provecho ; son inconstantes ; no saben qué cosa sea consejo ; son ingratissimos y amigos de novedades. [...] Son bestiales, y précianse de ser abominables en vicios; ninguna obediencia ni cortesía tienen mozos a viejos, ni hijos a padres. No son capaces de doctrina ni castigo [...] comen piojos y arañas y gusanos crudos, doquiera que los hayan; no tienen arte ni maña de hombres. Cuando han aprendido las cosas de la fe, dicen que esas cosas son para Castilla, que para ellos no valen nada, y que no quieren mudar costumbres; son sin barbas, y si a algunos les nascen, pélanlas y arráncanlas [...] quanto mas crescen se hacen peores ; hasta diez o doce años parescen que han de salir con alguna crianza y virtud ; pasando adelante se tornan como bestias brutas. En fin, digo que nunca crió Dios tan cozida gente en vicios y bestialidades, sin mistura alguna de bondad y policía [...] Son insensatos como asnos, y no tienen en nada matarse” (Pedro Mártir, VII, 47. Citado por Todorov, 162).


1965. Escribe Perdomo Escobar.
Resulta inevitable hacer alguna alusión al pasado precolombino si se quiere contar la historia de la música en América Latina. En 1965, uno de los más importantes estudiosos del tema en nuestro país, el sacerdote Ignacio Perdomo Escobar publicó su libro “Historia de la Música en Colombia” y dedicó al tema dos capítulos, “Aborígenes” e “Instrumentos de los indios precolombinos”.

Su reflexión, que se inicia con el reconocimiento de la dificultad de rastrear la música de nuestros antepasados, tiene para nuestros propósitos un interés especial porque nos inserta en el modo como hablamos del tema en pleno siglo XX.

La valoración pretendidamente descriptiva de la música de los indígenas contiene algunas de estas elocuentes expresiones: (la música) “estaba en estado de magia”, “la melodía aparece impregnada de superstición”, “era de una cadencia disonante como el medio en que florecía”, “parece estar desprovista de realismo y de estética”, “se nota la ausencia de motivos aprovechables, se caracteriza por el estado primitivo y rudimentario”.

Aunque esas palabras están tomadas de algunos de los cronistas españoles de la época, la exterioridad de quien habla es impactante, el indígena es el afuera, es el otro; Perdomo no puede ocultar su extrañeza y su desencanto. Como si no hubieran pasado algunos siglos y se acabara de bajar de la carabela, narra la experiencia musical indígena haciendo evidente la dificultad tremenda que le resulta comprender su universo cultural y hacer inteligibles unas prácticas que no son las que su forma de vida avala como legítimas. En todo el texto brilla por su ausencia el esfuerzo por comprender; su tono displicente y ajeno al universo que trata de estudiar, ejemplifica el modelo que mostramos a propósito de Colón, nos muestra que, pese al paso del tiempo, ha seguido vigente. Como en esa época, la valoración de la legitimidad del quehacer musical indígena en Perdomo, esta planteada en función de la relación (cercanía/lejanía) con un modelo hegemónico incontestable.

Perdomo hace algunas concesiones y tratando de reconocer algo del sentido de tales manifestaciones musicales, declara: “salta a la vista que cultivaban los diversos géneros musicales : religioso, guerrero, fúnebre, triste, alegre, etc. (...)”. Aunque al parecer confunde el carácter ceremonial (religioso, guerrero) con el talante emotivo de la música (triste, alegre) su intento de comprensión se queda en la superficie. En el momento en que logra desprenderse un poco de sus prejuicios valorativos declara:

“(...) podemos deducir que los naturales que vivieron en la época precolombina en nuestro actual territorio, presentaron diversas manifestaciones musicales no dignas de despreciar ; ya en las fiestas o en los funerales ; en las guerras con los pueblos vecinos nunca faltaban los músicos militares para incitar a los guerreros al valor, y henchir los ánimos de entusiasmo en la consecución de la victoria” (Perdomo Escobar, P.12).

El marco comprensivo de Perdomo no le permite reunir información para intentar una explicación comprensiva de lo que allí está en juego; el sacerdote parece atrapar al musicólogo. Su sesgo - presumible si se entiende que el mismo representa los valores de los conquistadores - no le permite advertir el carácter sagrado y ritual que está en la raíz de la vida del indígena. Como no es su creencia, la llama superstición; como no es su rito lo llama magia, como no es su estética, los llama productos bárbaros y disonantes.

Obsérvese que una música como la indígena, que es parte de la vida, que se integra de suyo en las prácticas más diversas, que no es un mero adorno de los acaeceres de la vida cotidiana y que por su carácter sagrado impregna prácticamente todas las actividades vitales, queda así reducida entonces a su mínima expresión. Aunque apelando a los cronistas Perdomo nos cuenta que es usada en las conmemoraciones y otras circunstancias sociales (v.gr. para honrar a Bochica, en rituales que celebran la luna, la fiesta de la muerte, los funerales, la fiesta de las siembras, para incitar en la guerra, para celebrar la victoria, para vituperio u honra de personas, para contar las gestas de los antepasados) no logra dar el paso al reconocimiento de la legitimidad de ese otro, desconociendo que para ellos, a diferencia de nuestra concepción moderna, pragmática e instrumental, música y vida son parte del mismo universo : una totalidad integrada. Preso de la especialización funcional propia de la lógica moderna occidental, Perdomo no dialoga con el sentido de esas músicas ni se pregunta por su función social más allá de la mera situación en que puede ser observada desde la fría exterioridad. Como no puede entenderla la califica de carente y bárbara; como no quiere acercarse a su sentido, lo describe como un sonsonete salvaje, ruidoso y disonante.

Luego, señalando que presumiblemente la música indígena actual por influjo de la tradición oral tal vez sea muy parecida a la precedente, ya extinguida, hace la siguiente apreciación: “Es rudimentario, salvaje, compuesto de ruidos disonantes y bárbaros que producen infinidad de bombos, sonajas y palos”.




Con relativa frecuencia en las reflexiones acerca de la música se hacen referencias, casi siempre exhaltadas y poéticas, a su relación con el silencio. Por ello quizás pueda resultar extraña o molesto reflexionar acerca de la música sugiriendo con algo de irreverencia, que su historia podría contarse como la historia de la lucha por la administración y el control de su par antagónico: el ruido.

No obstante, dicha extrañeza resulta compresible, ya que mientras que a la música se la destaca como un bien social, al ruido se le ha colocado en la picota pública. Es cada vez más frecuente oír hablar de la centralidad ruido como rasgo de la sociedad post-industrial y el carácter problemático que tiene su progresivo aumento para la salud individual y para el bienestar social. Las invitaciones a establecer regulaciones jurídicas y a pensar como un logro social el control de la “polución sonora”, son no sólo más frecuentes cada día, sino que se tramitan con la urgencia que antaño se enfrentaban las epidemias y las pestes.

El problema del ruido, sin embargo, no es sólo un problema de salud pública, ni se deja reducir a un asunto de dañinos decibeles que flotan en el aire. El problema del ruido está intrínsecamente ligado al problema de la definición y conceptualización de lo musical, y por tanto, a quienes nos interesa la música como fenómeno cultural, nos debería interesar la discusión en torno al frágil umbral que separa el ruido de la música.
El estudio de la música en su devenir histórico, es un acercamiento al problema la lucha por el control hegemónico de lo simbólico y que sus tensiones manifiestan conflictos que deben ser entendidos como choques de fuerzas sociales.

La música está ligada desde siempre al poder. Los músicos a lo largo de la historia, han sido los sacerdotes del ruido: una estirpe de magos que presiden complejos rituales ; unos alquimistas que preparan pócimas afectando las vibraciones de la materia y haciéndole producir combinatorias que adquieren sentido para otros, sonidos que por ser metáfora del orden social, convocan y construyen socialidad. Por esa razón, cuidar la música es cuidar el orden; consiguientemente protegerla y alentarla es proteger el poder de convocatoria y cohesión que le atribuimos, y que parece ser un rasgo universal : la música nos impacta, nos afecta y nos reúne.

Aunque el músico -considerado como individuo aislado- no inventa la música (la música, como el lenguaje es propiedad de comunidades y no de personas), es el visionario que la administra, el especialista reconocido por la comunidad como dotado de la capacidad de producir emociones y exaltar el espíritu.

El poder de la música ha estado ligado a la metafísica. Por su carácter etéreo y por su aparente inmaterialidad (la música suena y al segundo se ha ido y es mero recuerdo) ha sido considerada la más espiritual de las artes. En occidente especialment,e ha estado ligada a la idea de orden, perfección y simetría. La música es una proyección de un orden anhelado; y si se quiere, es proyección y metáfora de un orden ideal (cf. Attali). Nos recuerda que el orden social, difícilmente alcanzable en la práctica, es posible. Esto, en parte ayuda a explicar la centralidad de la producción musical en todas las culturas humanas.

Siguiendo este razonamiento podemos afirmar que la música es ruido controlado, ruido admitido, ruido socialmente convocante por encontrarse incorporado a prácticas comunitarias que le confieren su sentido y con él, su poder de persuasión, su capacidad de afectación emotiva y su trascendencia. La música es ruido bello, deseado, imaginado, esperado. La música es una combinatoria de sonidos articulados de tal manera, que producen la impresión de orden. No es gratuito que hayamos llamamos “armonía” a la forma de integrar con cierta sistematicidad y orden, los sonidos que se producen simultáneamente.

Pero todo orden esta amenazado. El reino de la luz está continuamente amenazado por las tinieblas y la oscuridad. A la armonía la acecha el caos y el desorden. Cuando prescribimos que algo va a ser considerado ordenado, estableciendo los límites de lo posible, lo esperable y lo deseable. Creamos un umbral, construimos una frontera; y al hacerlo, configuramos un territorio que hay que preservar.

Si esto es así, podemos ver que la tensión entre ruidos admisibles y ruidos indeseables, es otra cara de la lucha por el poder, esta vez tomando forma en su dimensión estética y simbólica.

Perdomo Escobar “oye ruido” en la música indígena, como hoy algunos sólo oyen ruido en el rock. La relación música-ruido es una distinción políticamente relevante. Después de todo, alude a la constitución de una serie de distinciones (organológicas, melódicas, armónicas, estructurales, etc.) que nos permiten comprender como unas comunidades humanas en un determinado momento histórico conciben y categorizan los estímulos auditivos que perciben y que ella misma produce para su uso práctico o estético, y cómo al surgir ciertos modos de la experiencia sonora en las prácticas vitales de las comunidades humanas, se constituyen en un dispositivo de socialidad que cumple, en el caso de la música, una función integradora de las relaciones humanas, y en el caso del ruido, en amenaza de fragmentación y caos. El ruido, por si fuera poco, en algunos casos llega a ser visto como presagio de desorden social o moral.

Hacer ruido o hacer música, es en cierto sentido, estar de un lado u otro de la frontera imaginaria que controla la producción de sonidos que son metáfora y proyección del orden social, o estar del lado peligroso de lo que “di-suena”. Hacer música o hacer ruido es, entonces, estar ubicado dentro o fuera de los cánones que reglamentan los modos legitimados socialmente para hacer inteligibles, comunicables y compartibles las diversas maneras como puede estructurarse la experiencia sonora.

No es extraño, por tanto, que siempre que se haga una innovación en un determinado lenguaje musical, esta suela ser catalogada como cacofónica, ininteligible, caótica o absurda, es decir, que sea entendida como ruido. Esto le pasó a mucha gente desde Jimmi Hendricks y a Debussy, a Los Speakers como al grupo Palos y Cuerdas en el festival Mono Nuñez de 2006. La razón, es que hacer música es jugar con el ámbito de posibilidades y combinaciones sonoras que una época o de un género musical ha consagrado como esperable, deseable y más aún, como susceptible de fruición estética. Innovar dentro de dicho marco, es desarrollar la música. Salirse de él, es amenazar el modelo y poner en cuestión la legitimidad del orden establecido. La lucha por el control de lo que se entiende por música y ruido, es en definitiva, una lucha por el poder. Es una lucha por saber quien pone las reglas de juego y qué valores comunitarios se consagran como hegemónicos.

La tensión entre música y ruido, por tanto, no debe tratase como un asunto intrínseco al lenguaje musical y relacionado exclusivamente con sus aspectos técnicos. Como hemos sugerido, nos habla de las tensiones sociales que están en conflicto en una determinada época. De un lado el orden, del otro la anarquía; de un lado la armonía y del otro el desorden y el caos; de un lado un modelo social que se legitima, del otro el potencial subversivo de lo nuevo.



En 1916 escribe Gustavo Santos :
“Observad en nuestros campos al pobre trabajador. ¿Cómo queréis que aquellos seres lamentables canten ?. ¿Qué melodía puede surgir de seres raquíticos, hambrientos, cuya personalidad linda con la del animal?. La música es una manifestación de aspiraciones superiores, y nuestro pueblo, en el que duermen aún ciertas reminiscencias de esclavitud, no las tiene; por eso no canta. El cantor popular entre nosotros no puede sino ser el producto de las ciudades, y su repertorio no puede estar compuesto sino de variaciones de tonadas vulgares importadas, porque a esta clase de cantores les da el nombre su voz, y no el ser intérpretes del alma popular”. (Gustavo Santos. Boletín. 1978: 297)


Y luego, haciendo una “valoración” de nuestros aires musicales, sostiene:

“En realidad ¿qué son esos aires? ¿Podrán ellos constituir nuestro folclor?. En ningún caso. Son aquellos aires lamentaciones, quejidos, suspiros, florituras lloronas en las que la poesía está a la altura de la música. (...) Aquello es, un poco de neurastenia, cantada en malos versos : aquello no es sano, y nunca un canto popular fue malsano, porque, ya lo dijimos, el canto popular es un brote de vida vigorosa. (...) Los españoles que vinieron en tiempo de la Conquista, andaluces muchos, aventureros la mayor parte, sintieron aquí la nostalgia de su tierra natal, y empezaron, ellos, raza fuerte, es decir raza que canta, a cantar su tierra lejana, sus familias, sus amores, y la nostalgia iba creciendo a medida que el tiempo pasaba, y esa alma andaluza, tan extraña y tan fúnebre a pesar de sus claveles rojos y el cascabeleo de sus equipajes y el alma aventurera, acabaron por crear una música melancólica, triste, desgarradora, neurasténica” (Gustavo Santos. Boletín. 1978: 297,298)

Sugiere entonces desarrollar valores musicales que nos den elementos para fundar una tradición folklórica. Para ello debe cultivarse el “canto popular”, ¿pero cómo?

“Necesitamos de ascendientes, es fatal, y nuestro origen, nuestra idiosincracia nos señalan a España como ascendiente. El folclor español debe ser el nuestro ; es vastísimo, es quizá de los más ricos que existen ; en el caben infinidad de matices sicológicos, en los que nuestro temperamento puede encontrar su equivalente, puede encontrarse, así mismo para luego desarrollarse de manera original. (...) Deben pues nuestros músicos estudiar el folclor español y nuestros pedagogos musicales difundirlo entre nosotros. Es necesario por todos los medios posibles, inocular en nuestro pueblo, en nuestra alma el folclor español, haciéndolo cantar, explicándolo en nuestras escuelas primarias. En suma, debemos injertar el alma de nuestros antepasados en nuestra sangre” (Gustavo Santos. Boletín. 1978 : 301)


Gustavo Santos quiere buscar las fuentes. Las encuentra precarias y lamentables del lado de lo indígena y lo negro. Por eso se decide por lo español para el injerto, como lo llama.

La búsqueda de antecendentes ha llevado con frecuencia a la búsqueda de la pureza, aquel lugar original, incontaminado de donde surgió todo. El mito de la pureza ha sido nefasto. Bien visto, la pureza de algo no es nada más que otra distinción, un acuerdo, una señal para decir “aquí comenzamos”. Nos pasa igual con la idea de hombre: nos vemos en la necesidad de tomar la decisión acerca del momento en que se separa del mono. Igual con la distinción entre el niño y el adolescente. En todos los casos como decía Dewey, se trata de un continum que se nos complica cuando constatamos que presenta cualidades fenomenologicamente distintas. Y pasa lo mismo con las demás distinciones: naturaleza y cultura, alma-cuerpo, razón-sentimiento, o sin ir más lejos, el continum oruga-mariposa. Como dio Chomsky (cf. Putnam) : hacemos distinciones pertinentes y plausibles pero nos enredamos cuando tenemos que explicar el paso de un término al otro. Del mono al hombre; del niño al adulto; del individuo a la sociedad, de la polca y el shotiss al chorinho; del vals al pasillo.

Como quien dice: la pureza y la identidad de algo se define simplemente por ciertos acuerdos, que se dan tanto en la ciencia, como en el arte, la religión y el mito, acerca del transito entre los términos de un continum. Es lo que llama Tomas Khunn, acuerdos sobre paradigmas; o lo que Wittgenstein llamaba lo no discutido que sirve de base para las discusiones, lo no preguntado que permite hacer preguntas, lo no cuestionado que permite cuestionar. Pero no tenemos porqué ponernos tan serios y trascendentales para explicar esta cuestión. Los modistos de provincia lo saben muy bien, su sencilla epistemología nos ofrece claridad: todo son conchas de retazos, que arman otras conchas y otros retazos que arman otras conchas que, a su vez, hacen otros retazos, y así siguiendo per secula seculorum, como decían los antiguos.

Goethe, dijo un día: “Dadme una distinción y moveré el mundo”. No pidió una palanca, como los mecanicistas, pidió una distinción, una diferencia. Y tenía razón: las distinciones mueven el mundo. Actualmente, las ciencias cognitivas han vuelto a resaltar la importancia de las distinciones y han ahondado en el problema de la ocurrencia de tan singular capacidad. Se sabe, por ejemplo, que percibimos diferencias; que en cierto modo, todo lo que procesa el cerebro no es más que información acerca de diferencias(Cf. Bateson). Un haz de estímulos eléctricos informan acerca de diferencias que, en una compleja síntesis, construyen los fenómenos perceptuales que solemos llamar “realidad” o “mundo objetivo”.

Muchos otros, como Llinas, proponen una visión igualmente plausible y quizás más prometedora. El cerebro construye la realidad, y, como ha mostrado la psicología, gracias al aprendizaje social, consagramos el sistema de distinciones significativas y pertinentes de una cultura particular y la llamamos realidad.

Los cognitivistas, empero, olvidan algo crucial. Las distinciones no las hacemos por tener una experiencia intelectual, ni por un afán cognitivo, sea este conocer el mundo, abrir los horizontes del conocimiento u otra cosa. Como decía el fundador el pragmatismo, Peirce, el asunto es fundamentalmente adaptativo y práctico. Todos los pragmatistas, con Dewey a la cabeza, coincidieron en señalar que la filosofía tradicional nos ha dado una visión pervertida del acceso al conocimiento, según la cual, conocemos simplemente para conocer. Esa visión aséptica del conocimiento, nos concibe como sujetos desanclados, que conocemos un mundo, por encima y por debajo de nuestras inquietudes. Conocemos por conocer. O más autárquicamente : conocemos para conocer el conocimiento.

El problema de fondo es mucho más complejo, y no atañe solamente al cuidado y estudio de las variables empíricas (es decir, no se resuelve con un exhaustivo trabajo de campo). La idea de que en Colombia, por ejemplo se fusionaron tres elementos puros –lo indígena, lo negro, lo español- conformando el mestizaje cultural, es sobre todo, un arduo problema conceptual. La discusión adquiere ribetes filosóficos cuando reconocemos que este asunto esta emparentado con la distinción entre lo uno y lo múltiple. O si se quiere, se puede expresar como el problema entre la identidad y la alteridad. O como preferían algunos, en forma más abstracta, entre lo Mismo y lo Otro.

En todas esas formulaciones hay algo en común: se marcan dos territorios. De ahí en adelante lo usual: constatar que usamos lo divergente como principio de exclusión; la disyunción como medio de separación. Para poder decir cosas del tipo “hasta aquí va lo indígena”, o “esto es de la herencia española”, etc., necesitamos un mundo hecho “donde las cosas sean lo que son”. Se requiere un mundo que se base en el principio de identidad y de tercero excluido. “Una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo”. “Una cosa no puede estar en dos lugares al mismo tiempo”. En un mundo así, las identidades son sustanciales, las cosas son como son. Un mundo así es un mundo reglamentado con cuidado para evitar que se nos desdibuje, se nos desarme o se nos destruya en cualquier momento. ¿Los mundos de la música, y más en general, los mundos del arte y la cultura contemporáneas, se pueden reducir a este modelo ?. ¿No es acaso el siglo veinte una protesta prolongada frente a estos principios?

Con Duchamp, Satie, Cage, Beauys, Joyce, Webern, entre otros, el arte del siglo XX cambio la faz de la tierra. El mundo pétreo de antaño dio paso a un mundo más plástico. Los contornos cambiaron, y con ellos las fronteras y los umbrales. Comenzó la promiscuidad tan aterradora como fascinante, que caracteriza nuestros tiempos.

Hoy día, para hablar de fusión, mestizajes o hibridaciones se suele hablar de identidades estables que se mezclan, dejando como resultado un nuevo producto. Pero quizás la cosa sea distinta, quizás olvidamos que las cosas no son, sino que devienen. Sería más justo decir, como decía hace ya muchos años en clase mi maestro Carlo Federici, las cosas (incluidos nosotros) somos un “siendo”, no un ser. Todo circula entre, pasa entre (cf. Deleuze). Siempre somos otros, como dijo Rimbaud, el poeta. Con la música es igual: siempre fue otra, siempre será otra. Así como no nos bañamos dos veces en el mismo río, la música no se deja atrapar por el corsé del análisis estructural y meramente técnico. La música es un dato, el musicar es el milagro (cf. Small) y este no depende, como se verá, de la mera emisión de sonidos. Es una actuación que requiere como condición indispensable una sociedad, unos rituales, unas circunstancias y una preparación muy singulares en cada caso.

Al hablar de la música tenemos entonces serios problemas: porque siempre ha estado fundida, fusionada, no se la puede guardar en museos. Esta fusionada en las prácticas, cada vez requiere ser celebrada, actualizada. No siempre con fusas, pero siempre creado confusiones. Al principio se fusiono con la palabra, con la fiesta, con el rito. Luego con las matemáticas, con los dioses, con las almas. Luego se fusiono con la oración; luego con las pasiones más altas y más bajas. Luego para controlarla se empaquetó en géneros, pero luego, como siempre de-generó y se salió por la tangente.

22 ago 2008

UN MUSICO PARA TENER EN CUENTA: JUAN PABLO CEDIEL


¡Carájo, llegaron los comuneros!
Escuche apartes de este trabajo
Como los mejores vinos, este trabajo tiene denominación de origen. Posee una temperatura, un olor, un paisaje y una historia que, bien degustados, no pueden provenir sino de Santander, la región colombiana en que las montañas al mismo tiempo que ayudan a sus gentes a templar el carácter y a interiorizar la decisión de no dejarse vencer por las dificultades, los convierte en irredentos soñadores, en seres imposibles cuya vocación es imaginar mundos y construirlos con tesón. Como muchos otros santandereanos, un día Juan Pablo Cediel se preguntó con curiosidad ¿que puede esconderse del otro lado de la montaña?. ¿qué hay más allá?, ¿hasta donde puedo llegar con mi maleta de sueños a cuestas?. Es decir, las mismas preguntas que antes se hicieran ciudadanos tan importantes como Pedro Gómez Valderrama, Aquileo Parra, José Antonio Galán, José A. Morales, Antonia Santos, Jacqueline Nova, Jesús Pinzón Urrea (http://www.lablaa.org/blaavirtual/musica/blaaaudio/compo/pinzon/indice.htm) o personajes tan pintorescos como el Conde de Cuchicute.

Juan Pablo Cediel proviene de un contexto de músicos sangileños que desde muy temprano le enseñaron a entender la majestuosa frontera natural que domina el entorno de su tierra -las imponentes montañas de la cordillera oriental- como una metáfora de la necesidad de pensar qué hay más allá de las fronteras mentales y las talanqueras ideológicas que obstruyen la posibilidad de crear otros mundos posibles. En condiciones en las que, ciertamente, muchos se sienten encerrados, o viven la montaña como un aislante impermeable a los referentes externos o una membrana que los salva del contacto con lo otro distinto, muchos de los grandes hombres y mujeres de esta región nos han enseñado las ventajas de ir y volver desde ambos lados de la ladera, encontrando puntos de contacto con lo otro diferente y dejando del otro lado los rastros de su peregrinaje.

Por eso, mientras vientos conservadores dominan fuertemente la vida cotidiana de buena parte del mundo cultural de la región, ciertos espíritus se enfrentan con sus gestos estéticos y sus propuestas artísticas, al statu quo que amenaza con convertir las tradiciones en piezas de museo y al pasado en un parque arqueológico. Siendo sin lugar a dudas, una de las regiones que mejor conservan su lenguaje musical, su gusto por ciertas formas de interpretación consagradas por la tradición –como en el caso del tiple y sus particular sonoridad brillante y quejumbrosa- no siempre sus coterráneos se muestran complacientes con los vientos de cambio que proponen las voces de quienes que se niegan a seguir el redil. El creciente reconocimiento que se viene dando en el país al trabajo de Juan Pablo Cediel, es una muestra contundente del enorme potencial de su propuesta musical, que paulatinamente ha ido abriéndose paso en el gusto, la sensibilidad y la forma de comprender la relación entre permanencia y cambio en la nueva música colombiana.

Quien como Juan Pablo, busca en las tradiciones para encontrar su propio lenguaje, no vive poseído de un afán meramente trasgresor, ni de una maniática vocación de inconformidad. Se trata de otra cosa. Lo que está en juego es la convicción íntima y poderosa de que las cosas siempre pueden tener una cara diferente, que el mundo puede ser visto desde otro prisma y que las tradiciones que perviven se conservan, paradójicamente, porque cambian. Por eso, como muchos otros grandes artistas antes que él, Juan Pablo Cediel se acostumbró desde temprano a tomar riesgos, incluso mucho antes de estar seguro de tener superadas sus propias contradicciones o completa su formación musical. Desde sus inicios en la música se acostumbró a lidiar con posiciones de conservadurismo, aprendió a hacerse fuerte pese a la sensación de soledad que implica hacerse un sonido propio, a construir, despacio y con paciencia, contando solamente con el poder intrínseco de su arte, un auditorio de incondicionales amantes de su trabajo. Y sobre todo, encontró en la escritura musical y la composición, su forma de mostrar su singularidad, el modo de hacerse un rostro, la manera de dejar en el lomo del país su inconfundible huella digital. Pero como ocurre con los vinos, el proceso de maduración y la puesta a punto de sus rasgos individuales ha sido un proceso lento y silencioso.

Desde que muy temprano, de la mano de su padre, Elías Cediel, comenzó a trasegar por la ruta del aprendizaje musical, un horizonte de referencias musicales generoso y abierto ha sido una de las características fundamentales de su trabajo. Sus búsquedas sonoras y su necesidad de expresarse lo han llevado a hacer experimentos sonoros para proyectos audiovisuales, música académica en diferentes formatos o a participar de diferentes proyectos que hacen uso de alguna de las diversas músicas populares urbanas que se cultivan en el país. No obstante, como lo apreciarán al escuchar este trabajo no hay duda que la música andina es el centro gravitatorio de su sensibilidad, la tierra donde pone a dialogar con solvencia y autoridad otras sonoridades, el rock, el jazz, u otros universos sonoros propios de la babel musical en que vivimos.

La importancia de este trabajo para el país no debe pasarse por alto. Otra vez, como tantas veces desde el pasado glorioso de Oriol Rangel, José A. Morales, Lelio Olarte, los Hermanos Martínez, Pacho Benavides o Alfonso Guerrero, Colombia entera se ve obligada a volver sus ojos y alistar sus oídos para escuchar las músicas que vienen preparando los comuneros del siglo XXI. Hay que decir que, para fortuna nuestra, corren buenos tiempos para las músicas de los santanderes, y de carambola, un aire refrescante y renovador sopla para la música de Colombia. El creciente interés por lo que ocurre musicalmente en el oriente colombiano, no sólo es una señal de que las diversas regiones del país tienen una presencia cultural sin precedentes en todo el territorio nacional; demuestra que en el inconsciente del país Santander sigue siendo el lugar de la utopía.

Aunque no cuente aún con la presencia mediática ni el espíritu festivo de las músicas marcadas por la herencia negra, y su sonoridad refleje más bien a la austeridad de la conquista esforzada y la ética de la superación de dificultades gracias al trabajo y al empeño, la imponente presencia de grupos vocales como Septófono, o su antecesor Impromptus, o colectivos como Velandia y la tigra, Cabuya, el Barbero del Socorro, o la escuela de tiplistas que siguen la vieja tradición de virtuosos que confirman la pervivencia del torbellino, por nombrar sólo unos pocos hechos importantes, han mostrado que los procesos formativos en Santander comienzan a dar frutos exquisitos y que la fuerza musical de su pasado tiene otra vez la capacidad de renovación que siempre caracterizó sus mejores artistas.

Cuando alguien es hijo de tradiciones fuertes, la juventud puede resultar engañosa. La veteranía musical de Juan Pablo Cediel le ha permitido hacer parte de la corriente de notables músicos santandereanos que en los últimos años se han propuesto tomarse en serio el carácter urbano de las músicas campesinas de antaño. Su hoja de vida indica que es un ferviente admirador de Bach y Shostakovich, fanático de Palos y Cuerdas, que ha recibido influencias del Trío Nueva Colombia y Keith Jarret, que ha sido formado por Blas Emilio Atehortúa, que es colega y aprendiz del Maestro Chucho Rey, oculto transcriptor de solos de Red Garland y Oscar Peterson, viajero alucinado con la nueva música religiosa Alemana, cuidadoso apreciador de los arreglos de Fernando León, pianista de uno de los grupos de fusión más reconocidos de Santander, guitarrista ocasional, y siempre y por encima de todo, un comunero inconforme.

Tan abundante en colores, sabores, olores y texturas como la exquisita gastronomía de Santander, este trabajo nos da la posibilidad de celebrar la fuerza de la música andina y su capacidad para ser terreno de encuentros. Porque la música de Juan Pablo Cediel, como su tierra, San Gil, es un lugar de encuentros, capaz de sintetizar los mejores valores de su entorno cultural con la frescura, fuerza y atractivo de las mejores músicas urbanas contemporáneas.

La villa de San Gil, que desde tiempos inmemoriales representa el encuentro de la historia con la naturaleza, el riesgo y la aventura con el descanso contemplativo, la mixtura y superposición del pasado indígena y español, vuelve a ser protagonista de la historia del país, porque uno de sus hijos, sin otras armas que su talento y su cuidadosa formación musical, nos muestra la universalidad de nuestras tradiciones y la vigencia de una herencia que sigue dando frutos y abriendo las fronteras de la imaginación a este país tan necesitado de referentes que estén a la altura de su potencial.

El universo del piano que abrieran maestros como Luís A. Calvo, Oriol Rangel, Manuel Jota Bernal, Teresita Gómez, Ruth Marulanda, y más recientemente Germán Darío Pérez y Diego Alfonso Sánchez, tiene en Juan Pablo Cediel un creador lleno de imaginación y un nuevo referente para las próximas generaciones. Bienvenidos a la experiencia de su música.

Eliecer Arenas Monsalve
http://eloidoqueseremos.blogspot.com/
earenasmonsalve@gmail.com

25 may 2008

MUSICOS MESTIZOS Y SABERES DE FRONTERA

...... como si la división y la exclusión fueran no sólo insondables sino también infinitas.....


Shibboleth, obra de Doris Salcedo, expuesta en la Tate Modern.

EL PRECIO DE LA PUREZA:
d
e
S
A
N
G
r
E

ENSAYO SOBRE EL PAPEL DE LOS MÚSICOS FRONTERIZOS,
EN EL IMAGINARIO MUSICAL DEL PAIS


Escrito por: Eliecer Arenas Monsalve [1]



“Yo tengo inteligencia de blanco, resistencia de indio y polla de negro.
O a lo mejor lo mismo pero en distinto orden”
Carlos Mayolo



Para comprender los comportamientos actuales y los caminos que han tomado nuestras prácticas musicales a lo largo de la historia, es preciso hacer un ejercicio reflexivo que busque el sentido de los acontecimientos e intente explicar como hemos llegado a ser lo que somos. La historia de la música en Colombia, tal como ha sido contada, se ha basado en un paradigma según el cual los acontecimientos son portadores de su propia verdad y, en consecuencia, muchos parecen haber entendido la tarea del historiador como el descubrimiento de información que nos acerque a ella. Esta idea ha conducido a que nuestras historias de la música andina con frecuencia sean narrativas acerca de la existencia de ciertos personajes, se preocupen hasta la obsesión por la constatación de ciertos datos curiosos y la comunicación de anécdotas que, no obstante su riqueza, nos dejan con la sensación de no poder aprehender lo que dichos acontecimientos nos muestran con relación al presente.

Por suerte, la historia se hace y se rehace permanentemente, nuevos acontecimientos iluminan el sentido de sucesos que habían pasado desapercibidos o no habían sido relacionados con otros para apreciar su real significado y trascendencia. Los mismos acontecimientos, vistos desde otras ópticas y otros intereses, nos permiten entender que la historia, lejos de la posibilidad de encontrar verdades absolutas, es más bien el esfuerzo incesante y quizás siempre inacabado, de darle sentido a nuestro presente y, como dice el musicólogo chileno Pablo González, llegar a comprender que nuestras propuestas interpretativas son interesantes en la medida en que establecen un “vínculo con seres que ya no están, (…) posibilitando una forma de intercambio social que va más allá de las edades y la muerte”.[2]

El presente artículo busca relacionar la obra de algunos miembros de la tradición musical nacional, separados temporalmente por un siglo, cuyas obras –entendidas aquí como “de frontera”- pueden considerarse emblemáticas porque no sólo integran en una compleja síntesis las tensiones, intereses estéticos y recursos musicales de sus respectivas épocas, sino que se han convertido en referencia indudable para el trabajo de otras generaciones. El significado de las formas de trabajo asumidas por Pedro Morales Pino, León Cardona, Luís Uribe Bueno, Luís Fernando León Rengifo y Gentil Montaña, serán relacionadas en este ensayo, desde una perspectiva interpretativa crítica, mostrando la forma en que sus vidas y obras proponen alternativas de trabajo con relación al lugar de la identidad mestiza, ejemplificando, cada uno a su manera, formas de apropiación de algunos de los referentes que constituyen la identidad del músico colombiano en el complejo contexto actual. El trabajo hace un recorrido por el sentido del trabajo de estos músicos y la forma como ese complejo legado desemboca en el trabajo de Nogal Orquesta de Cuerdas, que sintetiza, articula y proyecta los logros musicales, existenciales e institucionales de sus predecesores y permite leer en su complejidad el trasfondo político y cultural de los músicos mestizos de frontera. En un país que sigue preguntándose por el tipo de formación musical que conviene a sus circunstancias históricas, sus complejos anhelos y su siempre inquietante pasado, una reflexión de esta naturaleza quizás pueda resultar sugerente.

El mito de origen y el origen del mito:


Una práctica musical esta ligada a la constitución de una red de mediaciones que hacen posible que opere como una práctica social.[3] De esta manera, para entender cabalmente una práctica musical cualquiera, hay que apreciar como se da en cada caso la construcción social del músico –mediante qué mecanismos de apropiación/reproducción consigue dominar los lenguajes pertinentes-, cómo se produce la consolidación de ciertos repertorios, ritmos y autores, de qué maneras se consagran diferencias jerárquicas entre sus cultores, aspectos que, en su conjunto, permiten determinar las formas de legitimación y las estrategias de control social y poder que a fin de cuentas son definidas con base en criterios aportados desde y por, la propia práctica musical.

Al estudiar las condiciones sociales de sostenibilidad de la práctica musical andina, nos encontramos con la necesidad de revisar las formas como se ha construido un discurso muy particular para nombrar la experiencia de las músicas nacionales. Razón tenía Dalhaus cuando dijo, hace tiempo, que la literatura sobre la música no es una mera reflexión sobre lo que es la composición, interpretación y recepción de la música, sino que se trata de uno de los elementos constitutivos de la música en sí misma.[4]

En ese sentido, la bibliografía acerca de la música en Colombia es muy elocuente. Durante mucho tiempo se derramó mucha tinta explicando las razones de la institucionalización de la música andina como la música nacional. Miles de palabras se emplearon para justificar por ejemplo, que el bambuco mereciera ser considerado el ritmo nacional por excelencia. No obstante, de un tiempo para acá, muchos textos insisten en mostrar que no hay en absoluto nada “natural” en su institucionalización como música nacional. Tales trabajos no sólo la muestran como una creación histórica y contingente, sino que deconstruyen la armazón ideológica con base en la cual se la instituyo como “la música colombiana”[5]. Desde claves como poder, género o la tensión centro-periferia, dichos textos muestran el alto precio que pagaron otras expresiones musicales –y otros sectores sociales- con su instauración como expresión de la nacionalidad. Tales estudios señalan, de nuevo con razón, su utilización como una estrategia de poder y, con plena justicia, como una manifestación del centralismo, el racismo y las prácticas excluyentes que caracterizaron las prácticas políticas del país desde sus inicios. Las conclusiones son contundentes: el derecho a hablar desde determinados lugares y el acceso a los propios discursos que deciden muchos asuntos culturales de carácter nacional ha estado limitado a una pequeña porción del país.

La importancia de tales trabajos es indiscutible. No obstante, esa tendencia crítica carga el énfasis de su reflexión a los primeros tiempos, circunscribiéndose casi exclusivamente a las cuatro primeras décadas del siglo XX.

El alegato sobre la hegemonía del discurso nacionalista de la música andina no parece tener en cuenta que desde hace más de cuarenta años, esta práctica cultural está muy lejos de ser vivida como la música nacional. Para entender el lugar social de la música andina en el presente y valorar sus apuestas estéticas es preciso examinar algunos puntos neurálgicos de la constitución del discurso identitario nacionalista.

Gracias a los trabajos de Egberto Bermúdez, Ellie Anne Duque y un poco más tarde, Jaime Cortés, entre otros, hemos podido ir comprendiendo el modo como la música andina comienza su proceso de nacionalización gracias a la mediación de las nuevas tecnologías y la instauración de una ideología nacionalista por parte de élites que buscaban referentes convocantes para consolidar su idea de nación. Como se sabe, el interés por definir una música nacional data de mediados del siglo XIX,

“cuando, por un lado, se componen las primeras piezas escritas sobre aires nacionales (bambucos y pasillos) y por otro, se intenta elaborar un discurso acerca de la música nacional” [6].

Dice el mismo autor, unos renglones más adelante:

“A pesar de que el punto central del debate era la música nacional, el fondo del conflicto lo impelía la preocupación por legitimar dos tipos de prácticas musicales que comenzaban a diferenciarse: una de claro sesgo académico y otra de índole popular, esta última entendida como fenómeno que podía ser masivo y que se fundamentaba en el mercado discográfico, en los espectáculos, la radiodifusión y en general la industria del entretenimiento cuyos efectos en Colombia se comenzaba a vivir a finales del siglo XIX”[7].

Dos rasgos que sobresalen en esta corta cita, me van a permitir esbozar mi argumento: la centralidad de la escritura en el afianzamiento de una presunta música nacional y el problema de poder que le subyace.



La escritura de los ritmos “colombianos”, marca el inicio de la música nacional y delinea la figura de Pedro Morales Pino como sujeto histórico convertido en mito e instituido como el personaje que impondrá la marca de fábrica a los cultivadores de esta música en adelante. Morales Pino es el mito de origen y el origen del mito de la música nacional por varias razones: interpretó música de grandes maestros en instrumentos nacionales como la bandola,

tomo algunas tradiciones musicales andinas, creo obra original a partir de ellas, las vertió en inteligentes arreglos para conjuntos de cuerdas y las ejecutó en versiones impecables, hombro a hombro con los repertorios de concierto del momento” [8].

Don Pedro era un hombre complejo: un bohemio estudioso que supo implantar “el uso sistemático de la forma ternaria con trío intermedio para el pasillo” y logro “darle ese toque de perfección que faltaba a la interpretación de la música andina”[9].

Dos tipos de hazaña trazan la importancia mítica de Morales Pino. Una puramente física en la que el héroe realiza el acto de valor de salir de la provincia, escribir la música nacional en el pentagrama de forma sistemática, interpretar música “erudita” en pie de igualdad con música suya basada en la tradición andina, y más tarde, realizar el periplo, lleno de riesgos y dificultades, de llevar esa música por Centro, Sur América y los Estados Unidos. No obstante la importancia de estos actos de valor, hay un tipo de hazaña, si se quiere más fundamental, convertir su vida en un arquetipo[10].

Joseph Campbell [11] en su reconocido trabajo sobre el mito, señaló el carácter arquetípico del mensaje del héroe y la dificultad que suele encontrar para que su enseñanza sea captada. En otras palabras, el don que el héroe ha conquistado termina siendo, durante mucho tiempo, objeto de una lectura equívoca porque no se sabe cómo recibirlo ni cómo institucionalizarlo. Su destino suele ser trágico: aunque unas veces será honrado y venerado por la sociedad, en otras ocasiones, sencillamente será juzgado con severidad por haberse atrevido a tener su propia voz. Eso le paso al hijo de Cartago.

Escrituras: la hoja de papel, la piel de la nación

No es gratuito que haya sido la música de raíces campesinas que se comienza a escribir en el papel pautado, la que se convirtiera en candidata a ser la “música nacional”. Hoy sabemos que la escritura no sólo remite a patrones de construcción musical sino, sobre todo, a patrones sociales y culturales y, por consiguiente, al poder.

Una mirada a la relación entre escritura y prácticas de poder, permite señalar la fascinación que históricamente ha existido por el texto escrito. Dicen los cronistas que los indígenas, por ejemplo, se admiraban de “las gentes que hacían hablar el papel”[12] . Parece que hemos heredado la idea de que el saber que pasa por lo escrito tiene una dignidad distinta, especial, superior; salir de la ignorancia, saber, en el occidente moderno, ha significado tener acceso al código escrito. Conocer dicho código, el alfabeto o la notación musical, se convierte en el privilegio que presuntamente hace la diferencia.


Aunque hay quienes ven la llegada de la escritura con desconfianza o quienes la ven como un síntoma intrínseco de progreso[13] , pocos dudan que con la escritura lo que se gana en estabilidad y permanencia, se pueda perder en comprensión[14] . Quisiera mostrar como la práctica musical que Morales Pino comienza a legitimar, desde el principio instaura una relación no fácilmente reductible a una mera academización del patrimonio y que precisamos hacer una lectura política del gesto de tocar “obras de grandes maestros en instrumentos nacionales como la bandola”[15], para poder contar con elementos de juicio suficientes en el propósito de hacer algunas distinciones relevantes para nuestro análisis.

Lo que hace Morales Pino expresa el dilema del criollo. Por un lado, tiene el anhelo de ser reconocido desde los valores propios –es decir, los valores idealizados del presunto estado anterior a la influencia del dominador europeo- y al mismo tiempo quiere ser reconocido desde el código del dominador[16] , que de todos modos también es constitutivo de su propia subjetividad.

Aunque esta música andina empieza a ser escrita y leída, no es considerada buena música por ciertos miembros de la élite letrada. Juzgándola desde los parámetros de la música europea, Narciso Garay, por ejemplo, dijo que quienes componían esa música eran músicos menores y mediocres[17] . Esta va a ser la pauta desde entonces: una importante cantidad de músicos “con pergaminos” se acostumbrarán a mirar con desdén dicha práctica. En el sistema de diferencias y en la lucha por la legitimación de sus respectivos lugares sociales, estos músicos, herederos de una tradición que vienen a difundir convencidos de su intrínseca superioridad, perciben esta música como elemental, campesina y sin interés. Lo curioso, es que desde el otro lado, desde el ángulo de los folcloristas, esa música tampoco presenta especial relevancia, porque está demasiado contaminada, no es pura, no es lo suficientemente rural y autentica.

La escritura ha sido el fundamento del sistema escolar de occidente y éste a su vez, el mecanismo de normalización social y de disciplinamiento donde los cuerpos, sometidos a una sistemática microfísica de poder, se vuelven útiles y productivos[18] . Tal disciplinamiento ha contado con importantes líneas de fuga. La música andina, por ejemplo, ha mantenido una relación ambigua con la tradición escrita y ha mantenido su independencia como una música distinta, que sin embargo usa a su arbitrio los recursos musicales de que puede disponer, aunque por hacerlo se la juzgue con cierto desdén. Uribe Holguín, dijo por ejemplo:

“Por un efecto de mal gusto, generalmente producto de la ignorancia, el falso arte se propaga con sorprendente facilidad”[19]

Argumentos de este talante, sumados a muchos otros como el de Gustavo Santos, que tenía poco interés en la música heredada de indígenas y campesinos, y proponía una vuelta a las raíces españolas[20] revelan la lógica recurrente que aún hoy día –aunque no se diga siempre explícitamente- sobrevive en los programas de educación musical del país.

No debiera parecernos extraño. Como nos ha mostrado Peter Burke, el eminente historiador, “los grupos se definen a sí mismos y forjan solidaridades en el curso de un conflicto con otros grupos”[21]. Nuestras músicas han ido forjando su identidad –cambiante, móvil y contingente- desde la diferenciación con tres polos extremos: la música culta académica, cuyos discursos la suelen presentar como si fuera la figura paterna de todas las demás; las músicas campesinas o urbanas no escritas, cuyo discurso las suele considerar más “naturales”, “auténticas” o “puras” y las músicas masivas comerciales, cuyo discurso las legitima desde su capacidad de ser consumidas[22] .

Pero la música andina es una música bifronte, que como Jano, bebe de todas las tradiciones, especialmente de las campesinas-urbanizadas y las letradas, sin llegar a identificarse plenamente con ninguna de ellas. Una mirada a los grandes músicos que son referencia, que se consideran emblemáticos, que han dejado honda huella, muestra que muy pocos se han hecho músicos respetados participando de la educación musical convencional solamente, ni siendo portadores de un empirismo radical. De hecho, pocos logran ser respetados sin una cercanía a la tradición letrada y sin una asimilación práctica-empírica igualmente significativa. La razón de esto es muy interesante.

El aprendizaje académico, paulatinamente, se han ido centrando en el conocimiento del código, en la práctica ligada a la lecto-escritura y se ha venido volviendo más normativo. Esta forma de enseñar suele olvidar que conocer el código no necesariamente es tener algo que decir. Se tiene el recipiente, falta el contenido. Pero como no se puede enseñar sin contenido, a pesar de que siempre se arguya su carácter “neutral”, este suele estar ligado a las prácticas musicales centro europeas basadas fundamentalmente en la codificación/decodificación de músicas populares de los países de origen de esos métodos[23] .

Las visiones academicistas, que en ocasiones parecieran obsesionadas en sacar mano de obra calificada en vez de artistas con individualidad, suelen olvidar que la escritura no es sólo un recurso, sino una práctica. La escritura, más allá de permitir apropiarse de una manera de graficar la música, implica “la existencia de sujetos que quieran introducir y desarrollar esta práctica, que se sientan motivados a hacerlo, (…) que encuentren múltiples situaciones de ejercitarla”[24] . Las culturas humanas son complejas. Será la relación entre “necesidades” y “expectativas” las que terminen por definir cuáles han de ser las condiciones de la práctica en cada momento.

En el caso del tipo de música andina que estamos tratando, las ocasiones para ejercitar la lectura musical y la escritura eran ocasiones que siempre estaban atravesadas por la necesidad de la chispa y la creatividad del músico práctico. El músico práctico, que no es ni empírico, ni meramente un músico con estudios formales, es aquel que aprende a moverse como pez en el agua en el código y entiende las jugadas de un determinado género o práctica musical como extensiones de su propia sensibilidad, es decir, quien ha in-corporado en la práctica cotidiana, de un modo profundo, los rasgos del juego de lenguaje que le interesa. Durante décadas, el aprendizaje de esos músicos se ha hecho por contagio, como suele ocurrir en otras músicas de tradición popular. Ámbitos familiares propicios, amigos, el colegio, una academia no formal, han sido los principales vehículos transmisores de estos lenguajes. Lo fundamental era, y sigue siendo, estar en contacto con la sonoridad: lo que podríamos llamar ser alumnos de la escuela de la escucha participante. No obstante, esta escuela, como veremos, es sólo el otro lado de la luna.

Nuevas tradiciones orales

La irrupción de los medios masivos de comunicación, en especial de la radio, supuso un cambio en la formas de apropiación/reproducción de las músicas en todo el mundo. Por primera vez las relaciones cara a cara comenzaron a no ser necesarias para participar de una tradición, ya que se podía acceder a ellas sin ser parte, geográfica ni histórica, de las mismas[25].


Con este fenómeno se puede apreciar un rasgo clave para entender el funcionamiento de las músicas urbanas y los problemas que en adelante va a tener toda pedagogía musical que se empeñe en mantenerse girando sobre el texto escrito. Los medios de comunicación –primero la radio, luego la televisión y más tarde la internet- produjeron lo que podría llamarse una nueva oralidad, una nueva tradición oral. Esto es fundamental porque distancia esta práctica tanto de la tradición campesina meramente oral, como de las prácticas escriturales de la academia occidental. Los grandes músicos serán aquellos que sepan pasar de un registro a otro sin solución de continuidad, aquellos que sean anfibios y conozcan los secretos y limitaciones de ambas formas de abordaje[26] .

Por las consideraciones anteriores, la tradición de la música andina tipo Morales Pino, debe considerarse letrada, mientras no caigamos en la tentación de pensar su saber dentro de los cánones abstractos donde se suelen mover quienes creen que las músicas populares son meros escenarios en donde se ponen en práctica pequeñas partes de “la teoría”. Bien visto, esos músicos son también y estrictamente, músicos empíricos ilustrados. No obstante, como la empíria es uno de los males que pretenden acabar los academicistas, y no se reconoce, como ya lo reconoció la psicología y la filosofía, que la experiencia es un proceso insoslayable en el aprendizaje, una larga tradición asocia la experiencia, el ensayo, el contacto intuitivo con la materia sonora con el analfabetismo que han idealizado algunos folcloristas. He acuñado en otro texto[27] , el término “músico práctico”, para tratar de caracterizar aquel músico que está a caballo entre estos dos tipos de acceso al conocimiento y se mueve con solvencia en ambos escenarios[28] .

En la música andina no es casual que algunos de los músicos más influyentes, técnicos e inspirados hayan sido al mismo tiempo importantes bohemios[29]. Esta música andina nació en relaciones cara a cara, peleó su lugar frente a la música europea de salón que llegaba a raudales, se fue ganando su prestigio como una manifestación moderna y sofisticada de un modo de ser ciudadanos urbanos de un país en proceso de crecimiento. Al estar amarrada a la cotidianeidad, es una música que ha servido de aceite para los engranajes de la sociedad, motivo de encuentro entre amigos y vecinos y pretexto para que con las coplas y la poesía se vayan creando los cimientos de una manera de entender el arraigo social de la música artística de tradición popular en el país. Muchos músicos de esta tradición han nacido como artistas, forjado su lenguaje y construido su estilo en la bohemia en la noche y en la disciplina de la técnica y la escritura durante el día. Otros, que tomaron contacto con una formación letrada, se hicieron maestros cuando la práctica cotidiana del trabajo les permitió conocer los rudimentos empíricos necesarios para moverse con solvencia en los lenguajes complejos y sutiles de las músicas populares. Para ellos, estos dos procesos son dos caras de la misma moneda, no dos personalidades a la manera Mr. Hyde y el Dr. Jeckill. Se trata de dos condiciones de la práctica popular artística surgida con la llegada de los medios masivos de comunicación.

En dichas músicas tanto se escriben cosas oídas, como se tocan de oído cosas escritas. Ambas competencias han resultado claves para el músico práctico andino y el desarrollo de sus apuestas estéticas.

Idealizaciones y anacronismos

La valoración de la importancia de las músicas que obedecen a lógicas de frontera, como la música andina, está relaciona con otro anacronismo: el del discurso de la crítica. En efecto, en el abordaje de la música andina el discurso ha idealizado su carácter campesino como base para su reconocimiento como música nacional y, no pocas veces, como argumento contra los ataques a su presunta falta de elaboración e interés. No obstante, queremos mostrar que aquella música que se convirtió en la música nacional desde el principio fue música propiamente urbana, con pretensiones de música artística, a la manera latinoamericana, esto es, como una música popular ilustrada.

El discurso que desde las acaloradas disputas de Emilio Murillo se ha vuelto el lugar común, ha tendido a nombrar la música andina como el paradigma de lo autóctono y lo telúrico, lo cual ha silenciado buena parte de una historia que, bien vista, más bien refleja los avatares propios de una sociedad que se fue urbanizando un poco forzosamente y que en su sonoridad ha venido reflejado los anhelos de cosmopolitismo de una buena parte de la sociedad nacional, las paradojas del desarrollo y la emergencia de una sociedad en contacto con dinámicas locales y globales. Es una música de criollos que tuvo que inventarse su propia tradición. Una música en contacto con su genoma rural pero abierta al mundo moderno globalizado.

Aunque ritmos como el pasillo, el bambuco, la guabina, entre otros, estuvieron ligados en un principio a danzas campesinas del mismo nombre, desde el comienzo estos ritmos, especialmente en los formatos instrumentales, pasaron a tener ciertas características funcionales que hasta entonces eran propios de la música académica[30]. Las músicas tipo Morales Pino fueron perdiendo su fuerza como músicas de baile, tarea que fue siendo absorbida por las músicas “calientes” de la costa atlántica y el caribe, proceso que dio lugar a otros hábitos de escucha, otras formas de apropiación social y a ese lugar ambivalente que tiene la música andina en el inconciente colectivo del país[31] .

El fenómeno está lejos de ser propio del contexto colombiano. En Buenos Aires, Julio De Caro con su sexteto o Duke Ellington en los Estados Unidos, desde los años veinte proponían un tipo de música que siendo en un principio bailable, invitaba más a la escucha silenciosa[32]. En nuestro contexto, la llegada más o menos masiva de inmigrantes a los cascos urbanos –proceso que se ha vuelto más complejo si tenemos en cuenta los desplazamientos producto de las diversas violencias- junto con las políticas de civilización de los gobiernos liberales –campañas de alfabetización, higiene, mejora de la infraestructura de comunicación, etc.- fueron consolidando modos de práctica musical diferentes a los de las prácticas domésticas rurales y se produjeron notables cambios en los mecanismos de socialización e intercambio simbólico. Estas nuevas circunstancias fueron generando cambios en las formas de escucha y en las expectativas acerca de qué debía ser considerado un producto musical de calidad.

A la par con estas transformaciones sociales, las formas de componer poco a poco empezaron a sufrir cambios gracias al desanclaje de los contextos propios de las músicas de tradición popular. Una mayor abstracción, la búsqueda de nuevas armonías por la ralentización de los tempos, la incorporación ad hoc de recursos compositivos tomados de la tradición académica o de otras músicas populares, la necesidad de hacer arreglos escritos, los esfuerzos por lograr una mejora significativa en el nivel de cualificación de los músicos, fueron algunos de ellos.

En resumen: la música andina que se revistió con el halo de música nacional, especialmente en su faceta instrumental, surgió como una música artística de tradición popular y se ha mantenido en ese paradigma. Esto es crucial para entender su suerte a lo largo del siglo XX y el sentido de las estéticas contemporáneas, cuyas sonoridades ciertamente por fuera de muchas de las líneas de la tradición campesina rural, sin embargo respetan las formas de legitimación, los canales de participación colectiva y los criterios valorativos consagrados por su práctica.

El árbol del conocimiento y –otra vez- la serpiente

Según mi modo de ver, la música andina nació de un pecado: comer del árbol del conocimiento, es decir, haber nacido con pretensiones de ser sacada de su contexto de uso y anhelar ser escuchada, valorada y discutida como música artística de tradición popular con proyección internacional. Como la pérdida de la inocencia, dijo Bauman[33], es un punto sin retorno, esta música, con los procesos de modernización de las urbes, se fue abriendo cada vez más a los sonidos del mundo.

En ese proceso, dos personajes son especialmente importantes, Luís Uribe Bueno y León Cardona, quienes con su trabajo fueron propiciadores del encuentro de la música andina con otras músicas populares del mundo. Ambos vivieron en la época de oro de la radio, cuando Medellín, por entonces una ciudad pequeña, tenía tres emisoras locales: La voz de Antioquia[34], la Voz de Medellín[35] y Radio Libertad[36]. En Bogotá, las emisoras que más se destacaban eran Radio Santa Fe, la Emisora Nueva Granada y la Emisora Nuevo Mundo[37]. Ambos, como músicos y ejecutivos de Sonolux y Codiscos, fueron testigos de los momentos en que la difusión de la música hecha en Colombia era mayoritaria y tuvieron ocasión de ver decrecer esta proporción cuando estas empresas, gracias a contratos de distribución con RCA, Ariola y otras empresas fonográficas, comenzaron a comercializar masivamente las grabaciones de sus artistas exclusivos (boleristas, tangueros y lo primeros rockeros internacionales). Ambos músicos, cuando la música andina comenzó a desaparecer de las emisoras y las grabaciones de músicos colombianos se hicieron más escasas, fueron testigos del trabajo de Antonio Fuentes, al frente a su disquera Fuentes, que hizo posible conocer el folclor de la cosa y puso en la imaginación del país sonidos tan importantes como los de las orquestas de Pacho Galán y Lucho Bermúdez, entre muchos otros, de la que por cierto Uribe Bueno fue su contrabajista por muchos años.

Estos dos artistas llegan a tener un universo de referencias musicales tan complejo que les permitió no sólo construir arreglos y una obra original realmente audaz, sino reconocerse como arreglistas, intérpretes y asesores artísticos, abriendo la música andina a un universo más complejo y variado.
León Cardona fue uno de los primeros músicos del país en hacer de la legendaria Gibson Les Paul la herramienta de trabajo que uniría el jazz, la balada norteamericana, la música guasca, el rock, la música tropical bailable, con la tradición andina. Como creador, por allá por los años cincuenta, dio a conocer un pasillo titulado “Media Sangre”, que quería expresar musicalmente lo que significaba situarse entre lo criollo y lo “pura sangre”, que evidencia transformaciones principalmente en el lenguaje armónico. Más tarde su obra “Sincopando”, presenta cambios en la estructura general y el bambuco “Gloria Beatriz”, que finaliza la trilogía de sus primeras obras innovadoras, resuelve la relación entre estructura armónica y diseño melódico de un modo muy novedoso. Estas tres obras, en conjunto, pueden considerarse con plena justicia el comienzo de una nueva fase de la música andina colombiana[38] .

Mientras tanto, la llegada de la cumbia y luego el vallenato, que se convirtieron de facto en las músicas nacionales desde mediados del siglo, la moda de la balada en los años setenta y ochenta, el furor del rock en español en los ochenta y noventa y más recientemente el encantamiento producido por las sonoridades arcaicas y raizales del boom de la etno música globalizada de comienzos de este siglo, hicieron que la música andina tipo Morales Pino dejara de tener reconocimiento y visibilidad.

Este silenciamiento paulatino produjo mucho miedo en algunos sectores, que no entendieron que los cambios obedecían a nuevas dinámicas sociales y a la emergencia de nuevas lógicas culturales. La forma característica que se adoptó para exorcizar esos fantasmas fue la creación de concursos de interpretación, que sin duda han sido claves en el proceso de legitimación social de la música andina en las últimas décadas del siglo XX y comienzos del XXI.

Renan Silva[39] , un sensible analista de la cultura nacional, ha sostenido en uno de sus trabajos que siempre que se ha percibido una fractura, cuando se ha sentido miedo a perder la identidad se han buscado paliativos para mantenerla. De este sentimiento han surgido las decenas de concursos que pululan por el país prometiendo “rescatar los valores y la identidad”. En la medida que ofrecen cierta seguridad, los concursos ofrecen una importante ganancia emocional a la comunidad. No obstante, como sabemos de sobra, la seguridad en el mundo moderno suele venir de la mano con una pérdida de libertad. Por eso los concursos cumplen un papel ambiguo, al mismo tiempo que han sido los vehículos privilegiados de legitimación social del músico, ya que le permite ganar autoridad y reconocimiento, han sido mensajeros del discurso de conservación y cuidado de la tradición que ha hecho más onda la brecha entre el discurso que tales eventos promueven y los músicas que suenan en ellos.

Como hemos visto, desde las épocas de Luís Uribe Bueno en el concurso de Fabricato[40] , hasta ahora, los músicos han logrado birlar la falta de libertad que proponen las reglas de los concursos o sus jurados y han desarrollado un inusitado gusto por la innovación en el lenguaje instrumental, incorporando, muy a pesar de los propios organizadores de tales encuentros, sonoridades contemporáneas con gran libertad, con gran eclecticismo, con una potente capacidad de asumir elementos de otras prácticas, lo que supuso aumentar las competencias de ejecución de un modo sorprendente e instalarse como una música artística de indudable calidad[41] .

Con todo, la música andina instrumental de la tradición Morales Pino, ha ido ganando paulatinamente libertad y autonomía como una práctica social fundamental para la comprensión del lugar social del músico en el país[42]. Los trabajos de Gentil Montaña y Luís Fernando León, que van a desembocar en el trabajo de Nogal Orquesta de Cuerdas, hará más masivo y plural el universo de tendencias que estos pioneros fueron abriendo

Guitarras, bandolas y tiples en pie de lucha: la importancia de Fernando León y Gentíl Montaña

Maestro Gentil Montaña, Jesús Zapata y Luís Fernándo León
Hemos dicho más atrás que la música andina tipo Morales Pino se inventó a sí misma buscando ser considerara una música artística de tradición popular. Lograrlo implicaba diferenciarse en muchos sentidos. Un cierto tipo de aprendizaje se fue legitimando en la práctica.

Podría decirse que un rasgo común a los más geniales músicos populares nacidos en América es que se han acercado a la tradición hegemónica occidental para aprender sus secretos, logrando incorporar esos recursos en sus prácticas populares con la tranquilidad que otorga conocer a fondo los postulados, las lógicas y las dinámicas de las músicas populares que cultivan, y ser reconocidos desde dentro de esas prácticas como legítimos detentadores de la tradición. Esa es, de lejos, la ventaja comparativa que logra tener un músico que conoce una tradición oral o está inserto en una práctica musical específica, frente a quienes se hacen músicos en prácticas de laboratorio, que componen en, desde y para el papel (cuyas obras nunca suenan en ninguna parte) y que ensayan pero nunca se sienten listos para debutar. Los músicos de escritorio, aún cuando sostienen tener un conocimiento en abstracto, en la práctica suelen mostrarse incapaces de encajar en la realidad porque su proceso formativo no les ha dado la oportunidad de estar cerca de la vitalidad de las prácticas reales ni han tenido ocasión para el enfrentamiento a los retos que ello supone musical y, sobre todo, existencialmente.

Luís Fernando León Rengifo[43], quizás pueda ser considerado el hijo más célebre de la tradición de la tertulia casera de la segunda mitad del siglo XX y el primer académico a carta cabal de la misma. Comienza su formación musical en el seno de su familia y va madurando su manera de ver la música siguiendo las pistas que le fueron ofreciendo las historias vitales de los viejos maestros. Oriol Rangel, por ejemplo, un pianista pamplonés que se había negado a salir a estudiar porque quería tocar música andina en el piano y pensaba que un extranjero no podía ahorrarle el trabajo de buscar su propio lenguaje y estilo, le había mostrado la necesidad de mirar sin complejos la tradición musical universal y el orgullo de hacerse un camino en el inseguro mundo de la naciente tradición musical nacional. De igual manera Blas Emilio Atehortúa, Alex Tovar, Luís Uribe Bueno, León Cardona, Jerónimo Velasco, Antonio María Valencia, Adolfo Mejía y el propio Morales Pino, entre muchos otros, le permitieron entender que valía la pena esa búsqueda y que ninguna fuente musical era de por sí más importante que otra, que todo dependía, más bien, de la capacidad de apropiarse de sus secretos como recursos disponibles para el desarrollo de la creatividad personal.

No obstante, quizás haya sido su contemporáneo, el guitarrista Gentil Montaña, quien más honda influencia haya ejercido y probablemente no sea osado suponer que quizás hayan incubado, bajo influencia mutua, una forma de ver la música que, como veremos, hace parte de los trabajos que son antecedentes fundamentales para entender el momento actual de la música popular andina en nuestro país.

Montaña tiene el honroso mérito de haber llegado a ser el creador de una escuela de guitarra y el artífice de una manera de entender las músicas urbanas de tradición popular artística en el lenguaje de ese instrumento consolidando un estilo inconfundible.

La diferencia que hacen estos dos músicos proviene, sin lugar a dudas, de sus procesos de formación como músicos. En ambos casos, sus dedos y sus talentos se han paseado a fondo por las sonoridades de las músicas populares: el bolero especialmente, la música andina, el bossa nova, la música brasilera, el tango, los valses ecuatorianos, entre otros, han sido la clave para encontrar su lugar universal en el competido mundo de la música.

Para Montaña este legado, junto con la tradición aprendida con el maestro Daniel Baquero, le permitió asimilar lo mejor del mundo de la guitarra clásica, y le permitió crear ese universo mestizo, bifronte y complejo que caracteriza su obra creativa[44]. León, por su parte, sumó a esa tradición la curiosidad insaciable que lo impulsa desde muy joven a buscar entre libros, vivencias de maestros compositores y fuentes de diversa naturaleza. Esto le permitió llegar a ser el primer gran virtuoso de la bandola[45], revolucionar la manera de escribir para los formatos tradicionales, hacer versiones sinfónicas de esas músicas y ampliar la gama timbrica de esta tradición como nadie antes lo había logrado hacer.

Aun cuando nadie niega su importancia y su papel de íconos de la cultura musical andina, la trascendencia histórica del trabajo musical y artístico de estos dos artistas es aún difícil de calcular y evaluar. No obstante, su vida, la forma como han llegado a este momento de gloria y la trascendencia histórica de sus legados merece un análisis detallado.

A mi juicio, León y Montaña, han logrado llegar a ser lo que son porque, contrario a lo que sostienen muchos otros músicos, han entendiendo que hay que aprender a sacar ventaja del potencial que otorga ser sujetos nacidos en la frontera entre dos mundos y en circunstancias sociales donde la guitarra, el tiple o la bandola no son un mero adorno burgués, sino cómplices y fieles compañeros de trabajo. Esta condición mestiza, ambigua y fronteriza ha sido vista, desde la mentalidad colonialista que nos vuelve dependientes e inseguros, como un lastre, pero para ellos ha resultado ser, porque fue asumida sin vergüenza, la vía de acceso a un lugar en la historia de nuestras prácticas musicales más queridas.

Este es un asunto de dimensiones continentales. Puede decirse que quienes han trascendido en el ámbito de las músicas artísticas de tradición popular latinoamericana han sido exploradores curiosos de las riquezas de las músicas a las que tenían acceso, que les ha permitido, gracias a la universidad de la práctica cotidiana, hacerse dueños de las fortalezas de los mejores músicos prácticos, es decir, de una sorprendente capacidad de memoria, del dominio de los recursos musicales de cada estilo o género desde una solvencia práctica, la comprensión intuitiva de la forma y los giros armónicos típicos de cada uno de ellos, la capacidad de disponer espontáneamente -en la ejecución- de los recursos de diversas tradiciones. A este arsenal de virtudes provenientes de la escuela de la práctica estos artistas suman las virtudes del ejercicio académico. Este les permite conocer un complejo espectro de lenguajes de otros tiempos y otros contextos y acercarse a recursos que pueden hacer suyos mediante la comprensión de los procedimientos técnico racionales de composición, que ellos, indefectiblemente, asimilan en función de sus necesidades prácticas y sus opciones estéticas, es decir, que asumen como si fueran empíricos, aficionados y lúdicos exploradores de un juego que les fascina.

De esta forma, el dominio de los recursos del instrumento, la capacidad de “sacar” de oído obras completas de carácter virtuoso o de conocida dificultad armónica, y sobre todo, la capacidad de recurrir a recursos prácticos de forma espontánea y creativa–gracias al aprendizaje o del montaje y ejecución de obras en ambientes creativos cotidianos- les abre las puertas a universos apenas sospechados por quienes se contentan con la racionalización, necesaria, pero en ocasiones excesiva, que promueven ciertos aprendizajes formales.

Músicos como Montaña y León, que pueden ser considerados hijos de la música artística de tradición popular que impulso Morales Pino, no creen en La Música en singular, sino que se acercan con devoción, admiración, respeto y pasión a las músicas, en plural, a las formas diversas como los pueblos o las regiones de un mismo país han configurado formas de expresarse desde los sonidos. Para tal mentalidad no hay música que no ofrezca posibilidades, cada una es un universo con sentido, con necesidades técnicas particulares, con sus propios requisitos normativos, con reglas de juego concretas que hay que comprender aunque no haya un catálogo al cual apelar. Ellos saben bien que en las músicas populares el vademécum es la tradición, la apropiación de la diversidad de maneras que los músicos en ejercicio han desarrollado mediante el trabajo; ellos saben que tocar con otro, es siempre recibir una clase magistral irrepetible. Para tal forma de pensar no hay músicas simples, sino complejidades de diferente orden. Un bolero, una milonga, un vals peruano, un sanjuanero, por ejemplo, no son meros ritmos, sino universos llenos de tradición, de historia, son mundos llenos de recursos expresivos vigentes u olvidados, con gentes de carne y hueso que las cultivan y de quienes siempre existe la posibilidad de aprender. Acercarse a cada una de estas músicas, para esta mentalidad, es conocer, por decirlo a la manera de Wittgenstein, una forma de vida.

Consecuencias políticas de un sistema de aprendizaje fronterizo

Basta mirar el lugar de las músicas latinoamericanas en cualquier Historia de la Música, o tratar de encontrar la historia del vallenato, el bambuco, la ranchera o la salsa en los capítulos destinados a la Historia de la Música en Colombia, para darse cuenta cómo las diversas historias que componen nuestro devenir desaparecen en función de una única historia, que se convierte en un relato lineal, homogéneo y parcial[46].

Walter Mignolo, haciendo un análisis de la mentalidad que ha creado a América Latina, ha mostrado que tanto la colonización, como la justificación que desde siempre se ha hecho para la apropiación de nuestros recursos naturales, culturales y simbólicos han requerido la construcción de una ideología racista que sigue perviviendo soterradamente, en ocasiones explícitamente, en nuestra forma de aprehensión del mundo.

Este racismo se ha ocultado mediante la sublimación del universal abstracto de “la música” en detrimento de las prácticas musicales que colorean el universo sonoro del país. El racismo, para ese autor, no es solamente una cuestión relativa al color de la piel o a la pureza de sangre, sino que esta relacionado con el tratamiento diferencial de individuos, prácticas sociales, conocimientos, religiones, etc., en función de la cercanía/lejanía con un presupuesto modelo de humanidad y un modelo estético incuestionable.

Las clasificaciones musicales en nuestro medio puede decirse, desde esa lógica, que han sido claramente racistas porque han clasificado nuestros músicos en una escala descendente que suele tomar la formación académica basada en la lecto escritura como criterio central para la clasificación. Como dice Mignolo, “La categorización racial no consiste simplemente en decir “eres negro o indio, por lo tanto, eres inferior”[47], consiste más bien, en construir una matriz clasificadora en cuyo lugar las formas de trabajo de nuestros más significativos músicos quedan infravaloradas o caricaturizadas, por no estar en conformidad con los estatutos hegemónicos.

Un ejemplo de ello, es la tensión que se ha puso en evidencia con la propuesta, acogida por el Ministerio de Cultura, de hacer posible un proceso de convalidación de saberes a músicos en ejercicio para que, al mismo tiempo que se reconoce el valor de su práctica musical, puedan mejorar sus niveles salariales y sus oportunidades laborales. En la universidad donde se dio la primera promoción hace algunos años, muchos músicos –profesores especialmente-, se rasgaban las vestiduras porque, en el fondo, conciben la música desde un único paradigma y son incapaces de ver las hondas implicaciones de los logros musicales de los músicos prácticos –con frecuencia exquisitos musicalmente dentro de las reglas de juego propias de cada género o práctica musical- y se niegan a ver como legítimas las diversas maneras, distintas al solfeo, la lectura en el piano o el conocimiento de la historia de “la” música”, como se puede constatar la posesión de un saber, de unas competencias y el conocimiento de una tradición de práctica.

Quisiera sostener en este punto de la discusión que puede resultar muy sugerente hacer una lectura política de las formas de trabajo que ejemplifican en este caso Morales Pino, Gentil Montaña o Fernando León. Lo que muestra el trabajo de estos tres músicos es que hemos estado envueltos en un paradigma de dependencia epistemológica que sólo ciertos espíritus libres como ellos –como el poeta vigoroso de Harold Bloom- se atreven a subvertir[48]. E. W Said, en su trabajo sobre la representación social del intelectual se refirió al tema de la especialización y el profesionalismo en relación con el poder y la autoridad. Said considera, contra la corriente habitual que suele poner los títulos por encima de las competencias, que el mejor método para mantener la agudeza, la curiosidad y la relativa independencia, es actuar como un amateur y no como suele hacerlo un profesional.

El sentido de su comentario es muy preciso y conviene acotarlo para evitar malentendidos. Actuar como amateur es, para Said, escoger los riesgos, estar por encima del espacio cómplice controlado por expertos y profesionales. Un amateur comete el exceso de creer en sí mismo, o en todo caso, de probar los alcances de sus intuiciones y el valor de las horas que ha dedicado con plena vitalidad y conciencia al ejercicio musical.

Considero que Morales Pino, León o Montaña suscribirían lo que dice Said a propósito del intelectual: Dice el autor:

“…me atrevería a afirmar que (el músico) tiene que estar dispuesto a mantener una contienda de por vida contra todos los guardianes de la visión o el texto sagrados, siempre prestos a la depravación y cuya pesada mano no soporta la discrepancia y menos aún la diversidad. El principal bastión (del músico) es la libertad incondicional de pensamiento y expresión..” [49]

En ese sentido, la tradición de los dos León, Uribe Bueno, Morales Pino o Montaña es la misma que desde las épocas remotas de la conquista, han tenido que inventar los latinoamericanos para ser tenidos en cuenta: adaptar sus sistemas de conocimiento a los patrones dictados por la tradición eurocéntrica, sin abandonar lo que son ni el sentido de sus prácticas y lenguajes emergentes.

El hecho que desde la propia conquista hayamos tenido necesidad de asimilar las lenguas y los marcos de conocimiento provenientes de Europa, muestra en el caso de la música popular, que los grandes músicos surgidos en América –incluyendo los músicos del jazz norteamericano- se mueven en una estética que podríamos llamar “de frontera” y que quizás debiéramos reivindicar como un logro significativo de las prácticas culturales mestizas. Posicionarse en la lógica de frontera ha permitido a miles de músicos creativos de este lado del Atlántico negociar, trasladar y poner en diálogo el rigor de los lenguajes inscritos en las tradiciones populares y folclóricas con las presiones normativas que promueve la academia occidental centrada en la lecto-escritura a nombre del rigor y la excelencia.

Ese pensamiento fronterizo, como hemos señalado más atrás, ha sido visto como una amenaza a la colonialidad del poder y siempre ha sido evaluado negativamente. La conciencia criolla ha tenido que enfrentar el “occidentalismo”, es decir, las versiones del mundo hechas desde Europa (y ahora Estados Unidos), que consisten en descripciones, conceptualizaciones y clasificaciones del mundo en cuyo centro están ellos mismos como paradigma de progreso y desarrollo.

Con toda la complejidad de una tradición marcada por los cambios sociales de la sociedad colombiana en el siglo XX, la historia de estos precursores desemboca de forma contundente en el trabajo de “Nogal Orquesta de Cuerdas” [50] cuya propuesta, en su dos etapas, significo para la música artística de tradición popular andina, un punto de quiebre. Como ya lo he mencionado en otro ensayo[51] el universo de sentido implícito en el recorrido existencial de la música andina recogió buena parte de su cosecha, los logros acumulados de esta tradición adquirieron una dimensión social sin precedentes. Los músicos de Nogal quizás sean los últimos que se criaron en el mundo de la tertulia, la reunión, las “tenidas”, sitios en los cuales pudieron apreciar de primera mano repertorios, formas de tocar, versiones, recursos y sobre todo, donde se contagiaron de la convicción de que está música es una forma de relacionarse con el mundo. Quizás queden pocos que sepan tanto repertorio, conozcan tan bien nuestro cancionero, disfruten con tanta fascinación el trabajo de clásicos como el Nocturnal Colombiano, el Conjunto Granadino, el Trío Instrumental Colombiano o el Trío Morales Pino, sin dejar por eso de extaciarse con los logros musicales de Steve Vai, Piazzolla, John McLaughlin, los músicos brasileños, o muchos otros.

Muchos hoy son maestros, músicos activos y dedicados pedagogos que están en el proceso de ir creado escuela, bien sea dentro de la tradición instrumental, o enseñando el copioso arsenal de referencias con los que cuentan para afrontar sus necesidades musicales y o forjando una escuela de gestión cultural donde esas experiencias cuenten como parte de la forma de pensar la política cultural del país[52] .

He querido mostrar las implicaciones de una postura musical y existencial que compromete formas de aprendizaje fronterizas porque pueden servir de contrapeso a las tendencias formativas excesivamente “universalistas” que con diferentes argumentos desdeñan el conocimiento profundo de nuestras tradiciones, al igual que otras, sumamente locales, que nostálgicamente se empeñan en mantenerse inscritas en un pasado mítico. En la medida en que aprendamos a ver la complejidad del país, podremos reclamar que nuestro sistema educativo esté a la altura de nuestras complejas necesidades culturales, para lo cual necesitamos hacer una lectura crítica de nuestra historia musical. Los trabajadores de la cultura musical a que he hecho referencia en este ensayo nos han dejado documentos fonográficos, versiones y obras propias, y más que ello, como he intentado mostrar, una buena cantidad de pistas y lecciones que permiten imaginar que, en conjunto con las demás apuestas estéticas de frontera que han nacido en diferentes regiones del país, estamos en el camino de ir madurando propuestas formativas más acordes con las necesidades heterogéneas de nuestro contexto y los variados anhelos de nuestros músicos. Pisando la tierra de su realidad, pero poniendo en juego tanto sus sueños, fantasías y saberes, como el conocimiento del país, sus gentes y sus costumbres, los maestros a quienes me he referido en este ensayo nos mostraron un camino muy sugerente para dar cuenta de nuestra realidad mestiza y para trascender, de algún modo, el olvido que amenaza siempre nuestra frágil identidad.

NOTAS:
[1] Licenciado en Pedagogía Musical (U.P.N) y Psicólogo (U. Javeriana), con estudios de Doctorado en Antropología Social (U. Complutense de Madrid). Como investigador vinculado al grupo Cuestionarte, ha realizado investigaciones sobre diversas prácticas musicales en el país. Ha sido docente universitario y coordinador de Músicas Tradicionales del Área de Música del Ministerio de Cultura. En la actualidad es profesor de planta de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Pedagógica Nacional.
[2] González, Juan Pablo. Rolle, Claudio. Historia Social de la Música Popular en Chile, 1890-1950. Ediciones Universidad Católica de Chile y Casa de las Américas. Santiago. Chile. 2005. p.18.
[3]Hennion, Antoine. La pasión Musical. Ed. Paidos. Barcelona, España, 2002 (Original en frances 1993).
[4] Dalhaus Carl. Fundamentos de la Historia de la Música. Editorial Gedisa. Barcelona. España. 2003. (original en alemán de 1997)
5] La bibliografía sobre esto es abundante. Sin ánimo de exhaustividad puede encontrarse abordajes del tema en: Hernández Salgar, Oscar. Música de Marimba y poscolonialidad musical. Revista Nómadas No. 26. Bogotá, Instituto de Estudios Sociales Contemporáneos. Universidad Central. Abril de 2007. Wade, Peter: Música, raza y nación. Vicepresidencia de la república. Departamento Nacional de Planeación. 2002 (original en inglés, 2000, The University of Chicago Press). Ochoa, Ana María: Músicas Locales en tiempos de globalización. Grupo Editorial Norma. Bogotá, Colombia, 2003. De la misma autora: Entre los deseos y los derechos. ICANH. Bogotá,, Colombia, 2003. Ochoa, Ana María y Cragnoli, A (Coord.) Músicas en Transición. Colección Cuadernos de Nación. Ministerio de Cultura. 2002.
[6] Cortés Polanía, J. La Música nacional popular colombiana. En la colección Mundo al día (1924-1938). Universidad Nacional de Colombia. Facultad de Artes. Bogotá, 2004. p. 51.
7] Ibíd.
[8] Duque Ellien. Notas al disco, Pedro Morales Pino. Obras para piano. Claudia Calderón (pianista). Colección Música y Músicos de Colombia. Banco de la República. Bogotá, Colombia, 2004. p. 4.
[9] Ibíd.. p.6.
[10] Pedro Morales Pino como arquetipo, ofrece lecturas diversas. Además de la que desarrolla en extenso este ensayo, hay una influencia interesante que tiene que ver con su presencia tutelar en la conformación de los grupos que van a ir desarrollando sus ideas. Citemos tres casos emblemáticos. El trío que inició la transformación de la sonoridad del formato se llamó precisamente “Trío Morales Pino” (cuyos músicos fueron, en el tiple, Peregrino Galindo; en la guitarra, Álvaro Romero; y en la bandola, Diego Estrada Montoya). Más tarde, el trío que seguiría esta estela, y crearía su propia escuela, se llamara Trío Joyel, en honor a una obra de Morales Pino (sus integrantes fueron: en el tiple, Aycardo Muñoz; en la guitarra, Fidel Álvarez o Gauco Cedeño; y en la bandola, Luís Fernando León). Más tarde, se conforma el Trío Pierrot, que también toma el nombre de una obra de Morales Pino (estaba conformado por Jaime Barbosa, en el tiple; Henry Colmenares, guitarra, y Fabián Forero, en la bandola). Como puede verse tres generaciones de bandolistas –y podría decirse, los más destacados en cada época- tienen en el músico de Cartago una sombra tutelar.
[11] Campbell, Joseph El héroe de las mil caras: psicoanálisis del mito, Madrid: Fondo de Cultura Económica de España. 2005.
[12] Todorov, Svetan. La conquista de América. El problema del otro. Siglo XXI Editores, México, 1987. (original en francés de 1982)
{13] Esta discusión también tiene que ver con discusión sobre la pertinencia de la escritura en las lenguas indígenas, como el autor lo pudo apreciar en el Primer Encuentro con los pueblos de la Amazonía Colombiana sobre Música y Danzas Tradicionales. Opiac-Ministerio de Cultura. Villavicencio, Sep, 2,3 y 4, de 2007. Ver: Rojas Curieux, Tulio. En la reflexión sobre lo oral y lo escrito: Educación escolar y práctica en pueblos indígenas. Cuadernos de Trabajo. Departamento de Antropología. Editorial Universidad del Cauca. Popayán, Cauca, Colombia. 2005.
[14] Rojas Curieux, op. Cit. p.12.
[15] Duque Ellien. Notas al disco.
[16] Ver: Rojas, Cristina. Civilización y Violencia. La búsqueda de la identidad en la Colombia del Siglo XIX. Editorial Norma- Pontificia Universidad Javeriana. Bogotá, Colombia, 2001. También. Todorov, Tzvetan. La conquista de América. El problema del Otro. Siglo XXI Editores, México, 1987.
[17] Cortes Polanía, J. La música nacional popular de Colombia. En la Colección el Mundo al Día (1924-1938). Universidad Nacional de Colombia. Bogotá, 2004. p.53.
[18] Foucault, Michel. Vigilar y castigar.Nacimiento de la prisión. Siglo XXI editores. México, 1976.
[19] Uribe Holguín, Guillermo. “Triunfaremos”, Revista del Conservatorio.1,3, 1911, pp.33-34.
[20] Santos, G. Boletín. 1978:297.
[21] Burke, Peter. Hablar y callar. Funciones sociales del lenguaje a través de la historia. Gedisa. Barcelona, España, 1996. p. 18.
[22] Sobre este particular: ver. Goubert, B. Zapata, G. Arenas, E y Niño, S. Paisaje sonoro bogotano en contexto: estudio del sector musical en el Distrito Capital. Informe Final de investigación. Instituto Distrital de Cultura y turismo. 2007. Documento de circulación restringida.
[23] Este es un asunto que merece atención. Un interesante trabajo sobre este tema lo constituye el estudio de Zapata, Goubert y Maldonado, que encontraron una escisión entre lo que enseña la escuela musical tradicional y las necesidades, deseos y apuestas estéticas de los estudiantes. De igual manera, pero con otros énfasis, la apuesta conceptual del Plan Nacional de Música para la Convivencia, en particular el marco conceptual de la Escuela de Músicas Tradicionales, capta el problema y apunta a solucionarlo con un enfoque muy interesante capaz de ligar las pedagogías a las necesidades de las prácticas. Ver: Zapata, G. Goubert, B. Maldonado, J. Universidad, Músicas Urbanas, Pedagogía y Cotidianidad. Conciencias-Universidad Pedagógica Nacional. Bogotá
[24]Rojas Curiex, Tulio. En la reflexión sobre lo oral y lo escrito: Educación escolar y práctica en pueblos indígenas. Cuadernos de Trabajo. Departamento de Antropología. Editorial Universidad del Cauca. Popayán, Cauca, Colombia. 2005. p.29.
[25] La antropóloga Margaret Mead ha estudiado como en la sociedad del siglo XX los cambios son tan acelerados que la generación anterior no es capaz de dar abasto para preparar sus sucesores. No sólo porque sus saberes no son suficientes sino porque el saber nuevo y las tecnologías generan lenguajes, ideas y soportes tecnológicos que crean una fractura generacional. En adelante, los jóvenes aprenderán de los de su propia generación una buena porción de los saberes relevantes e inevitablemente los adultos sentirán que van a la zaga en muchos aspectos, lo cual tiene un impacto en la enseñanza: se invierte más que nunca la polaridad de quien detenta el saber. Esto, a mi juicio, debiera ser objeto de discusión en cualquier ambiente educativo universitario. Margaret Mead escribe: “Nuestro pensamiento nos ata todavía al pasado, al mundo tal como existía en la época de nuestra infancia y juventud, nacidos y criados antes de la revolución electrónica, la mayoría de nosotros no entiende lo que ésta significa. Los jóvenes de la nueva generación, en cambio, se asemejan a los miembros de la primera generación nacida en un país nuevo. Debemos aprender junto con los jóvenes la forma de dar los próximos pasos; pero para proceder así, debemos reubicar el futuro. A juicio de los occidentales, el futuro está delante de nosotros. A juicio de muchos pueblos de Oceanía, el futuro reside atrás, no adelante. Para construir una cultura en la que el pasado sea útil y no coactivo, debemos ubicar el futuro entre nosotros, como algo que está aquí listo para que lo ayudemos y protejamos antes de que nazca, porque de lo contrario, será demasiado tarde”. Mead, Margaret. Cultura y compromiso. Gedisa, Buenos Aires,1971. ps 105 y 106. Jesús Martín Barbero comentando esta cita, ha señalado: “Lo que ahí se nos plantea es la envergadura antropológica de los cambios que atravesamos y las posibilidades de inaugurar escenarios y dispositivos de diálogo entre generaciones y pueblos. Para ello la autora traza un mapa de los tres tipos de cultura que conviven en nuestra sociedad. Llama postfigurativa a la cultura que ella investigó como antropóloga, y que es aquella en la que el futuro de los niños está por entero plasmado en el pasado de los abuelos, pues la matriz de esa cultura se halla en el convencimiento de que la forma de vivir y saber de los ancianos es inmutable e imperecedera. Llama cofigurativa a la que ella ha vivido como ciudadana norteamericana, una cultura en la que el modelo de los comportamientos lo constituye la conducta de los contemporáneos, lo que le permite a los jóvenes, con la complicidad de su padres, introducir algunos cambios por relación al comportamiento de los abuelos. Finalmente llama prefigurativa a una nueva cultura que ella ve emerger a fines de los años 60 y que caracteriza como aquella en la que los pares reemplazan a los padres, instaurando una ruptura generacional sin parangón en la historia, pues señala no un cambio de viejos contenidos en nuevas formas, o viceversa, sino un cambio en lo que denomina la naturaleza del proceso: la aparición de una “comunidad mundial” en la que hombres de tradiciones culturales muy diversas emigran en el tiempo, inmigrantes que llegan a una nueva era desde temporalidades muy diversas, pero todos compartiendo las mismas leyendas y sin modelos para el futuro. Un futuro que sólo balbucean los relatos de ciencia ficción en los que los jóvenes encuentran narrada su experiencia de habitantes de un mundo cuya compleja heterogeneidad no se deja decir en las secuencias lineales que dictaba la palabra impresa, y que remite entonces a un aprendizaje fundado menos en la dependencia de los adultos que en la propia exploración que los habitantes del nuevo mundo tecno-cultural hacen de la imagen y la sonoridad, del tacto y la velocidad.” Martín Barbero, Jesús. Jóvenes: comunicación e identidad. Pensar Iberoamérica: Revista de cultura, ISSN 1683-3783 , 2002
[26] Hay que decir que mientras las facultades de música han estado, y en general, siguen estando alejadas de la comprensión de estas lógicas, las academias no formales han potenciado este aprendizaje característico y han sido vehículos de estas formas de aprendizaje. En Bogotá, buenos ejemplos han sido la academia Luís A. Calvo o la Emilio Murillo, culpables de ser centros de difusión de esta forma de ver la música. Tan importante como leer, en dichas academias se buscaba poder apropiarse de los recursos musicales en un nivel de automatismo y espontaneidad que sólo puede lograr su incorporación a la cotidianidad del músico y en la incesante promiscuidad de la institucionalización de este lenguaje como una forma de vida, no sólo, como hace la tradición académica, como un mero repertorio. Como en el flamenco y en el jazz de los grandes maestros del pasado, para la música andina los escenarios de aprendizaje fueron durante décadas, en pie de igualdad, tanto las aulas como las tiendas y las tertulias. Hoy día, para las músicas urbanas bogotanas, el trabajo de academias como la Fernando Sor, ha incorporado el rock, el jazz y otros géneros contemporáneos en sus programas de estudios, adelantándose, como ha sido frecuente en la historia del país, a la incorporación de estos saberes en procesos formativos consolidados.
[27] Arenas Monsalve, Eliecer. Una aproximación a los fundamentos y apuestas conceptuales del programa de músicas tradicionales del Plan Nacional de Música para la Convivencia. Documento de trabajo. (Versión de Julio 30 de 2007). Área de Música, Ministerio de Cultura de Colombia. Inédito.
28] Quien esté interesado en este u otros textos del autor, puede buscar en la dirección:
http://www.eloidoqueseremos@blogspot.com/
[29] Esto en absoluto es propio de la música andina. Quien desee entender el papel de la bohemia en el contexto brasileño puede ver: Zappa, Regina. Chico Buarque. Editorial Gedisa. Barcelona, España, 1999. (Traducción de José Luís Sanchez). También, sobre el nacimiento de la Bossa Nova, ver: Castro, Ruy. Chega de Saudade. A historia e as historias da Bossa Nova. Ed. Companhia das letras. Sao Paulo, Brasil, 1990. Sobre Antonio Carlos Jobim, del mismo autor, A onda que se ergueu no mar. . Ed. Companhia das letras. Sao Paulo, Brasil, 2001.
[30] Arenas Monsalve, Eliecer. Camaleonte. Notas al disco de Palos y Cuerdas titulado “Camaleonte”. Producido por Palos y Cuerdas. Bogotá, Colombia, 2006.
[31] Evidentemente, como muestran muchos trabajos ligados al Plan Nacional de Música para la Convivencia del Ministerio de Cultura, el recorte de la música andina a unos pocos ritmos (bambuco, pasillo, danza, torbellino, guabina) deja de lado muchos aires que tienen una raigambre más campesina, y que pese a haber quedado invisibilidades desde ese momento, se mantienen en la imaginación cultural de la región andina. Entre otros, gallinazos, contradanzas, merengue, parranda, paseo paisa, porro paisa, redova, vueltas, etc. Ver: Franco Duque, Luís Fernando. Cartilla de Iniciación Musical. Música andina occidental. PNMC. Dirección de Artes, Área de Música. Min. Cultura. 2005, Bogotá, Colombia.
[32] Fischerman; Diego. Efecto Beethoven. Complejidad y valor en la música de tradición popular. Ed. Paidos. Buenos Aires, Argentina, 2004.
[33] Bauman, Zigmunt. Comunidad. En busca de seguridad en un mundo hostil. Siglo XXI Editores. Madrid, Espana, 2003.
[34] Según recuerda el maestro León Cardona la orquesta estaba dirigida por Jose María Tena, español.
[35] La orquesta, según la misma fuente, estaba dirigida por Pietro Masqueroni.
[36] La orquesta estaba dirigida por el Maestro español Ariguita.
[37] Aun cuando no es este el lugar para registrar en detalle las peripecias de estos dos músicos conviene señalar que Uribe Bueno en el contexto de los Premios del Concurso de Música Colombiana Fabricato, con el seudónimo Blue, fue premiado por el pasillo “ El Cucarrón”; al año siguiente, presentándose bajo el remoquete de Mosquetero, fue premiada su obra “Pajobam”, nombre que alude al pasillo, el joropo y el bambuco y en 1950, de nuevo obtiene la mención con el Pasillo para saxofón y orquesta titulado “Caimaré”, presentada a concurso con el pseudónimo “Don Juan”. Las obras, evidenciando un hondo espíritu renovador, contribuyeron a que el concurso finalmente muriera.

[38] Obsérvese de pasada que, por un lado, es evidente que León Cardona sigue los pasos de Morales Pino, al lograr fundar una nueva tradición compositiva y, al mismo tiempo, también va contra la tradición de Morales Pino, por presentar una alternativa formal diferente a la propuesta por el músico de Cartago.
[39] Silva, Renan. República liberal, intelectuales y cultura popular. Ed. La Carreta. Medellín, Colombia, 2005. Y del mismo autor: Sociedades campesinas, transición social y cambio cultural en Colombia. Ed. La Carreta. Medellín, Colombia, 2006. pp.238-254.
[40] Ver nota el pie No. 36.
[41] Quien desee conocer algo de estas músicas y darse la oportunidad de formarse su propio criterio puede escuchar, entre muchos otros, los siguientes trabajos.: Cuatro Palos, “Ahora sí”. 1991. Productor: Llano Dígital. Cualquiera de los discos del Trío Nueva Colombia; cualquiera de los trabajos de Palos y Cuerdas; el disco “Cita a Ciegas” de Kafe es 3; el disco “Prólogo”, del Ensamble Tríptico; los discos del Ensamble Sinsonte (quienes a esta tradición suman la herencia venezolana de forma explícita);el trabajo de el grupo vocal instrumental Impromptus; el Sexteto de Cámara Colombiano; los discos de Barrockcófilo; el disco del Cuarteto Colombiano; el disco de Plectro Trío, entre muchos otros. La música popular de la Costa, que en general siguió anclada a los contextos de baile, aunque hayan presentado un modernismo, y si se quiere un blanqueamiento de sus ritmos, ha desembocado en una corriente muy interesante de música pensada para ser escuchada. Se destacan algunos de los trabajos de Antonio Arnedo, que enlaza la sonoridad de la papayera con el jazz y el trabajo de Puerto Candelaria, que trae el lenguaje de las grandes bandas tipo Lucho Bermúdez y Pacho Galán a la sonoridad –alucinante, apasionada y febril- de una banda entre la sonoridad de conjunto pueblerino y la herencia del bebob. Se recomienda escuchar: Arnedo Antonio. “Encuentros”. MTM.1998. Puerto Candelaria, “Llego la banda”. Merlín Studios, 2005. También Asdrúbal “Habichuela”. La distritofónica, 2006.
[42] Hoy día, los cultores de la música andina, música que, como he dicho, ya ganó una vez la “victoria” como música nacional, parecen hacer aprendido que no hay nada más amenazante para la identidad que la identidad lograda. La identidad, parecen decir estos músicos, debe ser siempre una promesa, en cuyo caso es preferible entonces una sucesión de derrotas que otro magro triunfo. Entendiendo que la identidad es un proceso inacabado, siempre incompleto, la música andina parece seguir apostando por su vía del logro artístico aunque no este de moda reconocer la herencia occidental, aunque los antropólogos que estudian los fenómenos musicales prefieran el exotismo y aunque los musicólogos la sigan mirando de soslayo. Como ha dicho Bauman: “En la política de la vida que constituye la lucha por la identidad, lo que está en juego es ante todo la autocreación y la autoafirmación, y la libertad de elegir es, simultáneamente, el arma principal y el premio más codiciado. La victoria definitiva liquidaría de un solo golpe lo que está en juego, decomisaría las armas y anularía el premio. Para evitar esa eventualidad, la identidad debe permanecer flexible y siempre susceptible de ulterior experimentación y cambio; debe ser, verdaderamente un tipo de identidad “hasta nuevo aviso”. Bauman, op.cit. p.59.
[43] Nacido en Buga en 1952.
[44] Quien desee acercarse al trabajo del Maestro Gentíl Montaña puede hacerlo a través de su reciente trabajo “Montaña plays Montaña”. Vol.1. Suites Colombianas No. 1,2,3 and other Works, interpretadas por el Maestro y publicadas por Caroni Music, 2005 (CM-1825616995203). También: Palos y Cuerdas: Suites Gentil Montaña. Beca Nacional 2001. Ministerio de Cultura. 2003. Producido por Palos y Cuerdas. Luís Quintero: Joyas latinoamericanas Gentil Montaña y Rodrigo Riera. 1997. Sonográfica. Venezuela. Eduardo Fernández: ¡La Danza!: Guitar Music from Latin America. Decca, 1996.
[45] La referencia de León es muy importante para muchos músicos que bajo su influencia han entendido los alcances de este instrumento y su potencial interpretativo. León fue un referente fundamental, especialmente en sus inicios, para el bandolista Fabian Forero, considerado unánimemente como el instrumentista más importante de bandola en la historia del instrumento. Este músico surgió al amparo del trabajo virtuosistico de León, pero ha llevado más lejos que nadie la bandera de la formación como bandolista de alto nivel, como quiera que en calidad de ganador de la Beca “Carolina Oramas” realizó estudios de especialización en instrumentos de Plectro en el Conservatorio de Música del Liceo de Barcelona y ha realizado presentaciones en Europa, Latinoamérica y los Estados Unidos. Ha estrenado obras del repertorio mundial para Mandolina en Colombia y destacados compositores, entre ellos Luis Pulido y Guillermo Rendón , le han dedicado obras para Bandola solista y Oquesta. Fue ganador del festival Mono Núñez con el Trío Pierrot en 1986 y con los grupos Opus 3 (quien desee escucharlo puede acercarse a su trabajo “Barroco, Opera, Latinoamérica”, con la Orquesta de Cámara de Bogotá, dirigida por Eduardo Carrizosa) y el Cuarteto Colombiano, ha dejado una importante muestra discográfica de sus eximias dotes de instrumentista. Ha publicado dos libros de carácter pedagógico: “Los 12 estudios latinoamericanos para bandola colombiana”. Beca del Ministerio de Cultura. Bogotá. 1999. Y en Febrero de 2008 lanzó su segundo libro: “Arte y ejecución en la bandola andina colombiana. Diez estudios-caprichos”. Beca Nacional de Creación en Música. Ministerio de Cultura. Bogotá. 2007. En la actualidad orienta sus esfuerzos a la universalización del lenguaje de la bandola y las músicas latinoamericanas.
[46] Un trabajo que ayuda a abrir los ojos en este sentido es el de Mignolo, Walter. La idea de América Latina. La herida colonial y la opción decolonial. Editorial Gedisa. 2007. (Original en ingles de 2005)
[47] Ibíd.
[48] Richard Rorty, en su libro “Contigencia, ironía y solidaridad”, basándose en un poema de Larkin y en una lectura de Bloom, sugiere que el poeta vigoroso es quien es capaz de apreciar el poder de la redescripción y quien entiende que el lenguaje –musical o poético- es un repertorio abierto a descripciones alternativas y no hay una Única Descripción ni Versión Correcta. Ver: Rorty, Richard. Contingencia, ironía y solidaridad. Ediciones Paidos. Buenos Aires, Argentina, 1991, (Original en ingles de 1987).
[49] Said, Edgard W. Representaciones del intelectual. Ed. Debate.Bogotá, Colombia 2007. (Original en ingles, Londres, 2004) p. 108. (En el original en los paréntesis introducidos por mi dice “el intelectual”)
[50] Relación de Integrantes de “Nogal Orquesta de Cuerdas Colombianas que grabaron el primero disco compacto. Bandolas: Luís Fernando León, Leonardo Garzón, Carlos Renán González, Carlos Augusto Guzmán, Manuel Bernal M., Dora Carolina Rojas, Andrés Ocampo G.,William E. Romero. Tiples: Fabián Gallón, Maria Cristina Rivera, Oriol Caro Saavedra, Jaime Hernán Barbosa. Guitarras: Sofía Helena Sánchez, Cesar Julio Martínez, Jorge Andrés Arbeláez, Edwin Roberto Guevara. Contrabajo: Pablo Arévalo. Percusión: Néstor Raúl Gómez, Alfredo Ospina (“dubi-dubi”), Tania Mojica.
Integrantes de “Nogal Orquesta de Cuerdas Colombianas que grabaron el segundo disco compacto: “•De principio ..a fin de Siglo XX”. Bandolas: Leonardo Garzón, Diego Hernán Saboya, Manuel Bernal M., Dora Carolina Rojas, Danny Alexander Caro Saavedra, Iván Horacio Borda Muñoz. Tiples: Oriol Caro Saavedra, Jaime Hernán Barbosa. Guitarras: Sofía Helena Sánchez, Reinaldo Monroy Camargo, Nelson Giovanny Gómez González. Contrabajo: Alejandro Vera Beltrán. Percusión: Maria Fernanda Cesar Camacho, Alfredo Ospina (“dubi-dubi”).
[51] Ver: “Qué veinte años no es nada?. Nogal Orquesta de Cuerdas, una historia que parte en dos”.
http://www.bandolitis.con/ o http://eloidoqueseremos.blogspot.com/
[52] Los méritos de muchos de esos músicos requerirían un escrito aparte. Por asuntos de espacio voy a referirme sólo a unos pocos integrantes de Nogal, cuyos logros permiten apreciar el alcance cultural del ese trabajo y su trascendencia histórica. Manuel Bernal, es un músico muy interesante y complejo. Para muchos –yo entre ellos- se trata de quien mejor entiende el papel de la bandola segunda, pues logra acomodar el timbre, el tempo y el fraseo a la sonoridad de la bandola líder de forma maravillosa. Son inolvidables sus trabajos como bandolista con Cuatro Palos, y ahora, adelantando una labor pedagógica muy significativa, en su trabajo con el Cuarteto de Bandolas Perendengue. Bernal también es reconocido como un lúcido escritor y crítico musical y como el poseedor de uno de los archivos más completos de la música andina colombiana de la segunda mitad del siglo XX en adelante. También está el trabajo de Maria Cristina Rivera, quien ha cumplido un papel importante en los procesos formativos del Programa Batuta, produciendo materiales didácticos, arreglando música y trabajando simultáneamente con la pianista Ruth Marulanda Salazar. Por su parte, Leonardo Garzón quien desde su trabajo en la Fundación Batuta, la Coordinación del Programa de Música de la ASAB, el Área de Música del Ministerio de Cultura y ahora en la Orquesta Filarmónica de Bogotá ha venido creando una tradición de gestión cultural y pedagógica muy significativa para las tradiciones que respaldan su trabajo musical. Oriol Caro Saavedra, tiplista de la segunda época de Nogal, fue fundador del recordado Trío Añoranza. Compositor y arreglista inquieto por nuevas formas de expresión y por abrirse a nuevos mundos musicales. Hoy día suele trabajar con César López y con el Trío Colombita sigue explorando posibilidades inéditas en la Música Artística de Tradición Musical Andina. Jorge Arbeláez, guitarrista fundador y nervio del grupo Kafe es 3, con el cual ha creado una sonoridad urbana muy particular y sugerente, mantiene a la par un reconocido trabajo pedagógico en la Fundación Batuta como instrumentador y creador de materiales pedagógicos. Carlos Augusto Guzmán, por su parte, es un dedicado pedagogo que, especialmente en su trabajo con el dúo Barrockcófilo, ha mostrado sus eximias dotes de músico construyendo tejidos contrapuntisticos que aunque remiten a músicas de otros tiempos y otra latitudes, al ser de una elegancia y una fuerza expresiva como pocas veces se ha escuchado en esta tradición, logra sin perder su fuerza local y su identidad, volver universal –y sobre todo profundamente latinoamericana- la sonoridad de la música andina. Dora Carolina Rojas y Sofia Elena Sanchez en estos años han hecho parte de diferentes proyectos musicales, pero quizás sea su trabajo con el Trío Colombita, donde su propuesta estética sea más clara. Nunca antes un grupo se había propuesto tan explícitamente incorporar el punto de vista femenino en la forma de abordar la puesta en escena, los arreglos y el concepto del conjunto. Su tercer trabajo marca una referencia importante en la producción musical andina y pone las bases de una música andina más inclusiva, donde caben, por ejemplo expresiones de otros territorios nacionales sin dejar de ser una lectura “andina” de esos lenguajes y recursos musicales.