25 may 2008

MUSICOS MESTIZOS Y SABERES DE FRONTERA

...... como si la división y la exclusión fueran no sólo insondables sino también infinitas.....


Shibboleth, obra de Doris Salcedo, expuesta en la Tate Modern.

EL PRECIO DE LA PUREZA:
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ENSAYO SOBRE EL PAPEL DE LOS MÚSICOS FRONTERIZOS,
EN EL IMAGINARIO MUSICAL DEL PAIS


Escrito por: Eliecer Arenas Monsalve [1]



“Yo tengo inteligencia de blanco, resistencia de indio y polla de negro.
O a lo mejor lo mismo pero en distinto orden”
Carlos Mayolo



Para comprender los comportamientos actuales y los caminos que han tomado nuestras prácticas musicales a lo largo de la historia, es preciso hacer un ejercicio reflexivo que busque el sentido de los acontecimientos e intente explicar como hemos llegado a ser lo que somos. La historia de la música en Colombia, tal como ha sido contada, se ha basado en un paradigma según el cual los acontecimientos son portadores de su propia verdad y, en consecuencia, muchos parecen haber entendido la tarea del historiador como el descubrimiento de información que nos acerque a ella. Esta idea ha conducido a que nuestras historias de la música andina con frecuencia sean narrativas acerca de la existencia de ciertos personajes, se preocupen hasta la obsesión por la constatación de ciertos datos curiosos y la comunicación de anécdotas que, no obstante su riqueza, nos dejan con la sensación de no poder aprehender lo que dichos acontecimientos nos muestran con relación al presente.

Por suerte, la historia se hace y se rehace permanentemente, nuevos acontecimientos iluminan el sentido de sucesos que habían pasado desapercibidos o no habían sido relacionados con otros para apreciar su real significado y trascendencia. Los mismos acontecimientos, vistos desde otras ópticas y otros intereses, nos permiten entender que la historia, lejos de la posibilidad de encontrar verdades absolutas, es más bien el esfuerzo incesante y quizás siempre inacabado, de darle sentido a nuestro presente y, como dice el musicólogo chileno Pablo González, llegar a comprender que nuestras propuestas interpretativas son interesantes en la medida en que establecen un “vínculo con seres que ya no están, (…) posibilitando una forma de intercambio social que va más allá de las edades y la muerte”.[2]

El presente artículo busca relacionar la obra de algunos miembros de la tradición musical nacional, separados temporalmente por un siglo, cuyas obras –entendidas aquí como “de frontera”- pueden considerarse emblemáticas porque no sólo integran en una compleja síntesis las tensiones, intereses estéticos y recursos musicales de sus respectivas épocas, sino que se han convertido en referencia indudable para el trabajo de otras generaciones. El significado de las formas de trabajo asumidas por Pedro Morales Pino, León Cardona, Luís Uribe Bueno, Luís Fernando León Rengifo y Gentil Montaña, serán relacionadas en este ensayo, desde una perspectiva interpretativa crítica, mostrando la forma en que sus vidas y obras proponen alternativas de trabajo con relación al lugar de la identidad mestiza, ejemplificando, cada uno a su manera, formas de apropiación de algunos de los referentes que constituyen la identidad del músico colombiano en el complejo contexto actual. El trabajo hace un recorrido por el sentido del trabajo de estos músicos y la forma como ese complejo legado desemboca en el trabajo de Nogal Orquesta de Cuerdas, que sintetiza, articula y proyecta los logros musicales, existenciales e institucionales de sus predecesores y permite leer en su complejidad el trasfondo político y cultural de los músicos mestizos de frontera. En un país que sigue preguntándose por el tipo de formación musical que conviene a sus circunstancias históricas, sus complejos anhelos y su siempre inquietante pasado, una reflexión de esta naturaleza quizás pueda resultar sugerente.

El mito de origen y el origen del mito:


Una práctica musical esta ligada a la constitución de una red de mediaciones que hacen posible que opere como una práctica social.[3] De esta manera, para entender cabalmente una práctica musical cualquiera, hay que apreciar como se da en cada caso la construcción social del músico –mediante qué mecanismos de apropiación/reproducción consigue dominar los lenguajes pertinentes-, cómo se produce la consolidación de ciertos repertorios, ritmos y autores, de qué maneras se consagran diferencias jerárquicas entre sus cultores, aspectos que, en su conjunto, permiten determinar las formas de legitimación y las estrategias de control social y poder que a fin de cuentas son definidas con base en criterios aportados desde y por, la propia práctica musical.

Al estudiar las condiciones sociales de sostenibilidad de la práctica musical andina, nos encontramos con la necesidad de revisar las formas como se ha construido un discurso muy particular para nombrar la experiencia de las músicas nacionales. Razón tenía Dalhaus cuando dijo, hace tiempo, que la literatura sobre la música no es una mera reflexión sobre lo que es la composición, interpretación y recepción de la música, sino que se trata de uno de los elementos constitutivos de la música en sí misma.[4]

En ese sentido, la bibliografía acerca de la música en Colombia es muy elocuente. Durante mucho tiempo se derramó mucha tinta explicando las razones de la institucionalización de la música andina como la música nacional. Miles de palabras se emplearon para justificar por ejemplo, que el bambuco mereciera ser considerado el ritmo nacional por excelencia. No obstante, de un tiempo para acá, muchos textos insisten en mostrar que no hay en absoluto nada “natural” en su institucionalización como música nacional. Tales trabajos no sólo la muestran como una creación histórica y contingente, sino que deconstruyen la armazón ideológica con base en la cual se la instituyo como “la música colombiana”[5]. Desde claves como poder, género o la tensión centro-periferia, dichos textos muestran el alto precio que pagaron otras expresiones musicales –y otros sectores sociales- con su instauración como expresión de la nacionalidad. Tales estudios señalan, de nuevo con razón, su utilización como una estrategia de poder y, con plena justicia, como una manifestación del centralismo, el racismo y las prácticas excluyentes que caracterizaron las prácticas políticas del país desde sus inicios. Las conclusiones son contundentes: el derecho a hablar desde determinados lugares y el acceso a los propios discursos que deciden muchos asuntos culturales de carácter nacional ha estado limitado a una pequeña porción del país.

La importancia de tales trabajos es indiscutible. No obstante, esa tendencia crítica carga el énfasis de su reflexión a los primeros tiempos, circunscribiéndose casi exclusivamente a las cuatro primeras décadas del siglo XX.

El alegato sobre la hegemonía del discurso nacionalista de la música andina no parece tener en cuenta que desde hace más de cuarenta años, esta práctica cultural está muy lejos de ser vivida como la música nacional. Para entender el lugar social de la música andina en el presente y valorar sus apuestas estéticas es preciso examinar algunos puntos neurálgicos de la constitución del discurso identitario nacionalista.

Gracias a los trabajos de Egberto Bermúdez, Ellie Anne Duque y un poco más tarde, Jaime Cortés, entre otros, hemos podido ir comprendiendo el modo como la música andina comienza su proceso de nacionalización gracias a la mediación de las nuevas tecnologías y la instauración de una ideología nacionalista por parte de élites que buscaban referentes convocantes para consolidar su idea de nación. Como se sabe, el interés por definir una música nacional data de mediados del siglo XIX,

“cuando, por un lado, se componen las primeras piezas escritas sobre aires nacionales (bambucos y pasillos) y por otro, se intenta elaborar un discurso acerca de la música nacional” [6].

Dice el mismo autor, unos renglones más adelante:

“A pesar de que el punto central del debate era la música nacional, el fondo del conflicto lo impelía la preocupación por legitimar dos tipos de prácticas musicales que comenzaban a diferenciarse: una de claro sesgo académico y otra de índole popular, esta última entendida como fenómeno que podía ser masivo y que se fundamentaba en el mercado discográfico, en los espectáculos, la radiodifusión y en general la industria del entretenimiento cuyos efectos en Colombia se comenzaba a vivir a finales del siglo XIX”[7].

Dos rasgos que sobresalen en esta corta cita, me van a permitir esbozar mi argumento: la centralidad de la escritura en el afianzamiento de una presunta música nacional y el problema de poder que le subyace.



La escritura de los ritmos “colombianos”, marca el inicio de la música nacional y delinea la figura de Pedro Morales Pino como sujeto histórico convertido en mito e instituido como el personaje que impondrá la marca de fábrica a los cultivadores de esta música en adelante. Morales Pino es el mito de origen y el origen del mito de la música nacional por varias razones: interpretó música de grandes maestros en instrumentos nacionales como la bandola,

tomo algunas tradiciones musicales andinas, creo obra original a partir de ellas, las vertió en inteligentes arreglos para conjuntos de cuerdas y las ejecutó en versiones impecables, hombro a hombro con los repertorios de concierto del momento” [8].

Don Pedro era un hombre complejo: un bohemio estudioso que supo implantar “el uso sistemático de la forma ternaria con trío intermedio para el pasillo” y logro “darle ese toque de perfección que faltaba a la interpretación de la música andina”[9].

Dos tipos de hazaña trazan la importancia mítica de Morales Pino. Una puramente física en la que el héroe realiza el acto de valor de salir de la provincia, escribir la música nacional en el pentagrama de forma sistemática, interpretar música “erudita” en pie de igualdad con música suya basada en la tradición andina, y más tarde, realizar el periplo, lleno de riesgos y dificultades, de llevar esa música por Centro, Sur América y los Estados Unidos. No obstante la importancia de estos actos de valor, hay un tipo de hazaña, si se quiere más fundamental, convertir su vida en un arquetipo[10].

Joseph Campbell [11] en su reconocido trabajo sobre el mito, señaló el carácter arquetípico del mensaje del héroe y la dificultad que suele encontrar para que su enseñanza sea captada. En otras palabras, el don que el héroe ha conquistado termina siendo, durante mucho tiempo, objeto de una lectura equívoca porque no se sabe cómo recibirlo ni cómo institucionalizarlo. Su destino suele ser trágico: aunque unas veces será honrado y venerado por la sociedad, en otras ocasiones, sencillamente será juzgado con severidad por haberse atrevido a tener su propia voz. Eso le paso al hijo de Cartago.

Escrituras: la hoja de papel, la piel de la nación

No es gratuito que haya sido la música de raíces campesinas que se comienza a escribir en el papel pautado, la que se convirtiera en candidata a ser la “música nacional”. Hoy sabemos que la escritura no sólo remite a patrones de construcción musical sino, sobre todo, a patrones sociales y culturales y, por consiguiente, al poder.

Una mirada a la relación entre escritura y prácticas de poder, permite señalar la fascinación que históricamente ha existido por el texto escrito. Dicen los cronistas que los indígenas, por ejemplo, se admiraban de “las gentes que hacían hablar el papel”[12] . Parece que hemos heredado la idea de que el saber que pasa por lo escrito tiene una dignidad distinta, especial, superior; salir de la ignorancia, saber, en el occidente moderno, ha significado tener acceso al código escrito. Conocer dicho código, el alfabeto o la notación musical, se convierte en el privilegio que presuntamente hace la diferencia.


Aunque hay quienes ven la llegada de la escritura con desconfianza o quienes la ven como un síntoma intrínseco de progreso[13] , pocos dudan que con la escritura lo que se gana en estabilidad y permanencia, se pueda perder en comprensión[14] . Quisiera mostrar como la práctica musical que Morales Pino comienza a legitimar, desde el principio instaura una relación no fácilmente reductible a una mera academización del patrimonio y que precisamos hacer una lectura política del gesto de tocar “obras de grandes maestros en instrumentos nacionales como la bandola”[15], para poder contar con elementos de juicio suficientes en el propósito de hacer algunas distinciones relevantes para nuestro análisis.

Lo que hace Morales Pino expresa el dilema del criollo. Por un lado, tiene el anhelo de ser reconocido desde los valores propios –es decir, los valores idealizados del presunto estado anterior a la influencia del dominador europeo- y al mismo tiempo quiere ser reconocido desde el código del dominador[16] , que de todos modos también es constitutivo de su propia subjetividad.

Aunque esta música andina empieza a ser escrita y leída, no es considerada buena música por ciertos miembros de la élite letrada. Juzgándola desde los parámetros de la música europea, Narciso Garay, por ejemplo, dijo que quienes componían esa música eran músicos menores y mediocres[17] . Esta va a ser la pauta desde entonces: una importante cantidad de músicos “con pergaminos” se acostumbrarán a mirar con desdén dicha práctica. En el sistema de diferencias y en la lucha por la legitimación de sus respectivos lugares sociales, estos músicos, herederos de una tradición que vienen a difundir convencidos de su intrínseca superioridad, perciben esta música como elemental, campesina y sin interés. Lo curioso, es que desde el otro lado, desde el ángulo de los folcloristas, esa música tampoco presenta especial relevancia, porque está demasiado contaminada, no es pura, no es lo suficientemente rural y autentica.

La escritura ha sido el fundamento del sistema escolar de occidente y éste a su vez, el mecanismo de normalización social y de disciplinamiento donde los cuerpos, sometidos a una sistemática microfísica de poder, se vuelven útiles y productivos[18] . Tal disciplinamiento ha contado con importantes líneas de fuga. La música andina, por ejemplo, ha mantenido una relación ambigua con la tradición escrita y ha mantenido su independencia como una música distinta, que sin embargo usa a su arbitrio los recursos musicales de que puede disponer, aunque por hacerlo se la juzgue con cierto desdén. Uribe Holguín, dijo por ejemplo:

“Por un efecto de mal gusto, generalmente producto de la ignorancia, el falso arte se propaga con sorprendente facilidad”[19]

Argumentos de este talante, sumados a muchos otros como el de Gustavo Santos, que tenía poco interés en la música heredada de indígenas y campesinos, y proponía una vuelta a las raíces españolas[20] revelan la lógica recurrente que aún hoy día –aunque no se diga siempre explícitamente- sobrevive en los programas de educación musical del país.

No debiera parecernos extraño. Como nos ha mostrado Peter Burke, el eminente historiador, “los grupos se definen a sí mismos y forjan solidaridades en el curso de un conflicto con otros grupos”[21]. Nuestras músicas han ido forjando su identidad –cambiante, móvil y contingente- desde la diferenciación con tres polos extremos: la música culta académica, cuyos discursos la suelen presentar como si fuera la figura paterna de todas las demás; las músicas campesinas o urbanas no escritas, cuyo discurso las suele considerar más “naturales”, “auténticas” o “puras” y las músicas masivas comerciales, cuyo discurso las legitima desde su capacidad de ser consumidas[22] .

Pero la música andina es una música bifronte, que como Jano, bebe de todas las tradiciones, especialmente de las campesinas-urbanizadas y las letradas, sin llegar a identificarse plenamente con ninguna de ellas. Una mirada a los grandes músicos que son referencia, que se consideran emblemáticos, que han dejado honda huella, muestra que muy pocos se han hecho músicos respetados participando de la educación musical convencional solamente, ni siendo portadores de un empirismo radical. De hecho, pocos logran ser respetados sin una cercanía a la tradición letrada y sin una asimilación práctica-empírica igualmente significativa. La razón de esto es muy interesante.

El aprendizaje académico, paulatinamente, se han ido centrando en el conocimiento del código, en la práctica ligada a la lecto-escritura y se ha venido volviendo más normativo. Esta forma de enseñar suele olvidar que conocer el código no necesariamente es tener algo que decir. Se tiene el recipiente, falta el contenido. Pero como no se puede enseñar sin contenido, a pesar de que siempre se arguya su carácter “neutral”, este suele estar ligado a las prácticas musicales centro europeas basadas fundamentalmente en la codificación/decodificación de músicas populares de los países de origen de esos métodos[23] .

Las visiones academicistas, que en ocasiones parecieran obsesionadas en sacar mano de obra calificada en vez de artistas con individualidad, suelen olvidar que la escritura no es sólo un recurso, sino una práctica. La escritura, más allá de permitir apropiarse de una manera de graficar la música, implica “la existencia de sujetos que quieran introducir y desarrollar esta práctica, que se sientan motivados a hacerlo, (…) que encuentren múltiples situaciones de ejercitarla”[24] . Las culturas humanas son complejas. Será la relación entre “necesidades” y “expectativas” las que terminen por definir cuáles han de ser las condiciones de la práctica en cada momento.

En el caso del tipo de música andina que estamos tratando, las ocasiones para ejercitar la lectura musical y la escritura eran ocasiones que siempre estaban atravesadas por la necesidad de la chispa y la creatividad del músico práctico. El músico práctico, que no es ni empírico, ni meramente un músico con estudios formales, es aquel que aprende a moverse como pez en el agua en el código y entiende las jugadas de un determinado género o práctica musical como extensiones de su propia sensibilidad, es decir, quien ha in-corporado en la práctica cotidiana, de un modo profundo, los rasgos del juego de lenguaje que le interesa. Durante décadas, el aprendizaje de esos músicos se ha hecho por contagio, como suele ocurrir en otras músicas de tradición popular. Ámbitos familiares propicios, amigos, el colegio, una academia no formal, han sido los principales vehículos transmisores de estos lenguajes. Lo fundamental era, y sigue siendo, estar en contacto con la sonoridad: lo que podríamos llamar ser alumnos de la escuela de la escucha participante. No obstante, esta escuela, como veremos, es sólo el otro lado de la luna.

Nuevas tradiciones orales

La irrupción de los medios masivos de comunicación, en especial de la radio, supuso un cambio en la formas de apropiación/reproducción de las músicas en todo el mundo. Por primera vez las relaciones cara a cara comenzaron a no ser necesarias para participar de una tradición, ya que se podía acceder a ellas sin ser parte, geográfica ni histórica, de las mismas[25].


Con este fenómeno se puede apreciar un rasgo clave para entender el funcionamiento de las músicas urbanas y los problemas que en adelante va a tener toda pedagogía musical que se empeñe en mantenerse girando sobre el texto escrito. Los medios de comunicación –primero la radio, luego la televisión y más tarde la internet- produjeron lo que podría llamarse una nueva oralidad, una nueva tradición oral. Esto es fundamental porque distancia esta práctica tanto de la tradición campesina meramente oral, como de las prácticas escriturales de la academia occidental. Los grandes músicos serán aquellos que sepan pasar de un registro a otro sin solución de continuidad, aquellos que sean anfibios y conozcan los secretos y limitaciones de ambas formas de abordaje[26] .

Por las consideraciones anteriores, la tradición de la música andina tipo Morales Pino, debe considerarse letrada, mientras no caigamos en la tentación de pensar su saber dentro de los cánones abstractos donde se suelen mover quienes creen que las músicas populares son meros escenarios en donde se ponen en práctica pequeñas partes de “la teoría”. Bien visto, esos músicos son también y estrictamente, músicos empíricos ilustrados. No obstante, como la empíria es uno de los males que pretenden acabar los academicistas, y no se reconoce, como ya lo reconoció la psicología y la filosofía, que la experiencia es un proceso insoslayable en el aprendizaje, una larga tradición asocia la experiencia, el ensayo, el contacto intuitivo con la materia sonora con el analfabetismo que han idealizado algunos folcloristas. He acuñado en otro texto[27] , el término “músico práctico”, para tratar de caracterizar aquel músico que está a caballo entre estos dos tipos de acceso al conocimiento y se mueve con solvencia en ambos escenarios[28] .

En la música andina no es casual que algunos de los músicos más influyentes, técnicos e inspirados hayan sido al mismo tiempo importantes bohemios[29]. Esta música andina nació en relaciones cara a cara, peleó su lugar frente a la música europea de salón que llegaba a raudales, se fue ganando su prestigio como una manifestación moderna y sofisticada de un modo de ser ciudadanos urbanos de un país en proceso de crecimiento. Al estar amarrada a la cotidianeidad, es una música que ha servido de aceite para los engranajes de la sociedad, motivo de encuentro entre amigos y vecinos y pretexto para que con las coplas y la poesía se vayan creando los cimientos de una manera de entender el arraigo social de la música artística de tradición popular en el país. Muchos músicos de esta tradición han nacido como artistas, forjado su lenguaje y construido su estilo en la bohemia en la noche y en la disciplina de la técnica y la escritura durante el día. Otros, que tomaron contacto con una formación letrada, se hicieron maestros cuando la práctica cotidiana del trabajo les permitió conocer los rudimentos empíricos necesarios para moverse con solvencia en los lenguajes complejos y sutiles de las músicas populares. Para ellos, estos dos procesos son dos caras de la misma moneda, no dos personalidades a la manera Mr. Hyde y el Dr. Jeckill. Se trata de dos condiciones de la práctica popular artística surgida con la llegada de los medios masivos de comunicación.

En dichas músicas tanto se escriben cosas oídas, como se tocan de oído cosas escritas. Ambas competencias han resultado claves para el músico práctico andino y el desarrollo de sus apuestas estéticas.

Idealizaciones y anacronismos

La valoración de la importancia de las músicas que obedecen a lógicas de frontera, como la música andina, está relaciona con otro anacronismo: el del discurso de la crítica. En efecto, en el abordaje de la música andina el discurso ha idealizado su carácter campesino como base para su reconocimiento como música nacional y, no pocas veces, como argumento contra los ataques a su presunta falta de elaboración e interés. No obstante, queremos mostrar que aquella música que se convirtió en la música nacional desde el principio fue música propiamente urbana, con pretensiones de música artística, a la manera latinoamericana, esto es, como una música popular ilustrada.

El discurso que desde las acaloradas disputas de Emilio Murillo se ha vuelto el lugar común, ha tendido a nombrar la música andina como el paradigma de lo autóctono y lo telúrico, lo cual ha silenciado buena parte de una historia que, bien vista, más bien refleja los avatares propios de una sociedad que se fue urbanizando un poco forzosamente y que en su sonoridad ha venido reflejado los anhelos de cosmopolitismo de una buena parte de la sociedad nacional, las paradojas del desarrollo y la emergencia de una sociedad en contacto con dinámicas locales y globales. Es una música de criollos que tuvo que inventarse su propia tradición. Una música en contacto con su genoma rural pero abierta al mundo moderno globalizado.

Aunque ritmos como el pasillo, el bambuco, la guabina, entre otros, estuvieron ligados en un principio a danzas campesinas del mismo nombre, desde el comienzo estos ritmos, especialmente en los formatos instrumentales, pasaron a tener ciertas características funcionales que hasta entonces eran propios de la música académica[30]. Las músicas tipo Morales Pino fueron perdiendo su fuerza como músicas de baile, tarea que fue siendo absorbida por las músicas “calientes” de la costa atlántica y el caribe, proceso que dio lugar a otros hábitos de escucha, otras formas de apropiación social y a ese lugar ambivalente que tiene la música andina en el inconciente colectivo del país[31] .

El fenómeno está lejos de ser propio del contexto colombiano. En Buenos Aires, Julio De Caro con su sexteto o Duke Ellington en los Estados Unidos, desde los años veinte proponían un tipo de música que siendo en un principio bailable, invitaba más a la escucha silenciosa[32]. En nuestro contexto, la llegada más o menos masiva de inmigrantes a los cascos urbanos –proceso que se ha vuelto más complejo si tenemos en cuenta los desplazamientos producto de las diversas violencias- junto con las políticas de civilización de los gobiernos liberales –campañas de alfabetización, higiene, mejora de la infraestructura de comunicación, etc.- fueron consolidando modos de práctica musical diferentes a los de las prácticas domésticas rurales y se produjeron notables cambios en los mecanismos de socialización e intercambio simbólico. Estas nuevas circunstancias fueron generando cambios en las formas de escucha y en las expectativas acerca de qué debía ser considerado un producto musical de calidad.

A la par con estas transformaciones sociales, las formas de componer poco a poco empezaron a sufrir cambios gracias al desanclaje de los contextos propios de las músicas de tradición popular. Una mayor abstracción, la búsqueda de nuevas armonías por la ralentización de los tempos, la incorporación ad hoc de recursos compositivos tomados de la tradición académica o de otras músicas populares, la necesidad de hacer arreglos escritos, los esfuerzos por lograr una mejora significativa en el nivel de cualificación de los músicos, fueron algunos de ellos.

En resumen: la música andina que se revistió con el halo de música nacional, especialmente en su faceta instrumental, surgió como una música artística de tradición popular y se ha mantenido en ese paradigma. Esto es crucial para entender su suerte a lo largo del siglo XX y el sentido de las estéticas contemporáneas, cuyas sonoridades ciertamente por fuera de muchas de las líneas de la tradición campesina rural, sin embargo respetan las formas de legitimación, los canales de participación colectiva y los criterios valorativos consagrados por su práctica.

El árbol del conocimiento y –otra vez- la serpiente

Según mi modo de ver, la música andina nació de un pecado: comer del árbol del conocimiento, es decir, haber nacido con pretensiones de ser sacada de su contexto de uso y anhelar ser escuchada, valorada y discutida como música artística de tradición popular con proyección internacional. Como la pérdida de la inocencia, dijo Bauman[33], es un punto sin retorno, esta música, con los procesos de modernización de las urbes, se fue abriendo cada vez más a los sonidos del mundo.

En ese proceso, dos personajes son especialmente importantes, Luís Uribe Bueno y León Cardona, quienes con su trabajo fueron propiciadores del encuentro de la música andina con otras músicas populares del mundo. Ambos vivieron en la época de oro de la radio, cuando Medellín, por entonces una ciudad pequeña, tenía tres emisoras locales: La voz de Antioquia[34], la Voz de Medellín[35] y Radio Libertad[36]. En Bogotá, las emisoras que más se destacaban eran Radio Santa Fe, la Emisora Nueva Granada y la Emisora Nuevo Mundo[37]. Ambos, como músicos y ejecutivos de Sonolux y Codiscos, fueron testigos de los momentos en que la difusión de la música hecha en Colombia era mayoritaria y tuvieron ocasión de ver decrecer esta proporción cuando estas empresas, gracias a contratos de distribución con RCA, Ariola y otras empresas fonográficas, comenzaron a comercializar masivamente las grabaciones de sus artistas exclusivos (boleristas, tangueros y lo primeros rockeros internacionales). Ambos músicos, cuando la música andina comenzó a desaparecer de las emisoras y las grabaciones de músicos colombianos se hicieron más escasas, fueron testigos del trabajo de Antonio Fuentes, al frente a su disquera Fuentes, que hizo posible conocer el folclor de la cosa y puso en la imaginación del país sonidos tan importantes como los de las orquestas de Pacho Galán y Lucho Bermúdez, entre muchos otros, de la que por cierto Uribe Bueno fue su contrabajista por muchos años.

Estos dos artistas llegan a tener un universo de referencias musicales tan complejo que les permitió no sólo construir arreglos y una obra original realmente audaz, sino reconocerse como arreglistas, intérpretes y asesores artísticos, abriendo la música andina a un universo más complejo y variado.
León Cardona fue uno de los primeros músicos del país en hacer de la legendaria Gibson Les Paul la herramienta de trabajo que uniría el jazz, la balada norteamericana, la música guasca, el rock, la música tropical bailable, con la tradición andina. Como creador, por allá por los años cincuenta, dio a conocer un pasillo titulado “Media Sangre”, que quería expresar musicalmente lo que significaba situarse entre lo criollo y lo “pura sangre”, que evidencia transformaciones principalmente en el lenguaje armónico. Más tarde su obra “Sincopando”, presenta cambios en la estructura general y el bambuco “Gloria Beatriz”, que finaliza la trilogía de sus primeras obras innovadoras, resuelve la relación entre estructura armónica y diseño melódico de un modo muy novedoso. Estas tres obras, en conjunto, pueden considerarse con plena justicia el comienzo de una nueva fase de la música andina colombiana[38] .

Mientras tanto, la llegada de la cumbia y luego el vallenato, que se convirtieron de facto en las músicas nacionales desde mediados del siglo, la moda de la balada en los años setenta y ochenta, el furor del rock en español en los ochenta y noventa y más recientemente el encantamiento producido por las sonoridades arcaicas y raizales del boom de la etno música globalizada de comienzos de este siglo, hicieron que la música andina tipo Morales Pino dejara de tener reconocimiento y visibilidad.

Este silenciamiento paulatino produjo mucho miedo en algunos sectores, que no entendieron que los cambios obedecían a nuevas dinámicas sociales y a la emergencia de nuevas lógicas culturales. La forma característica que se adoptó para exorcizar esos fantasmas fue la creación de concursos de interpretación, que sin duda han sido claves en el proceso de legitimación social de la música andina en las últimas décadas del siglo XX y comienzos del XXI.

Renan Silva[39] , un sensible analista de la cultura nacional, ha sostenido en uno de sus trabajos que siempre que se ha percibido una fractura, cuando se ha sentido miedo a perder la identidad se han buscado paliativos para mantenerla. De este sentimiento han surgido las decenas de concursos que pululan por el país prometiendo “rescatar los valores y la identidad”. En la medida que ofrecen cierta seguridad, los concursos ofrecen una importante ganancia emocional a la comunidad. No obstante, como sabemos de sobra, la seguridad en el mundo moderno suele venir de la mano con una pérdida de libertad. Por eso los concursos cumplen un papel ambiguo, al mismo tiempo que han sido los vehículos privilegiados de legitimación social del músico, ya que le permite ganar autoridad y reconocimiento, han sido mensajeros del discurso de conservación y cuidado de la tradición que ha hecho más onda la brecha entre el discurso que tales eventos promueven y los músicas que suenan en ellos.

Como hemos visto, desde las épocas de Luís Uribe Bueno en el concurso de Fabricato[40] , hasta ahora, los músicos han logrado birlar la falta de libertad que proponen las reglas de los concursos o sus jurados y han desarrollado un inusitado gusto por la innovación en el lenguaje instrumental, incorporando, muy a pesar de los propios organizadores de tales encuentros, sonoridades contemporáneas con gran libertad, con gran eclecticismo, con una potente capacidad de asumir elementos de otras prácticas, lo que supuso aumentar las competencias de ejecución de un modo sorprendente e instalarse como una música artística de indudable calidad[41] .

Con todo, la música andina instrumental de la tradición Morales Pino, ha ido ganando paulatinamente libertad y autonomía como una práctica social fundamental para la comprensión del lugar social del músico en el país[42]. Los trabajos de Gentil Montaña y Luís Fernando León, que van a desembocar en el trabajo de Nogal Orquesta de Cuerdas, hará más masivo y plural el universo de tendencias que estos pioneros fueron abriendo

Guitarras, bandolas y tiples en pie de lucha: la importancia de Fernando León y Gentíl Montaña

Maestro Gentil Montaña, Jesús Zapata y Luís Fernándo León
Hemos dicho más atrás que la música andina tipo Morales Pino se inventó a sí misma buscando ser considerara una música artística de tradición popular. Lograrlo implicaba diferenciarse en muchos sentidos. Un cierto tipo de aprendizaje se fue legitimando en la práctica.

Podría decirse que un rasgo común a los más geniales músicos populares nacidos en América es que se han acercado a la tradición hegemónica occidental para aprender sus secretos, logrando incorporar esos recursos en sus prácticas populares con la tranquilidad que otorga conocer a fondo los postulados, las lógicas y las dinámicas de las músicas populares que cultivan, y ser reconocidos desde dentro de esas prácticas como legítimos detentadores de la tradición. Esa es, de lejos, la ventaja comparativa que logra tener un músico que conoce una tradición oral o está inserto en una práctica musical específica, frente a quienes se hacen músicos en prácticas de laboratorio, que componen en, desde y para el papel (cuyas obras nunca suenan en ninguna parte) y que ensayan pero nunca se sienten listos para debutar. Los músicos de escritorio, aún cuando sostienen tener un conocimiento en abstracto, en la práctica suelen mostrarse incapaces de encajar en la realidad porque su proceso formativo no les ha dado la oportunidad de estar cerca de la vitalidad de las prácticas reales ni han tenido ocasión para el enfrentamiento a los retos que ello supone musical y, sobre todo, existencialmente.

Luís Fernando León Rengifo[43], quizás pueda ser considerado el hijo más célebre de la tradición de la tertulia casera de la segunda mitad del siglo XX y el primer académico a carta cabal de la misma. Comienza su formación musical en el seno de su familia y va madurando su manera de ver la música siguiendo las pistas que le fueron ofreciendo las historias vitales de los viejos maestros. Oriol Rangel, por ejemplo, un pianista pamplonés que se había negado a salir a estudiar porque quería tocar música andina en el piano y pensaba que un extranjero no podía ahorrarle el trabajo de buscar su propio lenguaje y estilo, le había mostrado la necesidad de mirar sin complejos la tradición musical universal y el orgullo de hacerse un camino en el inseguro mundo de la naciente tradición musical nacional. De igual manera Blas Emilio Atehortúa, Alex Tovar, Luís Uribe Bueno, León Cardona, Jerónimo Velasco, Antonio María Valencia, Adolfo Mejía y el propio Morales Pino, entre muchos otros, le permitieron entender que valía la pena esa búsqueda y que ninguna fuente musical era de por sí más importante que otra, que todo dependía, más bien, de la capacidad de apropiarse de sus secretos como recursos disponibles para el desarrollo de la creatividad personal.

No obstante, quizás haya sido su contemporáneo, el guitarrista Gentil Montaña, quien más honda influencia haya ejercido y probablemente no sea osado suponer que quizás hayan incubado, bajo influencia mutua, una forma de ver la música que, como veremos, hace parte de los trabajos que son antecedentes fundamentales para entender el momento actual de la música popular andina en nuestro país.

Montaña tiene el honroso mérito de haber llegado a ser el creador de una escuela de guitarra y el artífice de una manera de entender las músicas urbanas de tradición popular artística en el lenguaje de ese instrumento consolidando un estilo inconfundible.

La diferencia que hacen estos dos músicos proviene, sin lugar a dudas, de sus procesos de formación como músicos. En ambos casos, sus dedos y sus talentos se han paseado a fondo por las sonoridades de las músicas populares: el bolero especialmente, la música andina, el bossa nova, la música brasilera, el tango, los valses ecuatorianos, entre otros, han sido la clave para encontrar su lugar universal en el competido mundo de la música.

Para Montaña este legado, junto con la tradición aprendida con el maestro Daniel Baquero, le permitió asimilar lo mejor del mundo de la guitarra clásica, y le permitió crear ese universo mestizo, bifronte y complejo que caracteriza su obra creativa[44]. León, por su parte, sumó a esa tradición la curiosidad insaciable que lo impulsa desde muy joven a buscar entre libros, vivencias de maestros compositores y fuentes de diversa naturaleza. Esto le permitió llegar a ser el primer gran virtuoso de la bandola[45], revolucionar la manera de escribir para los formatos tradicionales, hacer versiones sinfónicas de esas músicas y ampliar la gama timbrica de esta tradición como nadie antes lo había logrado hacer.

Aun cuando nadie niega su importancia y su papel de íconos de la cultura musical andina, la trascendencia histórica del trabajo musical y artístico de estos dos artistas es aún difícil de calcular y evaluar. No obstante, su vida, la forma como han llegado a este momento de gloria y la trascendencia histórica de sus legados merece un análisis detallado.

A mi juicio, León y Montaña, han logrado llegar a ser lo que son porque, contrario a lo que sostienen muchos otros músicos, han entendiendo que hay que aprender a sacar ventaja del potencial que otorga ser sujetos nacidos en la frontera entre dos mundos y en circunstancias sociales donde la guitarra, el tiple o la bandola no son un mero adorno burgués, sino cómplices y fieles compañeros de trabajo. Esta condición mestiza, ambigua y fronteriza ha sido vista, desde la mentalidad colonialista que nos vuelve dependientes e inseguros, como un lastre, pero para ellos ha resultado ser, porque fue asumida sin vergüenza, la vía de acceso a un lugar en la historia de nuestras prácticas musicales más queridas.

Este es un asunto de dimensiones continentales. Puede decirse que quienes han trascendido en el ámbito de las músicas artísticas de tradición popular latinoamericana han sido exploradores curiosos de las riquezas de las músicas a las que tenían acceso, que les ha permitido, gracias a la universidad de la práctica cotidiana, hacerse dueños de las fortalezas de los mejores músicos prácticos, es decir, de una sorprendente capacidad de memoria, del dominio de los recursos musicales de cada estilo o género desde una solvencia práctica, la comprensión intuitiva de la forma y los giros armónicos típicos de cada uno de ellos, la capacidad de disponer espontáneamente -en la ejecución- de los recursos de diversas tradiciones. A este arsenal de virtudes provenientes de la escuela de la práctica estos artistas suman las virtudes del ejercicio académico. Este les permite conocer un complejo espectro de lenguajes de otros tiempos y otros contextos y acercarse a recursos que pueden hacer suyos mediante la comprensión de los procedimientos técnico racionales de composición, que ellos, indefectiblemente, asimilan en función de sus necesidades prácticas y sus opciones estéticas, es decir, que asumen como si fueran empíricos, aficionados y lúdicos exploradores de un juego que les fascina.

De esta forma, el dominio de los recursos del instrumento, la capacidad de “sacar” de oído obras completas de carácter virtuoso o de conocida dificultad armónica, y sobre todo, la capacidad de recurrir a recursos prácticos de forma espontánea y creativa–gracias al aprendizaje o del montaje y ejecución de obras en ambientes creativos cotidianos- les abre las puertas a universos apenas sospechados por quienes se contentan con la racionalización, necesaria, pero en ocasiones excesiva, que promueven ciertos aprendizajes formales.

Músicos como Montaña y León, que pueden ser considerados hijos de la música artística de tradición popular que impulso Morales Pino, no creen en La Música en singular, sino que se acercan con devoción, admiración, respeto y pasión a las músicas, en plural, a las formas diversas como los pueblos o las regiones de un mismo país han configurado formas de expresarse desde los sonidos. Para tal mentalidad no hay música que no ofrezca posibilidades, cada una es un universo con sentido, con necesidades técnicas particulares, con sus propios requisitos normativos, con reglas de juego concretas que hay que comprender aunque no haya un catálogo al cual apelar. Ellos saben bien que en las músicas populares el vademécum es la tradición, la apropiación de la diversidad de maneras que los músicos en ejercicio han desarrollado mediante el trabajo; ellos saben que tocar con otro, es siempre recibir una clase magistral irrepetible. Para tal forma de pensar no hay músicas simples, sino complejidades de diferente orden. Un bolero, una milonga, un vals peruano, un sanjuanero, por ejemplo, no son meros ritmos, sino universos llenos de tradición, de historia, son mundos llenos de recursos expresivos vigentes u olvidados, con gentes de carne y hueso que las cultivan y de quienes siempre existe la posibilidad de aprender. Acercarse a cada una de estas músicas, para esta mentalidad, es conocer, por decirlo a la manera de Wittgenstein, una forma de vida.

Consecuencias políticas de un sistema de aprendizaje fronterizo

Basta mirar el lugar de las músicas latinoamericanas en cualquier Historia de la Música, o tratar de encontrar la historia del vallenato, el bambuco, la ranchera o la salsa en los capítulos destinados a la Historia de la Música en Colombia, para darse cuenta cómo las diversas historias que componen nuestro devenir desaparecen en función de una única historia, que se convierte en un relato lineal, homogéneo y parcial[46].

Walter Mignolo, haciendo un análisis de la mentalidad que ha creado a América Latina, ha mostrado que tanto la colonización, como la justificación que desde siempre se ha hecho para la apropiación de nuestros recursos naturales, culturales y simbólicos han requerido la construcción de una ideología racista que sigue perviviendo soterradamente, en ocasiones explícitamente, en nuestra forma de aprehensión del mundo.

Este racismo se ha ocultado mediante la sublimación del universal abstracto de “la música” en detrimento de las prácticas musicales que colorean el universo sonoro del país. El racismo, para ese autor, no es solamente una cuestión relativa al color de la piel o a la pureza de sangre, sino que esta relacionado con el tratamiento diferencial de individuos, prácticas sociales, conocimientos, religiones, etc., en función de la cercanía/lejanía con un presupuesto modelo de humanidad y un modelo estético incuestionable.

Las clasificaciones musicales en nuestro medio puede decirse, desde esa lógica, que han sido claramente racistas porque han clasificado nuestros músicos en una escala descendente que suele tomar la formación académica basada en la lecto escritura como criterio central para la clasificación. Como dice Mignolo, “La categorización racial no consiste simplemente en decir “eres negro o indio, por lo tanto, eres inferior”[47], consiste más bien, en construir una matriz clasificadora en cuyo lugar las formas de trabajo de nuestros más significativos músicos quedan infravaloradas o caricaturizadas, por no estar en conformidad con los estatutos hegemónicos.

Un ejemplo de ello, es la tensión que se ha puso en evidencia con la propuesta, acogida por el Ministerio de Cultura, de hacer posible un proceso de convalidación de saberes a músicos en ejercicio para que, al mismo tiempo que se reconoce el valor de su práctica musical, puedan mejorar sus niveles salariales y sus oportunidades laborales. En la universidad donde se dio la primera promoción hace algunos años, muchos músicos –profesores especialmente-, se rasgaban las vestiduras porque, en el fondo, conciben la música desde un único paradigma y son incapaces de ver las hondas implicaciones de los logros musicales de los músicos prácticos –con frecuencia exquisitos musicalmente dentro de las reglas de juego propias de cada género o práctica musical- y se niegan a ver como legítimas las diversas maneras, distintas al solfeo, la lectura en el piano o el conocimiento de la historia de “la” música”, como se puede constatar la posesión de un saber, de unas competencias y el conocimiento de una tradición de práctica.

Quisiera sostener en este punto de la discusión que puede resultar muy sugerente hacer una lectura política de las formas de trabajo que ejemplifican en este caso Morales Pino, Gentil Montaña o Fernando León. Lo que muestra el trabajo de estos tres músicos es que hemos estado envueltos en un paradigma de dependencia epistemológica que sólo ciertos espíritus libres como ellos –como el poeta vigoroso de Harold Bloom- se atreven a subvertir[48]. E. W Said, en su trabajo sobre la representación social del intelectual se refirió al tema de la especialización y el profesionalismo en relación con el poder y la autoridad. Said considera, contra la corriente habitual que suele poner los títulos por encima de las competencias, que el mejor método para mantener la agudeza, la curiosidad y la relativa independencia, es actuar como un amateur y no como suele hacerlo un profesional.

El sentido de su comentario es muy preciso y conviene acotarlo para evitar malentendidos. Actuar como amateur es, para Said, escoger los riesgos, estar por encima del espacio cómplice controlado por expertos y profesionales. Un amateur comete el exceso de creer en sí mismo, o en todo caso, de probar los alcances de sus intuiciones y el valor de las horas que ha dedicado con plena vitalidad y conciencia al ejercicio musical.

Considero que Morales Pino, León o Montaña suscribirían lo que dice Said a propósito del intelectual: Dice el autor:

“…me atrevería a afirmar que (el músico) tiene que estar dispuesto a mantener una contienda de por vida contra todos los guardianes de la visión o el texto sagrados, siempre prestos a la depravación y cuya pesada mano no soporta la discrepancia y menos aún la diversidad. El principal bastión (del músico) es la libertad incondicional de pensamiento y expresión..” [49]

En ese sentido, la tradición de los dos León, Uribe Bueno, Morales Pino o Montaña es la misma que desde las épocas remotas de la conquista, han tenido que inventar los latinoamericanos para ser tenidos en cuenta: adaptar sus sistemas de conocimiento a los patrones dictados por la tradición eurocéntrica, sin abandonar lo que son ni el sentido de sus prácticas y lenguajes emergentes.

El hecho que desde la propia conquista hayamos tenido necesidad de asimilar las lenguas y los marcos de conocimiento provenientes de Europa, muestra en el caso de la música popular, que los grandes músicos surgidos en América –incluyendo los músicos del jazz norteamericano- se mueven en una estética que podríamos llamar “de frontera” y que quizás debiéramos reivindicar como un logro significativo de las prácticas culturales mestizas. Posicionarse en la lógica de frontera ha permitido a miles de músicos creativos de este lado del Atlántico negociar, trasladar y poner en diálogo el rigor de los lenguajes inscritos en las tradiciones populares y folclóricas con las presiones normativas que promueve la academia occidental centrada en la lecto-escritura a nombre del rigor y la excelencia.

Ese pensamiento fronterizo, como hemos señalado más atrás, ha sido visto como una amenaza a la colonialidad del poder y siempre ha sido evaluado negativamente. La conciencia criolla ha tenido que enfrentar el “occidentalismo”, es decir, las versiones del mundo hechas desde Europa (y ahora Estados Unidos), que consisten en descripciones, conceptualizaciones y clasificaciones del mundo en cuyo centro están ellos mismos como paradigma de progreso y desarrollo.

Con toda la complejidad de una tradición marcada por los cambios sociales de la sociedad colombiana en el siglo XX, la historia de estos precursores desemboca de forma contundente en el trabajo de “Nogal Orquesta de Cuerdas” [50] cuya propuesta, en su dos etapas, significo para la música artística de tradición popular andina, un punto de quiebre. Como ya lo he mencionado en otro ensayo[51] el universo de sentido implícito en el recorrido existencial de la música andina recogió buena parte de su cosecha, los logros acumulados de esta tradición adquirieron una dimensión social sin precedentes. Los músicos de Nogal quizás sean los últimos que se criaron en el mundo de la tertulia, la reunión, las “tenidas”, sitios en los cuales pudieron apreciar de primera mano repertorios, formas de tocar, versiones, recursos y sobre todo, donde se contagiaron de la convicción de que está música es una forma de relacionarse con el mundo. Quizás queden pocos que sepan tanto repertorio, conozcan tan bien nuestro cancionero, disfruten con tanta fascinación el trabajo de clásicos como el Nocturnal Colombiano, el Conjunto Granadino, el Trío Instrumental Colombiano o el Trío Morales Pino, sin dejar por eso de extaciarse con los logros musicales de Steve Vai, Piazzolla, John McLaughlin, los músicos brasileños, o muchos otros.

Muchos hoy son maestros, músicos activos y dedicados pedagogos que están en el proceso de ir creado escuela, bien sea dentro de la tradición instrumental, o enseñando el copioso arsenal de referencias con los que cuentan para afrontar sus necesidades musicales y o forjando una escuela de gestión cultural donde esas experiencias cuenten como parte de la forma de pensar la política cultural del país[52] .

He querido mostrar las implicaciones de una postura musical y existencial que compromete formas de aprendizaje fronterizas porque pueden servir de contrapeso a las tendencias formativas excesivamente “universalistas” que con diferentes argumentos desdeñan el conocimiento profundo de nuestras tradiciones, al igual que otras, sumamente locales, que nostálgicamente se empeñan en mantenerse inscritas en un pasado mítico. En la medida en que aprendamos a ver la complejidad del país, podremos reclamar que nuestro sistema educativo esté a la altura de nuestras complejas necesidades culturales, para lo cual necesitamos hacer una lectura crítica de nuestra historia musical. Los trabajadores de la cultura musical a que he hecho referencia en este ensayo nos han dejado documentos fonográficos, versiones y obras propias, y más que ello, como he intentado mostrar, una buena cantidad de pistas y lecciones que permiten imaginar que, en conjunto con las demás apuestas estéticas de frontera que han nacido en diferentes regiones del país, estamos en el camino de ir madurando propuestas formativas más acordes con las necesidades heterogéneas de nuestro contexto y los variados anhelos de nuestros músicos. Pisando la tierra de su realidad, pero poniendo en juego tanto sus sueños, fantasías y saberes, como el conocimiento del país, sus gentes y sus costumbres, los maestros a quienes me he referido en este ensayo nos mostraron un camino muy sugerente para dar cuenta de nuestra realidad mestiza y para trascender, de algún modo, el olvido que amenaza siempre nuestra frágil identidad.

NOTAS:
[1] Licenciado en Pedagogía Musical (U.P.N) y Psicólogo (U. Javeriana), con estudios de Doctorado en Antropología Social (U. Complutense de Madrid). Como investigador vinculado al grupo Cuestionarte, ha realizado investigaciones sobre diversas prácticas musicales en el país. Ha sido docente universitario y coordinador de Músicas Tradicionales del Área de Música del Ministerio de Cultura. En la actualidad es profesor de planta de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Pedagógica Nacional.
[2] González, Juan Pablo. Rolle, Claudio. Historia Social de la Música Popular en Chile, 1890-1950. Ediciones Universidad Católica de Chile y Casa de las Américas. Santiago. Chile. 2005. p.18.
[3]Hennion, Antoine. La pasión Musical. Ed. Paidos. Barcelona, España, 2002 (Original en frances 1993).
[4] Dalhaus Carl. Fundamentos de la Historia de la Música. Editorial Gedisa. Barcelona. España. 2003. (original en alemán de 1997)
5] La bibliografía sobre esto es abundante. Sin ánimo de exhaustividad puede encontrarse abordajes del tema en: Hernández Salgar, Oscar. Música de Marimba y poscolonialidad musical. Revista Nómadas No. 26. Bogotá, Instituto de Estudios Sociales Contemporáneos. Universidad Central. Abril de 2007. Wade, Peter: Música, raza y nación. Vicepresidencia de la república. Departamento Nacional de Planeación. 2002 (original en inglés, 2000, The University of Chicago Press). Ochoa, Ana María: Músicas Locales en tiempos de globalización. Grupo Editorial Norma. Bogotá, Colombia, 2003. De la misma autora: Entre los deseos y los derechos. ICANH. Bogotá,, Colombia, 2003. Ochoa, Ana María y Cragnoli, A (Coord.) Músicas en Transición. Colección Cuadernos de Nación. Ministerio de Cultura. 2002.
[6] Cortés Polanía, J. La Música nacional popular colombiana. En la colección Mundo al día (1924-1938). Universidad Nacional de Colombia. Facultad de Artes. Bogotá, 2004. p. 51.
7] Ibíd.
[8] Duque Ellien. Notas al disco, Pedro Morales Pino. Obras para piano. Claudia Calderón (pianista). Colección Música y Músicos de Colombia. Banco de la República. Bogotá, Colombia, 2004. p. 4.
[9] Ibíd.. p.6.
[10] Pedro Morales Pino como arquetipo, ofrece lecturas diversas. Además de la que desarrolla en extenso este ensayo, hay una influencia interesante que tiene que ver con su presencia tutelar en la conformación de los grupos que van a ir desarrollando sus ideas. Citemos tres casos emblemáticos. El trío que inició la transformación de la sonoridad del formato se llamó precisamente “Trío Morales Pino” (cuyos músicos fueron, en el tiple, Peregrino Galindo; en la guitarra, Álvaro Romero; y en la bandola, Diego Estrada Montoya). Más tarde, el trío que seguiría esta estela, y crearía su propia escuela, se llamara Trío Joyel, en honor a una obra de Morales Pino (sus integrantes fueron: en el tiple, Aycardo Muñoz; en la guitarra, Fidel Álvarez o Gauco Cedeño; y en la bandola, Luís Fernando León). Más tarde, se conforma el Trío Pierrot, que también toma el nombre de una obra de Morales Pino (estaba conformado por Jaime Barbosa, en el tiple; Henry Colmenares, guitarra, y Fabián Forero, en la bandola). Como puede verse tres generaciones de bandolistas –y podría decirse, los más destacados en cada época- tienen en el músico de Cartago una sombra tutelar.
[11] Campbell, Joseph El héroe de las mil caras: psicoanálisis del mito, Madrid: Fondo de Cultura Económica de España. 2005.
[12] Todorov, Svetan. La conquista de América. El problema del otro. Siglo XXI Editores, México, 1987. (original en francés de 1982)
{13] Esta discusión también tiene que ver con discusión sobre la pertinencia de la escritura en las lenguas indígenas, como el autor lo pudo apreciar en el Primer Encuentro con los pueblos de la Amazonía Colombiana sobre Música y Danzas Tradicionales. Opiac-Ministerio de Cultura. Villavicencio, Sep, 2,3 y 4, de 2007. Ver: Rojas Curieux, Tulio. En la reflexión sobre lo oral y lo escrito: Educación escolar y práctica en pueblos indígenas. Cuadernos de Trabajo. Departamento de Antropología. Editorial Universidad del Cauca. Popayán, Cauca, Colombia. 2005.
[14] Rojas Curieux, op. Cit. p.12.
[15] Duque Ellien. Notas al disco.
[16] Ver: Rojas, Cristina. Civilización y Violencia. La búsqueda de la identidad en la Colombia del Siglo XIX. Editorial Norma- Pontificia Universidad Javeriana. Bogotá, Colombia, 2001. También. Todorov, Tzvetan. La conquista de América. El problema del Otro. Siglo XXI Editores, México, 1987.
[17] Cortes Polanía, J. La música nacional popular de Colombia. En la Colección el Mundo al Día (1924-1938). Universidad Nacional de Colombia. Bogotá, 2004. p.53.
[18] Foucault, Michel. Vigilar y castigar.Nacimiento de la prisión. Siglo XXI editores. México, 1976.
[19] Uribe Holguín, Guillermo. “Triunfaremos”, Revista del Conservatorio.1,3, 1911, pp.33-34.
[20] Santos, G. Boletín. 1978:297.
[21] Burke, Peter. Hablar y callar. Funciones sociales del lenguaje a través de la historia. Gedisa. Barcelona, España, 1996. p. 18.
[22] Sobre este particular: ver. Goubert, B. Zapata, G. Arenas, E y Niño, S. Paisaje sonoro bogotano en contexto: estudio del sector musical en el Distrito Capital. Informe Final de investigación. Instituto Distrital de Cultura y turismo. 2007. Documento de circulación restringida.
[23] Este es un asunto que merece atención. Un interesante trabajo sobre este tema lo constituye el estudio de Zapata, Goubert y Maldonado, que encontraron una escisión entre lo que enseña la escuela musical tradicional y las necesidades, deseos y apuestas estéticas de los estudiantes. De igual manera, pero con otros énfasis, la apuesta conceptual del Plan Nacional de Música para la Convivencia, en particular el marco conceptual de la Escuela de Músicas Tradicionales, capta el problema y apunta a solucionarlo con un enfoque muy interesante capaz de ligar las pedagogías a las necesidades de las prácticas. Ver: Zapata, G. Goubert, B. Maldonado, J. Universidad, Músicas Urbanas, Pedagogía y Cotidianidad. Conciencias-Universidad Pedagógica Nacional. Bogotá
[24]Rojas Curiex, Tulio. En la reflexión sobre lo oral y lo escrito: Educación escolar y práctica en pueblos indígenas. Cuadernos de Trabajo. Departamento de Antropología. Editorial Universidad del Cauca. Popayán, Cauca, Colombia. 2005. p.29.
[25] La antropóloga Margaret Mead ha estudiado como en la sociedad del siglo XX los cambios son tan acelerados que la generación anterior no es capaz de dar abasto para preparar sus sucesores. No sólo porque sus saberes no son suficientes sino porque el saber nuevo y las tecnologías generan lenguajes, ideas y soportes tecnológicos que crean una fractura generacional. En adelante, los jóvenes aprenderán de los de su propia generación una buena porción de los saberes relevantes e inevitablemente los adultos sentirán que van a la zaga en muchos aspectos, lo cual tiene un impacto en la enseñanza: se invierte más que nunca la polaridad de quien detenta el saber. Esto, a mi juicio, debiera ser objeto de discusión en cualquier ambiente educativo universitario. Margaret Mead escribe: “Nuestro pensamiento nos ata todavía al pasado, al mundo tal como existía en la época de nuestra infancia y juventud, nacidos y criados antes de la revolución electrónica, la mayoría de nosotros no entiende lo que ésta significa. Los jóvenes de la nueva generación, en cambio, se asemejan a los miembros de la primera generación nacida en un país nuevo. Debemos aprender junto con los jóvenes la forma de dar los próximos pasos; pero para proceder así, debemos reubicar el futuro. A juicio de los occidentales, el futuro está delante de nosotros. A juicio de muchos pueblos de Oceanía, el futuro reside atrás, no adelante. Para construir una cultura en la que el pasado sea útil y no coactivo, debemos ubicar el futuro entre nosotros, como algo que está aquí listo para que lo ayudemos y protejamos antes de que nazca, porque de lo contrario, será demasiado tarde”. Mead, Margaret. Cultura y compromiso. Gedisa, Buenos Aires,1971. ps 105 y 106. Jesús Martín Barbero comentando esta cita, ha señalado: “Lo que ahí se nos plantea es la envergadura antropológica de los cambios que atravesamos y las posibilidades de inaugurar escenarios y dispositivos de diálogo entre generaciones y pueblos. Para ello la autora traza un mapa de los tres tipos de cultura que conviven en nuestra sociedad. Llama postfigurativa a la cultura que ella investigó como antropóloga, y que es aquella en la que el futuro de los niños está por entero plasmado en el pasado de los abuelos, pues la matriz de esa cultura se halla en el convencimiento de que la forma de vivir y saber de los ancianos es inmutable e imperecedera. Llama cofigurativa a la que ella ha vivido como ciudadana norteamericana, una cultura en la que el modelo de los comportamientos lo constituye la conducta de los contemporáneos, lo que le permite a los jóvenes, con la complicidad de su padres, introducir algunos cambios por relación al comportamiento de los abuelos. Finalmente llama prefigurativa a una nueva cultura que ella ve emerger a fines de los años 60 y que caracteriza como aquella en la que los pares reemplazan a los padres, instaurando una ruptura generacional sin parangón en la historia, pues señala no un cambio de viejos contenidos en nuevas formas, o viceversa, sino un cambio en lo que denomina la naturaleza del proceso: la aparición de una “comunidad mundial” en la que hombres de tradiciones culturales muy diversas emigran en el tiempo, inmigrantes que llegan a una nueva era desde temporalidades muy diversas, pero todos compartiendo las mismas leyendas y sin modelos para el futuro. Un futuro que sólo balbucean los relatos de ciencia ficción en los que los jóvenes encuentran narrada su experiencia de habitantes de un mundo cuya compleja heterogeneidad no se deja decir en las secuencias lineales que dictaba la palabra impresa, y que remite entonces a un aprendizaje fundado menos en la dependencia de los adultos que en la propia exploración que los habitantes del nuevo mundo tecno-cultural hacen de la imagen y la sonoridad, del tacto y la velocidad.” Martín Barbero, Jesús. Jóvenes: comunicación e identidad. Pensar Iberoamérica: Revista de cultura, ISSN 1683-3783 , 2002
[26] Hay que decir que mientras las facultades de música han estado, y en general, siguen estando alejadas de la comprensión de estas lógicas, las academias no formales han potenciado este aprendizaje característico y han sido vehículos de estas formas de aprendizaje. En Bogotá, buenos ejemplos han sido la academia Luís A. Calvo o la Emilio Murillo, culpables de ser centros de difusión de esta forma de ver la música. Tan importante como leer, en dichas academias se buscaba poder apropiarse de los recursos musicales en un nivel de automatismo y espontaneidad que sólo puede lograr su incorporación a la cotidianidad del músico y en la incesante promiscuidad de la institucionalización de este lenguaje como una forma de vida, no sólo, como hace la tradición académica, como un mero repertorio. Como en el flamenco y en el jazz de los grandes maestros del pasado, para la música andina los escenarios de aprendizaje fueron durante décadas, en pie de igualdad, tanto las aulas como las tiendas y las tertulias. Hoy día, para las músicas urbanas bogotanas, el trabajo de academias como la Fernando Sor, ha incorporado el rock, el jazz y otros géneros contemporáneos en sus programas de estudios, adelantándose, como ha sido frecuente en la historia del país, a la incorporación de estos saberes en procesos formativos consolidados.
[27] Arenas Monsalve, Eliecer. Una aproximación a los fundamentos y apuestas conceptuales del programa de músicas tradicionales del Plan Nacional de Música para la Convivencia. Documento de trabajo. (Versión de Julio 30 de 2007). Área de Música, Ministerio de Cultura de Colombia. Inédito.
28] Quien esté interesado en este u otros textos del autor, puede buscar en la dirección:
http://www.eloidoqueseremos@blogspot.com/
[29] Esto en absoluto es propio de la música andina. Quien desee entender el papel de la bohemia en el contexto brasileño puede ver: Zappa, Regina. Chico Buarque. Editorial Gedisa. Barcelona, España, 1999. (Traducción de José Luís Sanchez). También, sobre el nacimiento de la Bossa Nova, ver: Castro, Ruy. Chega de Saudade. A historia e as historias da Bossa Nova. Ed. Companhia das letras. Sao Paulo, Brasil, 1990. Sobre Antonio Carlos Jobim, del mismo autor, A onda que se ergueu no mar. . Ed. Companhia das letras. Sao Paulo, Brasil, 2001.
[30] Arenas Monsalve, Eliecer. Camaleonte. Notas al disco de Palos y Cuerdas titulado “Camaleonte”. Producido por Palos y Cuerdas. Bogotá, Colombia, 2006.
[31] Evidentemente, como muestran muchos trabajos ligados al Plan Nacional de Música para la Convivencia del Ministerio de Cultura, el recorte de la música andina a unos pocos ritmos (bambuco, pasillo, danza, torbellino, guabina) deja de lado muchos aires que tienen una raigambre más campesina, y que pese a haber quedado invisibilidades desde ese momento, se mantienen en la imaginación cultural de la región andina. Entre otros, gallinazos, contradanzas, merengue, parranda, paseo paisa, porro paisa, redova, vueltas, etc. Ver: Franco Duque, Luís Fernando. Cartilla de Iniciación Musical. Música andina occidental. PNMC. Dirección de Artes, Área de Música. Min. Cultura. 2005, Bogotá, Colombia.
[32] Fischerman; Diego. Efecto Beethoven. Complejidad y valor en la música de tradición popular. Ed. Paidos. Buenos Aires, Argentina, 2004.
[33] Bauman, Zigmunt. Comunidad. En busca de seguridad en un mundo hostil. Siglo XXI Editores. Madrid, Espana, 2003.
[34] Según recuerda el maestro León Cardona la orquesta estaba dirigida por Jose María Tena, español.
[35] La orquesta, según la misma fuente, estaba dirigida por Pietro Masqueroni.
[36] La orquesta estaba dirigida por el Maestro español Ariguita.
[37] Aun cuando no es este el lugar para registrar en detalle las peripecias de estos dos músicos conviene señalar que Uribe Bueno en el contexto de los Premios del Concurso de Música Colombiana Fabricato, con el seudónimo Blue, fue premiado por el pasillo “ El Cucarrón”; al año siguiente, presentándose bajo el remoquete de Mosquetero, fue premiada su obra “Pajobam”, nombre que alude al pasillo, el joropo y el bambuco y en 1950, de nuevo obtiene la mención con el Pasillo para saxofón y orquesta titulado “Caimaré”, presentada a concurso con el pseudónimo “Don Juan”. Las obras, evidenciando un hondo espíritu renovador, contribuyeron a que el concurso finalmente muriera.

[38] Obsérvese de pasada que, por un lado, es evidente que León Cardona sigue los pasos de Morales Pino, al lograr fundar una nueva tradición compositiva y, al mismo tiempo, también va contra la tradición de Morales Pino, por presentar una alternativa formal diferente a la propuesta por el músico de Cartago.
[39] Silva, Renan. República liberal, intelectuales y cultura popular. Ed. La Carreta. Medellín, Colombia, 2005. Y del mismo autor: Sociedades campesinas, transición social y cambio cultural en Colombia. Ed. La Carreta. Medellín, Colombia, 2006. pp.238-254.
[40] Ver nota el pie No. 36.
[41] Quien desee conocer algo de estas músicas y darse la oportunidad de formarse su propio criterio puede escuchar, entre muchos otros, los siguientes trabajos.: Cuatro Palos, “Ahora sí”. 1991. Productor: Llano Dígital. Cualquiera de los discos del Trío Nueva Colombia; cualquiera de los trabajos de Palos y Cuerdas; el disco “Cita a Ciegas” de Kafe es 3; el disco “Prólogo”, del Ensamble Tríptico; los discos del Ensamble Sinsonte (quienes a esta tradición suman la herencia venezolana de forma explícita);el trabajo de el grupo vocal instrumental Impromptus; el Sexteto de Cámara Colombiano; los discos de Barrockcófilo; el disco del Cuarteto Colombiano; el disco de Plectro Trío, entre muchos otros. La música popular de la Costa, que en general siguió anclada a los contextos de baile, aunque hayan presentado un modernismo, y si se quiere un blanqueamiento de sus ritmos, ha desembocado en una corriente muy interesante de música pensada para ser escuchada. Se destacan algunos de los trabajos de Antonio Arnedo, que enlaza la sonoridad de la papayera con el jazz y el trabajo de Puerto Candelaria, que trae el lenguaje de las grandes bandas tipo Lucho Bermúdez y Pacho Galán a la sonoridad –alucinante, apasionada y febril- de una banda entre la sonoridad de conjunto pueblerino y la herencia del bebob. Se recomienda escuchar: Arnedo Antonio. “Encuentros”. MTM.1998. Puerto Candelaria, “Llego la banda”. Merlín Studios, 2005. También Asdrúbal “Habichuela”. La distritofónica, 2006.
[42] Hoy día, los cultores de la música andina, música que, como he dicho, ya ganó una vez la “victoria” como música nacional, parecen hacer aprendido que no hay nada más amenazante para la identidad que la identidad lograda. La identidad, parecen decir estos músicos, debe ser siempre una promesa, en cuyo caso es preferible entonces una sucesión de derrotas que otro magro triunfo. Entendiendo que la identidad es un proceso inacabado, siempre incompleto, la música andina parece seguir apostando por su vía del logro artístico aunque no este de moda reconocer la herencia occidental, aunque los antropólogos que estudian los fenómenos musicales prefieran el exotismo y aunque los musicólogos la sigan mirando de soslayo. Como ha dicho Bauman: “En la política de la vida que constituye la lucha por la identidad, lo que está en juego es ante todo la autocreación y la autoafirmación, y la libertad de elegir es, simultáneamente, el arma principal y el premio más codiciado. La victoria definitiva liquidaría de un solo golpe lo que está en juego, decomisaría las armas y anularía el premio. Para evitar esa eventualidad, la identidad debe permanecer flexible y siempre susceptible de ulterior experimentación y cambio; debe ser, verdaderamente un tipo de identidad “hasta nuevo aviso”. Bauman, op.cit. p.59.
[43] Nacido en Buga en 1952.
[44] Quien desee acercarse al trabajo del Maestro Gentíl Montaña puede hacerlo a través de su reciente trabajo “Montaña plays Montaña”. Vol.1. Suites Colombianas No. 1,2,3 and other Works, interpretadas por el Maestro y publicadas por Caroni Music, 2005 (CM-1825616995203). También: Palos y Cuerdas: Suites Gentil Montaña. Beca Nacional 2001. Ministerio de Cultura. 2003. Producido por Palos y Cuerdas. Luís Quintero: Joyas latinoamericanas Gentil Montaña y Rodrigo Riera. 1997. Sonográfica. Venezuela. Eduardo Fernández: ¡La Danza!: Guitar Music from Latin America. Decca, 1996.
[45] La referencia de León es muy importante para muchos músicos que bajo su influencia han entendido los alcances de este instrumento y su potencial interpretativo. León fue un referente fundamental, especialmente en sus inicios, para el bandolista Fabian Forero, considerado unánimemente como el instrumentista más importante de bandola en la historia del instrumento. Este músico surgió al amparo del trabajo virtuosistico de León, pero ha llevado más lejos que nadie la bandera de la formación como bandolista de alto nivel, como quiera que en calidad de ganador de la Beca “Carolina Oramas” realizó estudios de especialización en instrumentos de Plectro en el Conservatorio de Música del Liceo de Barcelona y ha realizado presentaciones en Europa, Latinoamérica y los Estados Unidos. Ha estrenado obras del repertorio mundial para Mandolina en Colombia y destacados compositores, entre ellos Luis Pulido y Guillermo Rendón , le han dedicado obras para Bandola solista y Oquesta. Fue ganador del festival Mono Núñez con el Trío Pierrot en 1986 y con los grupos Opus 3 (quien desee escucharlo puede acercarse a su trabajo “Barroco, Opera, Latinoamérica”, con la Orquesta de Cámara de Bogotá, dirigida por Eduardo Carrizosa) y el Cuarteto Colombiano, ha dejado una importante muestra discográfica de sus eximias dotes de instrumentista. Ha publicado dos libros de carácter pedagógico: “Los 12 estudios latinoamericanos para bandola colombiana”. Beca del Ministerio de Cultura. Bogotá. 1999. Y en Febrero de 2008 lanzó su segundo libro: “Arte y ejecución en la bandola andina colombiana. Diez estudios-caprichos”. Beca Nacional de Creación en Música. Ministerio de Cultura. Bogotá. 2007. En la actualidad orienta sus esfuerzos a la universalización del lenguaje de la bandola y las músicas latinoamericanas.
[46] Un trabajo que ayuda a abrir los ojos en este sentido es el de Mignolo, Walter. La idea de América Latina. La herida colonial y la opción decolonial. Editorial Gedisa. 2007. (Original en ingles de 2005)
[47] Ibíd.
[48] Richard Rorty, en su libro “Contigencia, ironía y solidaridad”, basándose en un poema de Larkin y en una lectura de Bloom, sugiere que el poeta vigoroso es quien es capaz de apreciar el poder de la redescripción y quien entiende que el lenguaje –musical o poético- es un repertorio abierto a descripciones alternativas y no hay una Única Descripción ni Versión Correcta. Ver: Rorty, Richard. Contingencia, ironía y solidaridad. Ediciones Paidos. Buenos Aires, Argentina, 1991, (Original en ingles de 1987).
[49] Said, Edgard W. Representaciones del intelectual. Ed. Debate.Bogotá, Colombia 2007. (Original en ingles, Londres, 2004) p. 108. (En el original en los paréntesis introducidos por mi dice “el intelectual”)
[50] Relación de Integrantes de “Nogal Orquesta de Cuerdas Colombianas que grabaron el primero disco compacto. Bandolas: Luís Fernando León, Leonardo Garzón, Carlos Renán González, Carlos Augusto Guzmán, Manuel Bernal M., Dora Carolina Rojas, Andrés Ocampo G.,William E. Romero. Tiples: Fabián Gallón, Maria Cristina Rivera, Oriol Caro Saavedra, Jaime Hernán Barbosa. Guitarras: Sofía Helena Sánchez, Cesar Julio Martínez, Jorge Andrés Arbeláez, Edwin Roberto Guevara. Contrabajo: Pablo Arévalo. Percusión: Néstor Raúl Gómez, Alfredo Ospina (“dubi-dubi”), Tania Mojica.
Integrantes de “Nogal Orquesta de Cuerdas Colombianas que grabaron el segundo disco compacto: “•De principio ..a fin de Siglo XX”. Bandolas: Leonardo Garzón, Diego Hernán Saboya, Manuel Bernal M., Dora Carolina Rojas, Danny Alexander Caro Saavedra, Iván Horacio Borda Muñoz. Tiples: Oriol Caro Saavedra, Jaime Hernán Barbosa. Guitarras: Sofía Helena Sánchez, Reinaldo Monroy Camargo, Nelson Giovanny Gómez González. Contrabajo: Alejandro Vera Beltrán. Percusión: Maria Fernanda Cesar Camacho, Alfredo Ospina (“dubi-dubi”).
[51] Ver: “Qué veinte años no es nada?. Nogal Orquesta de Cuerdas, una historia que parte en dos”.
http://www.bandolitis.con/ o http://eloidoqueseremos.blogspot.com/
[52] Los méritos de muchos de esos músicos requerirían un escrito aparte. Por asuntos de espacio voy a referirme sólo a unos pocos integrantes de Nogal, cuyos logros permiten apreciar el alcance cultural del ese trabajo y su trascendencia histórica. Manuel Bernal, es un músico muy interesante y complejo. Para muchos –yo entre ellos- se trata de quien mejor entiende el papel de la bandola segunda, pues logra acomodar el timbre, el tempo y el fraseo a la sonoridad de la bandola líder de forma maravillosa. Son inolvidables sus trabajos como bandolista con Cuatro Palos, y ahora, adelantando una labor pedagógica muy significativa, en su trabajo con el Cuarteto de Bandolas Perendengue. Bernal también es reconocido como un lúcido escritor y crítico musical y como el poseedor de uno de los archivos más completos de la música andina colombiana de la segunda mitad del siglo XX en adelante. También está el trabajo de Maria Cristina Rivera, quien ha cumplido un papel importante en los procesos formativos del Programa Batuta, produciendo materiales didácticos, arreglando música y trabajando simultáneamente con la pianista Ruth Marulanda Salazar. Por su parte, Leonardo Garzón quien desde su trabajo en la Fundación Batuta, la Coordinación del Programa de Música de la ASAB, el Área de Música del Ministerio de Cultura y ahora en la Orquesta Filarmónica de Bogotá ha venido creando una tradición de gestión cultural y pedagógica muy significativa para las tradiciones que respaldan su trabajo musical. Oriol Caro Saavedra, tiplista de la segunda época de Nogal, fue fundador del recordado Trío Añoranza. Compositor y arreglista inquieto por nuevas formas de expresión y por abrirse a nuevos mundos musicales. Hoy día suele trabajar con César López y con el Trío Colombita sigue explorando posibilidades inéditas en la Música Artística de Tradición Musical Andina. Jorge Arbeláez, guitarrista fundador y nervio del grupo Kafe es 3, con el cual ha creado una sonoridad urbana muy particular y sugerente, mantiene a la par un reconocido trabajo pedagógico en la Fundación Batuta como instrumentador y creador de materiales pedagógicos. Carlos Augusto Guzmán, por su parte, es un dedicado pedagogo que, especialmente en su trabajo con el dúo Barrockcófilo, ha mostrado sus eximias dotes de músico construyendo tejidos contrapuntisticos que aunque remiten a músicas de otros tiempos y otra latitudes, al ser de una elegancia y una fuerza expresiva como pocas veces se ha escuchado en esta tradición, logra sin perder su fuerza local y su identidad, volver universal –y sobre todo profundamente latinoamericana- la sonoridad de la música andina. Dora Carolina Rojas y Sofia Elena Sanchez en estos años han hecho parte de diferentes proyectos musicales, pero quizás sea su trabajo con el Trío Colombita, donde su propuesta estética sea más clara. Nunca antes un grupo se había propuesto tan explícitamente incorporar el punto de vista femenino en la forma de abordar la puesta en escena, los arreglos y el concepto del conjunto. Su tercer trabajo marca una referencia importante en la producción musical andina y pone las bases de una música andina más inclusiva, donde caben, por ejemplo expresiones de otros territorios nacionales sin dejar de ser una lectura “andina” de esos lenguajes y recursos musicales.