APUNTES
PaRA
UnA histOrIA CULTUraL
DE La
MÚSICa EN COLOMBIa:
Música Colombiana e identidad Nacional
a jesus martin barbero....por inspirarnos y por su sabia juventud
“La identidad de una persona, de un grupo, de una nación o de una región es siempre algo concreto, algo particular. De esta identidad hablamos siempre que decimos quienes somos y quienes queremos ser. Y en esa razón que damos de nosotros, se entretejen elementos descriptivos y evaluativos. La forma que hemos cobrado merced a nuestra biografía, a la historia de nuestro medio, de nuestro pueblo, no puede separarse en la descripción de nuestra identidad, de una imagen que de nosotros nos ofrecemos a nosotros mismos y ofrecemos a los demás y conforme a la que queremos ser enjuiciados, considerados y reconocidos por los demás”.
(Habermas, H. “Identidades nacionales y postnacionales”. Tecnos. 2002. Pp. 114-115)
Basta darse una vuelta por cualquier librería o biblioteca para notar que existe una ingente cantidad de estudios acerca de la violencia, la política, la historia del conflicto armado, las políticas públicas, la flora, la fauna, la historia social, política y económica del país, y que proporcionalmente hay un preocupante vacío en la producción de textos, ensayos e investigaciones acerca del papel que han jugado las diversas artes y los artistas en la construcción de un imaginario de país.
En el caso de la música, ese vacío es todavía más impactante. Por su importancia y por su capacidad de convocatoria y cohesión social, un relato acerca de la música como testigo y protagonista de la realidad política y social de nuestro país puede ser un importante aporte para el fortalecimiento de la democracia. Una inmersión profunda en nuestro capital cultural musical nos permitirá vernos en perspectiva y comprender que los universos simbólicos que caracterizan nuestra nación presentan un grado importante de heterogeneidad y su comprensión requiere el esfuerzo analítico de concebirlos en función de las tensiones entre, por un parte, lo regional y lo nacional, y por otra, lo nacional y lo global.
En efecto, el terreno de la apropiación simbólica es un escenario marcado por la tensión y el conflicto. La lucha por lo simbólico es otro de los modos en que se manifiesta la lucha por el poder, con lo cual, los discursos identitarios ligados a las experiencias culturales de las diversas regiones del país, han de servirnos como hilos conductores que nos mostrarán como ha sido tejida nuestra idea nación y pondrá en evidencia el sentido que ha tenido en diferentes momentos de nuestra historia la idea de una “música nacional” que presuntamente refleja y representa nuestra identidad como colombianos. Una lectura de esta naturaleza bien podría ser un insumo interesante para los trabajadores de la cultura interesados en entablar, a mediado y largo plazo, una interlocución más consistente y decidida frente al tema de las políticas culturales que requiere la diversidad de nuestro contexto. Este estudio intenta una aproximación al imaginario socio-cultural del país desde la experiencia musical, entendiendo que las prácticas musicales no son solamente un producto, sino que son productoras de dicho imaginario. Dicho análisis puede resultar revelador de nuestra particular forma de ver el mundo y quizás pueda permitirnos acercarnos a una comprensión más acabada de su relación con el funcionamiento de campos tan diversos como el político, el económico, el educativo o el religioso. En ese sentido, aunque este estudio se centra en la historia de la música en la cultura colombiana, su ámbito de indagación es bastante más amplio. Tomar como eje central el devenir de lo musical en Colombia, necesariamente nos va a retrotraer al manejo de la diferencia, lo heterogéneo, así como a los modos como hemos intentado juntarnos alrededor de ciertos productos culturales pretendidamente abarcantes del país como totalidad. La música será tratada como un caso particular de una lógica social que mueve los hilos de nuestra historia, lógica que es preciso sacar a la luz por lo problemática que se ha vuelto su reproducción acrítica en otros ámbitos de nuestra vida social. Este trabajo, entonces, trata de la música, los músicos, las regiones y sus costumbres, la historia de los agentes ligados a su producción, consumo y distribución, enfatizando en su papel como constructora de identidad y como articuladora de formas de vida.
Tratando de develar las lógicas subyacentes alrededor de la configuración de “lo nacional” y “lo colombiano” buscaremos las coordenadas que han hecho posible la construcción y supervivencia de unas practicas discursivas que han consagrado ciertos productos culturales -en diferentes momentos históricos, la música andina colombiana, la cumbia o el vallenato- como el símbolo de “lo nuestro” y como muestra de un supuesto “carácter nacional”. En suma, se trata de un aporte a la construcción de lo que podrí llamarse la psico-socio-génesis de la música nacional de Colombia.
Se trata, en todo caso, de seguir el rastro de cómo se construyo un imaginario de lo que somos, porque es desde ahí, desde el origen del discurso de “la patria”, “lo nacional”, “lo nuestro” (matriz de las diferencias de género, raza y posición social, entre otras) desde donde hemos configurado una manera particular de comprendernos y hemos fijado ciertos modos de actuar frente a la heterogeneidad y diversidad cultural que caracteriza nuestra nación.
¿Quien habla de la nación , ¿quien configura sus umbrales ?, ¿mediante que recursos y estrategias consagramos ciertos productos como representativos de la nacionalidad ?, ¿gracias a que mediaciones encontramos natural enumerar ciertos rasgos de nuestra cultura como los más representativos ? ¿Con qué criterios hacemos ciertas taxonomías y jerarquizamos y destacamos como emblemáticos algunos logros culturales como si estuvieran revestidos de una categoría especial ?. ¿Qué lógica política o qué representación territorial, racial o de clases, subyace en el planteamiento de una “cultura nacional” ? Debemos hacer el seguimiento de las estrategias simbólicas implicadas en tales procesos (caracterizadas, no sin razón, por Cristina Rojas como “violencia de la representación”) y las demás formas mediante las cuales alguien -individuo o grupo- se abroga el derecho de hablar a nombre de la nación. Dicha estrategia nos ofrecerá un panorama de los modos como los colombianos, a lo largo de la historia, hemos contestado desde las prácticas musicales la pregunta ¿quienes somos ?.
No es siempre visible o explícito del poder performativo que agencia nuestra idea de nación, puesto que opera con frecuencia desde la presunción de “objetividad” que se expresa en un frío registro y una descripción aparentemente “neutral” de cierto estado de cosas. El caso de la música y de las prácticas artísticas es en ese sentido muy representativo. Quien pretende meramente describir el país con sus prácticas culturales, artísticas y estéticas, en realidad termina cumpliendo una función performativa, prescribiendo el modo como debe ser dicho país, termina cerrando el mundo difuso de la prácticas reales, constriñendo el fluir de la vida y su inestable fluctuación mediante un corsé metodológico o programático, cambiando su función descriptiva inicial en un dispositivo normalizador cuyo fin principal es controlar, encausar y homogeneizar una realidad plural, pluri-étnica, contradictoria, polimorfa y variada como la que exhibe nuestro país. Debido a que la función política de las estrategias normativas de los estudios culturales y folklóricos ha sido hasta hace poco soslayada sistemáticamente en los análisis, y en vista de que los componentes ideológicos subyacentes no han sido suficientemente puestos en evidencia, este estudio pretende ahondar en dichos tópicos.
Debemos aguzar la mirada y prestar oídos a la emergencia de las diversas voces que en permanente conflicto - y no podría ser de otra manera - han configurado un estilo de pensamiento, un modo de concebirnos y una manera de asumir los rasgos que caracterizan nuestro entender lo que significa ser colombianos. Hasta ahora, los estudios acerca de la música en nuestro país, no han hecho suficientemente énfasis en el hecho de que toda historia es una historia situada, ubicada en coordenadas espacio temporales concretas, con realidades materiales específicas, que surge entre ideas políticas y conflictos económicos particulares. En dichos trabajos es común encontrar que quienes se dedican al arte musical sean presentados como seres desanclados, cuyo trabajo poco o nada tiene que ver con la realidad en que viven, y cuyos esfuerzos vitales, despojados de los cimientos sociales que los dotan de sentido, queden reducidos a meras “obras”, y su práctica artística y vital atrapada en un circuito autoreferencial que no da luces ni ofrece pistas acerca del papel del arte en la cultura colombiana. Por ello, debemos hacer énfasis en las complejas relaciones entre diferentes niveles analíticos, ya que, aún siendo la realidad social una totalidad, servirnos de distinciones pertinentes nos puede ser útil para encarar con mayor rigor nuestro objeto de estudio. Por ello, los ideales sociales, las ideas políticas, las políticas culturales, los avatares de la problemática constitución de la nación como entidad administrativa en diferentes momentos históricos, el papel que ha jugado la Iglesia como eje cultural y como dispositivo ideológico y, por supuesto, el modo como el devenir de nuestra economía ofrece al marco natural de nuestro paisaje, constricciones que lo convierte en escenario de luchas por el poder simbólico y territorial, se entretejen de modo complejo en este estudio con los asuntos propiamente musicales.
Conviene destacar que las prácticas discursivas que sostienen y legitiman las atribuciones identitarias que enuncian las comunidades o las personas individuales, son especialmente significativas para el estudioso de la cultura porque nos hablan de la construcción y manejo de diferencias, es decir, nos hablan al mismo tiempo de lo que somos y lo que no somos, y precisamente, en el oscuro espacio que interconecta estas dos imágenes, nos habla de cómo se configura una mentalidad particular, un modo de organizar la experiencia, una episteme que determina lo posible y lo pensable en un cierto momento de la historia.
Finalmente dos comentarios alusivos a la estructura del texto. El relato que usted tiene en sus manos presenta varias particularidades : no está organizado, como suele ser la costumbre, de un modo estrictamente lineal y, lo que es más importante, trata de contar una historia, reflexionando y proponiendo una discusión teórica. Con esta estrategia pensamos liberar la discusión de los anacrónicos modelos que impone el requisito académico, absurdo por su artificialidad, de establecer de antemano un “marco teórico” separado de los materiales prácticos que le dan sentido. Por ello, más que contar una historia, o hacer un estudio meramente teórico, queremos, como los impresionistas, sugerir, evocar, manchar con unas ideas el lienzo de nuestra experiencia para que, tomando la distancia requerida, podamos ver surgir un paisaje que no hemos podido ver. Al intentar explicar el devenir histórico de la música en Colombia, sugerimos un recorrido por el país, tratando de mostrar como a lo largo de nuestra experiencia como nación, ciertos elementos han sido estructurantes de nuestra autocomprensión como nación, y como estos, aún apareciendo en cada momento revestidos de nuevos ropajes, en el fondo muestran cierta compulsión a la repetición, retroalimentando el torbellino de violencias que nos viene agobiando desde hace mucho tiempo. Este ensayo, finalmente, debe entenderse como una invitación a completar la discusión y a hacerla propia. Por eso, deliberadamente, apunta menos al saber enciclopédico y erudito que a provocar en el lector la necesidad de construir su particular modo de entender los problemas que aquí se plantean. En ese sentido, el texto expresa si se quiere, una profunda preocupación política.
El lector no va a encontrar interpretaciones acabadas; solo sugerencias, hipótesis y ocasionales vías de indagación que parecen sugerentes para nuestro propósito. Pero el autor no se esconde, problematiza y sugiere. En ese sentido no es un escrito tradicional, es decir, erudito, frío y destinado a los hiper-especialistas, sino, deliberadamente, pretende ser un texto vital que se alimenta de las voces de quienes han pensado antes estos asuntos y del copioso material de campo recogido por el autor en los últimos siete años. Explícitas estas intenciones, queda al lector la tarea de establecer las conexiones entre lo que su experiencia vital le trae a la memoria y las reflexiones que propone este texto. Ojalá esta suerte de monólogo de un país que se atreve a enfrentar sus propios fantasmas sirva de invitación a evaluar, desde la situación y el contexto particular de cada uno, el modo como este inconsciente colectivo afecta nuestras acciones y nos empuja a repetir incesantemente un sistema de relaciones que se han naturalizado irreflexivamente y que es urgente re-significar.
E.A.M
PRIMeRa
ParTe
DeSCUBrimieNtOS
El campo de lo simbólico es un enclave fundamental en nuestra autocompresión como individuos y como sociedad. Ser humanos no es tan solo pertenecer a una especie singular, no es únicamente formar parte de un evolucionado tipo de primates, sino, sobre todo, es estar acreditados para participar en unos determinados juegos de lenguaje. Tras un complejo adiestramiento, como lo puede constatar cualquier mamá, logramos aprender poco a poco a ser lectores de signos, a compartir en cada etapa de la vida la complejidad que supone habitar un mundo que no es meramente un mundo dado en bruto, sino un mundo mediado, atravesado por una complicada red de relaciones referenciales y dotado, por tanto, de un sentido que precisa ser interpretado. Como especie capaz de dar sentido a la realidad mediante el uso de símbolos, los seres humanos tenemos a la mano, en efecto, una infinita variedad de formas a partir de las cuales dotamos al mundo de significación.
El funcionamiento de las comunidades humanas depende en gran medida de las formas que adopta ese universo simbólico. De las más diversas formas, utilizando los más disímiles medios a nuestra disposición, bien sea colores, sonidos, gestos, formas, palabras o números, los grupos humanos logran construir un entramado de significados que expresan sus intereses, creencias, sentimientos, costumbres, ideologías, y que estructuran, como diría Wittgenstein, sus formas de vida. Damos sentido al mundo creando unas prácticas y unos discursos que se incorporan en nuestro modo de ser de una manera tan contundente (habitus) que solo un esfuerzo de distanciamiento crítico y de deconstrucción de sus lógicas, puede permitirnos reconocerlas y revelarnos su sentido.
Diferentes mecanismos entran en juego en la construcción de esos universos simbólicos. Como tendremos ocasión de ver más delante con algún detalle, las comunidades humanas, desde los grupos de jóvenes, las corporaciones o los estados nacionales, van creando ciertos símbolos que los representan y en torno suyo configuran unas lógicas territoriales que les sirven para crear legitimidad, unidad, cohesión, entre otros rasgos. Es frecuente también que se imponga la necesidad de defender ese territorio con la ilusión de defender con ello la integridad como sujetos individuales y colectivos. En el caso de los estados nacionales, esto puede alcanzar ribetes dramáticos, como se puede apreciar echando un vistazo a las relaciones internacionales desde que estos se crearon.
En cualquier caso, los factores que conducen a ello merecen ser tenidos en cuenta. Uno de ellos es que las prácticas sociales tienden a estandarizarse, a producir sus propia dinámicas autónomas, creando las condiciones de lo posible y lo pensable en un momento histórico determinado. A lo largo de la historia, los colombianos, por ejemplo, hemos visto sucederse y trasformarse diversos modos de jugar con los símbolos, diversas maneras como, construyendo unas no siempre explícitas “reglas de juego” hemos damos un orden y una cierta sistematicidad a la experiencia vivida como nación. A finales de los novenda, por ejemplo, identificamos el vallenato moderno de Carlos Vives como una expresión de nuestra identidad, como otrora lo hicimos con el vallenato de Escalona, con la cumbia y con el bambuco y el pasillo.
Una observación se impone en este punto. Al hacer ciertas distinciones, al privilegiar ciertos rasgos, al ponderar ciertas características y dotarlas del poder de portar los rasgos esenciales de una comunidad, al decir, por ejemplo, que el bambuco es el ritmo que representa la identidad cultural de la nación, se va construyendo necesariamente un escenario de conflicto y lucha, porque tan pronto como se crea el territorio se hace precisa una defensa dicho rasgo. Aferrarse a esos rasgos crea la ilusión de atenuar la amenaza de fragmentación que se cierne sobre todo colectivo humano, y al referenciar ciertas formas de ser, al destacar ciertos rasgos de temperamento, ciertas músicas y formas de pensar, al señalar ciertas instituciones o costumbres, etc., como “más nuestras”, se suele crear en el imaginario social la vivencia de que hay ciertos limites y umbrales que delimitan el adentro y el afuera, es decir, el territorio donde dichos rasgos identitarios unen y dan sentido de pertenencia y el territorio de los otros, de aquellos que por alguna razón no pertenecen. Se configura de este modo un territorio existencial desde el cual la representación de lo que se es o se puede llegara a ser, se legitima o se impugna.
No es extraño que estas cosas sucedan teniendo en cuenta que somos animales simbólicos, que nos hacemos humanos al compartir significados y sentidos del mundo. Organizamos nuestra socialidad alrededor de estandartes simbólicos que nos convocan, que nos sirven de marco referencial y nos dan la posibilidad de consolidar proyectos comunes: la bandera, el escudo, los himnos, las comidas, la historia, las formas de actuar, los artefactos, etc., y de un modo peculiar la música, son algunos de tales referentes. De cualquier manera, todo rasgo identitario -toda construcción discursiva en torno al status de las diferencias que se consagran en un momento dado como emblemáticas- tiene como base la diferenciación con un otro real o imaginado. Identidad y alteridad, la imagen de un “nosotros” o de un “yo”, se construye siempre como contraparte de la imagen de un “ellos”, de un “otro”, de un “no- yo”. Si se quiere, la imagen de “lo que somos” se construye también sobre la base de lo que tememos y esperamos. La historia suele ser reveladora de esos procesos. En lo que sigue me propongo contar la historia de nuestros anhelos y también de los fantasmas que asedian nuestra identidad nacional.
El tema de la identidad es crucial para este trabajo. Se suele decir que cada quien -persona, país o comunidad- tiene una identidad.. Pero, ¿que es la identidad?. ¿Qué significa ese algo que presuntamente nos diferencia ?, ¿desde donde se sostiene ?, ¿cómo opera?. ¿Cuál es su estatus?. Estas preguntas apuntan a otras preguntas: ¿Cómo se ha construido el país? ¿Desde que ideales de nación hemos consolidado un proyecto colectivo para enfrentarnos a los retos del futuro? ¿Cómo ha incidido la música en la construcción de la nación? ¿Cómo hablan nuestras prácticas musicales de la tan socorrida idea de “nación”?
Estas preguntas son urgentes ya que en ese interjuego en el que se relacionan personas con personas, personas con artefactos, artefactos con artefactos, en ese mundo simbólico materializado de cierta manera, nos construimos un mundo dotado de sentido, nos hacemos partícipes de un mundo que de otro modo seria un mundo amorfo, inasible y vacuo. La experiencia musical, tan ligada a la magia y a la lúdica desde tiempos remotos no es en primera instancia una mera combinación de sonidos; con su carga ritual, con su poder para afectarnos emocionalmente, con sus variadas funciones sociales, la música ejemplifica un modo particular de relación con el mundo.
Los símbolos están estructurados en sistemas, es decir, funcionan en una red de relaciones. No son etéreos, se materializan en prácticas, instituciones, cosas, partituras, instrumentos, textos, cantos, ritmos de tambores, etc., que activan nuestras emociones y sentimientos y se vuelven parte de nosotros mismos. Las propiedades de tales símbolos debemos aprender aconsiderarlas propiedades relacionales, reglas de juego y saberes teórico-prácticos que nos permiten estar como peces en el agua en el océano de los significados y sentidos. Precisamente por efecto de dicha naturalización debemos tomar distancia de nuestra experiencia y examinar los modos de socialización que al hacernos usuarios de tales universos simbólicos, nos posicionan en un sistema de relaciones de poder. Hay que volver a contarnos el cuento, hay que desnaturalizar los rasgos de esta historia…
La historia la hacemos los hombres. Cargamos a cuestas, sin saberlo, el pasado; nuestra forma de ser registra a otros que nunca conocimos, pero que hablan a través nuestro y actúan desde nuestras actuaciones.
El único modo de encontrar una voz propia es tener la valentía de escuchar en uno mismo las voces de ese pasado : ¿quien habla a través mío ?, ¿desde dónde estoy siendo hablado?. Sólo reconocer el condicionamiento nos puede liberar del automatismo.
Todos somos otros.
Este trabajo es un modo de encontrarme conmigo a través de las voces de los otros y de invitar al lector a hacer lo propio.. Es una oportunidad para reconocer que cómo músico, como psicólogo, como colombiano, como hombre, como hijo, como hermano, como profesor, como amante, etc., estoy siendo atravesado por otras voces, aunque no quiera darme cuenta. Uno siempre pretende ser original... Pero la verdadera originalidad es lograr ver el condicionamiento inevitable. Ver que vemos el mundo desde un punto. Ver que no podemos pretender estar en el “no lugar” de todos los lugares y todos los puntos de vista. Ver que no tenemos la perspectiva que en una expresión feliz Putnam llamó la perspectiva del “ojo de dios”.
Quien escribe una historia o quien piensa en la historia se ve en la obligación de tomar decisiones, ponderar acontecimientos, privilegiar unos datos y suprimir otros. Aún con la mejor buena voluntad, no existe la posibilidad de una historia acabada, entre otras cosas porque la historia no es lineal. En este relato nos vamos a encontrar con el inquisidor, con el radical absolutista, con el violento negador de la alteridad de los otros, con el esclavo, con el autoritario, con el incomprendido, con el abandonado, con el santo y el criminal, con el mutilado por la indiferencia, con quien se interesa sinceramente por la suerte de los otros, con quien está preso del afán de poder, con el honesto y el bárbaro. Pero todos ellos aun cuando algún día se encarnaron en ciertos personajes históricos concretos, a la postre no son otra cosa que facetas de nosotros mismos. Por eso este texto no es un ajuste de cuentas. Se trata más bien, de comprender para no repetir la historia, para aprender de ella, para reconocernos en el pasado desde el rostro de hoy. Cada acontecimiento y cada personaje de esta historia son, en cierto modo, modelos que encontramos en nuestra sociedad. Más aún, son facetas de nuestra forma de ser. Necesitamos una narración, un relato que nos permita mirarnos a la cara. Aunque este escrito pretende ser un espejo para mirarnos, algunos entonarán con rabia su rechazo a los reflejos que nuestra imagen histórica propone.
Mirarse es un riesgo, la verdad siempre es peligrosa.
Quisiera que este texto, aunque mío, tenga una vocación polifónica. Tiene vida propia, entreteje su propio rostro, forma él mismo su estructura y su diálogo interno; tiene su propio modo de expresar mi pensamiento y , al mismo tiempo, una forma de problematizarlo. Será, en el mejor de los casos, el testimonio de alguien que en serio quiere comprender. Por eso no voy a ocultarme en las frías metodologías (que conozco y no me interesan) y en las seguras y áridas técnicas de investigación. Prefiero mostrar el movimiento de las ideas, el flujo del pensamiento, el ir y venir de la reflexión de alguien que, hijo de su tiempo, trata de comprender.
Febrero de 1916.
Escribe Gustavo Santos en la revista Cultura, Bogotá, febrero de 1916. Vol II, número 12, pp, 420, 433) :
“Nuestra historia musical propiamente dicha comenzó el día en que Colón, rodilla en tierra, con la cruz en una mano y el pabellón castellano en la otra, tomó posesión del Continente americano al son de los clarines y trompetas del rey de España, como cuentan los historiadores. Aquella fue nuestra primera página de historia musical” (Gustavo Santos. Boletín. 1978 : 294)
En efecto, 1492 marca el inicio de un proceso que cambió en muchos sentidos la historia de la humanidad. Sobre su impacto ha corrido y sigue corriendo mucha tinta. Entre nosotros, sin embargo, no ha sido contada la historia de nuestra cultura musical desde el trasfondo de los discursos que señalan la relación entre identidad y alteridad. Dicha relación, está ejemplificada contundentemente en el léxico usado por el propio Gustavo Santos cuatrocientos veinticuatro años después de la gesta del almirante genovés, al hablar de nuestra historia como país musical.
Es un buen punto de partida. Bienvenidos al viaje.
........ 1492.
La aparición de los pueblos americanos en la Historia, nace de un hecho extraordinario: una masacre : la paulatina y sistemática eliminación de los habitantes de lo que en aquel momento se creía eran las Indias Occidentales. La historia oficial, que como se sabe es el relato de los vencedores, se inicia siempre con el mito del descubrimiento. Es probable que el lector tenga, como yo, aún frescas en su memoria las idílicas frases que de niño escuchaba en el colegio acerca del grandioso acontecimiento mediante el cual un mítico personaje, el almirante Cristóbal Colón, nos dio carta de existencia al tomar posesión de estas tierras el 12 de octubre de 1492, en el nombre de España. Hoy me horroriza recordarlo, pero en aquel entonces, con tono grandilocuente y agradecido, mi ingenua y maternal profesora de historia, sostenía que mediante una trilogía de actos bondadosos - el descubrimiento, la conquista y la colonia - llegamos a tener la suerte y el privilegio de hablar el idioma de Cervantes y la buena fortuna de hacer parte de la religión verdadera, la cristiana. Esta anécdota resulta importante porque quizás expresa algo muy arraigado en nuestra mentalidad: nuestra “suerte” aparece en nuestro imaginario de nación como el producto de una ecuación perversa: parece haber sido concebida como directamente proporcional al grado de negación de nuestra identidad como americanos.
El pensamiento que ejemplifica mi legendaria profesora de historia, sin duda es muy conmovedor, pero silencia la verdad de un modo insultante.
Tomar posesión y descubrir.
Aunque estemos acostumbrados a considerarlo obvio, el acto de posesión de un territorio ya de por sí es llamativo, porque según eso ¿qué lugar ocupan los habitantes primigenios de estos lugares ?, ¿cual es su estatus?. A juzgar por la naturalidad con que asumimos que los conquistadores llegaron a tomar posesión de este territorio “virgen”, podría decirse que los dueños y señores del territorio americano sólo cumplían un destino teleológicamente diseñado en función de los intereses del invasor. Su modesta tarea, en tal caso, no sería otra que cuidar estas tierras y esperar pacientemente el momento en que sus legítimos dueños llegaran allende los mares y vinieran a regalarles un modo de vida que los dotara de los elementos necesarios para poderse reconocer como seres “humanos”. Pero no hace falta ser sarcásticos. En todo caso es un hecho que los españoles, con Colón a la cabeza, hallaron un territorio, América, pero el reconocimiento de los americanos, cuyo proceso aún se está gestando dificultosamente más de 500 años después, tomó, como se verá, un rumbo problemático con consecuencias nefastas para la consolidación de nuestros países en los terrenos político, económico, social y cultural.
A pesar de la aparente lejanía en el tiempo de este acontecimiento histórico, una corta reflexión sobre las lógicas subyacentes del descubrimiento de América resulta muy sugerente para este estudio como referencia inicial, porque de entrada nos alerta acerca de unos rasgos que vamos a ver repetir en el curso de nuestra historia, rasgos que se van a perpetuar en el modo como se ha entendido la americanidad. Como tendremos ocasión de observar, a veces los tiempos se solapan y se superponen de maneras inquietantes...
Antes de Colombia fue Colón
No hace falta revisar la bibliografía acerca de la Historia de la Música en Colombia para darse cuenta de un hecho lamentable: la negación de nuestra dimensión cultural ancestral. No tenemos que hacerlo porque esa dimensión en cierto sentido sigue oculta en la primera década del siglo XXI, aunque desde la Constitución del 1991, se han dado pasos importantes para cambiar ese estado de cosas.
Si nos atenemos al relato de nuestra historia tal y como tradicionalmente ha sido contada, hay que reconocer que los pueblos americanos sencillamente no existen, son lo in-nombrado, el agujero negro, lo negado. Eso equivale a decir más o menos que no somos nada, o para ser menos provocadores, equivale a decir que sólo cobramos existencia por y a partir de la mirada del europeo; existimos cuando nos convertimos, gracias a su dominación, en tributarios de su discurso. La tragedia de la identidad latinoamericana comienza aquí: el otro invasor es quien nos da un rostro, nos nombra y nos crea. El discurso euro-céntrico es el que en primera instancia determina los rasgos que nos pertenecen y desde el cual se nos otorga un rostro para existir.
Al rastrear la lógica misma del descubrimiento y la colonización muchos autores han puesto en evidencia que ese momento es fundante del modo singular como los pueblos latinoamericanos han asumido su historia.
Hagamos un corto rodeo por la conquista. Los invito a pensar en Cristobal Colón no como una persona, sino más bien como un prototipo, como el modelo de una mentalidad que no se agota en la humanidad del personaje real y se extiende y multiplica en sucesores anónimos que hacen gala –incluso ahora- de los mismos modos de valorar.
Tratemos de ubicarnos en el pensamiento de la época. Colón quiere riqueza y expandir por todo el orbe la doctrina cristiana. Se siente “llamado” a realizar esa misión (aunque nos suene raro, en el fondo, tenía el pensamiento -abandonado desde la Edad Media- de recuperar con una cruzada a Jerusalén). Llega a América aunque no lo sabía, y se ve enfrentado a un hecho contundente: debe interpretar la gama de estímulos y experiencias que se imponen ante su presencia y que le resultan sumamente extrañas. Para lograr dicho propósito, se sirve de un modelo interpretativo y una estrategia comprensiva muy particular: practica lo que podría llamarse, siguiendo a Tzvetan Todorov, una estrategia finalista de interpretación, es decir, que al modo de la tradición hermenéutica cristiana, el sentido final de lo que ve ya está dado de antemano. Esto quiere decir que doctrina cristiana es la respuesta pre-establecida al campo de preguntas que una realidad extraña le impone a cada paso. Si a eso se añade que está ampliamente influido por los relatos de viajes que señalan la existencia de un mundo mágico, exótico, insondable, lleno de seres fantásticos, exhuberantes y maravillosos, podremos entender mejor el sentido y alcance de las observaciones consignadas con cuidado en sus diarios.
Este marco referencial es tan fuerte para Colón que la experiencia ulterior solo le va servir para corroborar lo que ya sabe, para ilustrar una verdad que no puede ser contradicha. Toda experiencia va a reforzar lo que “debe” significar, va a ratificar “lo que está dicho y escrito”, le servirá para encontrar confirmaciones para una verdad conocida de antemano en la que se aplica un argumento de autoridad: lo dicho ya está dicho, toda duda se resuelve apelando a las verdades instituidas y consagradas.
Pero Colón, como contrapartida, también es un maestro en el uso del lenguaje y conoce el poder que tiene la palabra. No es gratuito que fuera un gran nominador, un hombre que se solazaba bautizando, dando nombres, configurando la identidad del paisaje a su arbitrio. Aunque las cosas o los lugares ya tuvieran nombres, los desconocía no por ignorancia sino porque sabia del poder que tiene el nombrar como herramienta de dominación. Diversas ramas de las ciencias sociales han mostrado posteriormente que nombrar equivale a tomar posesión.
Lo cierto del caso es que los conquistadores se encuentran ante algo inobjetable : la alteridad radical de los otros. Si utilizamos un marcador semántico de amplio uso en la actualidad diríamos que Colón y sus compañeros se encontraran de frente con la diversidad. Pero para hacer frente a tal avalancha de cosas distintas, Colón se verá en la necesidad de buscar equivalencias que le den la sensación de familiaridad, por lo cual recurre a establecer nexos con lo ya conocido.
“(Colón) Considera necesario buscar un equivalente dentro de su marco semántico, y por tal motivo, recurre a establecer comparaciones con lo ya conocido, ( “son como [...]” ), a definir elementos por su negación (“no son [...] ”), o por la ausencia de características conocidas (“no tienen [...]”), por las posibles diferencias que establece con su entorno conocido” (Theodosiadis, 1996, p. 16)
“(Colón) Considera necesario buscar un equivalente dentro de su marco semántico, y por tal motivo, recurre a establecer comparaciones con lo ya conocido, ( “son como [...]” ), a definir elementos por su negación (“no son [...] ”), o por la ausencia de características conocidas (“no tienen [...]”), por las posibles diferencias que establece con su entorno conocido” (Theodosiadis, 1996, p. 16)
Colon sabe que muchas cosas ya tienen nombre, pero se niega a reconocerles validez. Su acto de renombrar está cargado de elementos e imágenes previamente validadas (su dios, su rey, los nombres de los pueblos que conoce, etc.) y se sirve de ellos para apropiarse de lo nuevo y hacerlo suyo, para configurar un campo semántico familiar y compresible. Mediante la estrategia de establecer comparaciones, señalar diferencias, negaciones y carencias, el otro es percibido desde el comienzo como habitante de una espacio desconocido en donde una palabra hegemónica (la suya) pretende reducir la irreductibilidad del otro a simple cercanía/lejanía con un modelo que se enuncia como portador de universalidad. Esta lógica, la volveremos a ver desplegarse muchas veces a lo largo de este ensayo.
Conquista y exterminio.
Aunque no se sabe con certeza cuantos habitantes tenía América, las Antillas y el Caribe en el momento del descubrimiento, todas las versiones concuerdan en la tremenda rapidez con que fue menguada la población indígena.
“Tanto en la época de la Conquista como después, los indígenas sufrieron grandes pérdidas de población. Primero, los nativos carecían de anticuerpos para combatir las enfermedades traídas por los europeos y sus esclavos africanos. Segundo, la demanda de alimentos por las huestes conquistadoras debió causar gran escasez en aquellas comunidades más próximas a las rutas y campamentos españoles. Finalmente, cuando los españoles pasaron del saqueo de los tesoros indígenas a las extracciones en forma de tributo laboral sistemático, dislocaron la economía y la sociedad indígenas. La forzosa separación de los esposos debido a que tenían que trabajar lejos de sus hogares por lapsos prolongados fue un factor que hizo indudablemente más difícil recuperar el crecimiento de la población” (Palacios- Safford, 2002, p.48)
A esto hay que sumarle la indudable superioridad técnica de los europeos. Según los cronistas, los españoles contaban con arcabuces, cañones, caballos (que no eran conocidos en América), bergantines (frente a las frágiles canoas indígenas); estos, por su parte, contaban con poco mas que flechas (no siempre envenenadas), canoas y otros utensilios bélicos rudimentarios. Su ventaja era sin duda, el conocimiento del territorio. Aunque comparativamente, el equipo militar de los españoles parece un formidable arsenal, las cantidades de esos elementos eran generalmente pequeñas y la pólvora con frecuencia estaba mojada y no servía. Hay que admitir, entonces, que el uso de las armas en muchos sentidos, fue más simbólico y estratégico que propiamente real. Lo que resultó letal fue su uso como signo y la interpretación que derivo en el universo experiencial de los indígenas.
No es posible afirmar que la fuerza - de las armas o las enfermedades - fuese la única causa del exterminio de los indígenas. La hipótesis de Todorov a este respecto es sugerente ; a su juicio, vencen los españoles porque en última instancia logran dominar en el ámbito simbólico, es decir, triunfan por su superioridad en el manejo, a su favor, de los códigos de la comunicación. Esta hipótesis, nos interesa particularmente ya que nos pone frente a un problema que tiene que ver directamente con el objeto de estudio de este trabajo : la lucha por el sentido de los acontecimientos y el manejo de estrategias simbólicas convocantes.
Este hecho, por otra parte, nos recuerda que indudablemente la Conquista fue de todos modos un encuentro, un intercambio simbólico, un escenario trágico que puso a prueba la capacidad de ambas partes de leer los códigos de la contraparte y su habilidad para poner a funcionar en su favor, la ventaja relativa del dominio de los signos. Ambos lados de la contienda se topan de frente con la alteridad radical del otro.
Los distintos niveles en que se da el desigual encuentro del mundo europeo y el universo indígena ha sido caracterizado claramente por los historiadores. Cuando llegan los españoles a conquistar y colonizar los territorios y pueblos americanos (y esto se vera repetir en otras partes) estos no constituían un todo homogéneo. Eran pequeñas comunidades más o menos autónomas.
El encuentro de dos cosmovisiones
Aunque a veces pasa desapercibido, un gran trasfondo ritual y religioso subyace en el conflicto y permite entender porqué las cosas se desenvolvieron de la forma en que lo hicieron.
Hay que tener en cuenta algunos rasgos de los indígenas americanos. En primer lugar, que el ejercicio de la adivinación ocupaba un lugar muy importante en su cotidianidad. Prácticamente no tomaban ninguna decisión importante sin consultar previamente a expertos adivinos, mamos, chamanes, o seres considerados sabios, quienes haciendo uso de los saberes ancestrales definían el sentido de los acontecimientos ubicándolos en los ejes de su comprensión cíclica del mundo. Cada acontecimiento tenía una impronta y un carácter único y definido. Auscultaban la naturaleza, el agua, los granos de maíz, los hilos de algodón, buscando en ellos señales indicadoras y signos de otros acontecimientos. Esas indagaciones determinaban si el acontecimiento tenía un carácter fausto o infausto, que se creía era transmitido a otros acontecimientos. El mundo indígena era un mundo sobredeterminado en el que los hechos no podían suceder sin un anuncio previo, era un mundo cíclico en el que el pasado tenía las claves del porvenir.
En Colombia los pueblos indígenas que presentaban mayores adelantos sociales eran los Taironas y los Muiscas, pero en modo alguno eran los únicos. Según Reichel-Dolmatoff, la astronomía, la meteorología y la formación de un calendario fueron esenciales. La función principal de los sacerdotes fue la observación astronómica. Estos, en el caso de los Muiscas llamados jeques, “se formaban durante largos años de reclusión en un templo, donde los aprendices debían ayunar y llevar una vida dedicada sólo al estudio de la religión y de sus prácticas esotéricas” (p.101) Por otra parte, como muchos otros pueblos indígenas, consideraban las lagunas como lugares sagrados, y eran ávidos consumidores de narcóticos y alucinógenos (coca, tabaco, “borrachero”, rape de yopo) con finalidades rituales (Reichel-Dolmatoff : 1986 : 84 y ss.)
Hay que percatarse que un mundo sobredeterminado es, consecuentemente, un mundo superordenado, donde las jerarquías tienen una importancia crucial, donde cada cosa tiene su razón de ser, su función, su momento, su espacio y su causa particular (Todorov, 1987). El individuo, por tanto, no existe tal como lo entendemos los occidentales, forma parte de otra totalidad: la colectividad, en la que no se valora la iniciativa individual, ni la vida se moldea conforme a voluntades individuales o deseos personales. El porvenir de cada persona individual está ordenado por el pasado colectivo, esta estructurado según relaciones armónicas con un todo universal.
Hay que reconocer que este sistema de creencias los hizo comparativamente menos ágiles para sortear las insólitas condiciones que impuso la llegada de gente tan extraña como los invasores europeos. Cuando quieren actuar, los indígenas buscan en los socavones del pasado las claves que garantizarán que sus decisiones sean acertadas y estén acordes con su marco de creencias. Pero el bombardeo de información nueva que les llega de súbito es tan grande y tan desconcertante, que se puede suponer que los llenó de inseguridad y los perturbó considerablemente.
La dificultad de los pueblos indígenas para improvisar frente al nuevo escenario que se impuso ante sus ojos, puede apreciarse en el manejo del lenguaje. Los indígenas americanos, en diferente medida, aprecian como un valor fundamental el dominio del lenguaje. La razón es obvia. En un mundo sin escritura el manejo oral del lenguaje exige extremo cuidado, sobre todo porque en ese legado oral suele estar depositada toda la memoria social de sus culturas. Dicha palabra es poderosa, sagrada, pero al menos en un sentido, poco flexible, al menos frente a la guerra que libraban, ya que al no estar valoradas las variaciones individuales, su producción discursiva está dictada más por el pasado que por el presente. El español, que también tiene el problema de la extrañeza y radical otredad del indígena, improvisa continuamente, si es preciso miente o engaña. Su lenguaje se acomoda, sus creencias se redefinen, su marco es más dúctil, y para los efectos prácticos de la guerra, más flexible. Su palabra consagra valores que están en las antípodas del universo sobredeterminado del indígena. El español, haciendo gala de una flexibilidad bastante moderna, lee los signos y saca provecho de ello.
¿Cómo se supone que se puede reaccionar ante el acontecimiento imprevisible, inesperado y abrupto de la conquista desde un universo de creencias como el indígena?.
En este proceso vemos enfrentarse, adicionalmente, dos concepciones del tiempo. Las creencias del indígena descansan en la convicción de que el tiempo se repite, que obedece a una naturaleza cíclica. Como una rueda, el tiempo es un eterno retorno de lo mismo. Por esto acuden al pasado, para guiar el porvenir, ya que en el fondo son la misma cosa. Buscan en el pasado las claves del futuro porque este no es otra cosa que pasado vuelto a pasar. La profecía esclarece el sentido de los acontecimientos, pero, paradójicamente anuncia algo que ya estaba señalado de antemano. Frente a esto, tenemos el tiempo cristiano español. Un tiempo unidireccional, “tiempo de la apoteosis y del cumplimiento” (Todorov, 1987: 95). El tiempo cristiano es como una flecha que va de un punto a otro, de la oscuridad a la luz, del reinado de los infieles a la victoria final de los fieles y los justos. Es un devenir lineal que está claramente signado por el advenimiento de un momento culminante: el triunfo del cristianismo, el tiempo de la promesa cumplida, la llegada del anhelado reinado de dios entre los hombres.
Este punto es interesante. Aunque sepamos que los conquistadores que llegaron a América no eran propiamente un dechado de virtudes y no eran precisamente los personajes más depurados moral y religiosamente, no debe extrañarnos el hondo trasfondo religioso de su pensamiento. En la España de su tiempo - hay que recordar que España esta viviendo la euforia de la “reconquista” y la expulsión de judíos y moros - la certeza de estar llamados a ser los portavoces y anunciantes del evangelio por todo el orbe resulta altamente estimulante y está muy afincada en las mentes de los conquistadores. De hecho, los españoles que llegaron a estas tierras ven en la facilidad con que se van entregando a su dominio los pueblos americanos, una prueba de la excelencia y verdad de la fe cristiana.
Los indígenas americanos tenían la virtud de ser muy hábiles para leer el mundo de las cosas, los astros y todo su universo referencial, pero encuentran dificultad para hacerle frente a los nuevos signos humanos que se les aparecen abruptamente. Hay testimonios que indican que en México, por ejemplo, no lograron percibir la identidad humana de los españoles, no pudiendo integrarlos convenientemente al “sistema de intereses y otredades humanas” (Todorov, 1987 : 84 ). Algunos grupos indígenas creyeron incluso que los españoles no pertenecían al mundo de los hombres y los asimilaron, en consecuencia, a dioses, con lo cual el miedo, la admiración y la impotencia no hicieron sino agravar las cosas. La tristeza y el abatimiento, del que dan cuenta algunas crónicas, hicieron el resto.
Quizás el lector se este preguntando, con razón, ¿que tiene que ver todo esto con la historia de la música en Colombia, o con la relación entre música e identidad ?.
La respuesta, que algunos podrán suponer vinculada con la idea de Gustavo Santos de que el descubrimiento es precisamente la primera página de nuestra historia musical, tiene que ver, no obstante, con un criterio metodológico que es preciso dejar claro. Resulta pertinente para nuestra discusión, aunque por ahora no se vea con plena claridad, porque este ejercicio de dominio de los códigos de la comunicación es recurrente en la lucha por dominar los modos de simbolizar. La tensión que ilustramos con el enfrentamiento entre españoles e indígenas, ejemplifica una tensión conflictiva, recurrente y, a fin de cuentas, portadora de algunas de las claves que tiene nuestra particular forma de relacionarnos con el pasado y de pensar el porvenir. El campo de lo musical no sólo no va a estar ajeno a este tipo de tensiones, sino que cuando lo estudiemos en diferentes momentos de nuestra historia, vamos a poder a mostrar cómo estas lógicas arcanas perviven en los modos en que hemos asumido nuestra autocomprensión, aunque naturalmente, desde una óptica histórica lineal y progresiva, se pretenda que está oculta o silenciada en los confines de un pasado ignoto.
¿Fue una masacre? ¿Denunciar la muerte de tanta gente desde la lógica de hoy, es dar una visión unilateral de los hechos? ¿Acaso por intentar una versión menos centrada en la mentalidad del vencedor estoy siendo sesgado y parcial?
El problema es grande, y por lo que he leído, todo estudioso de estos temas se ve enfrentado al mismo dilema. En vista de que darle un nombre a ese encuentro ya es tomar una posición, la conmemoración de los 500 años del suceso puso en evidencia que las diferencias de nominación encierran profundas diferencias de valoración de lo que pasó y trazan diversos horizontes hacia el futuro por venir. La versión eurocentrista, por ejemplo, lo llama “Descubrimiento de América” ; otros, “Encuentro de dos mundos”, que encierra cierto optimismo ; otra versión la llama simplemente “Conquista de América”, como si todo lo ocurrido sólo fuera reducible a un terrible crimen ; otros han sugerido llamarla “Invención de América”.
Lo cierto del caso, es que estoy tentado a decir “Encubrimiento de América”, pero me parece muy provocador. Aunque no faltan razones: el año de 1492 representó la emergencia planetaria de la existencia del mundo americano y el inició de un proceso ideológico de encubrimiento de grandes porciones de la realidad cultural del continente.
Por esto, repensar nuestro mito fundante o si se quiere el “pecado original” del cual somos hijos, resulta inaplazable para poder darnos un rostro.
Para eso nos toca hacer varios duelos: duelo por lo indígena perdido; por lo negro perdido; por lo español perdido. Nos toca hacer un duelo por la pureza mítica. Nadie es puro.
Y también nos toca hacer varias fiestas: fiesta por lo indígena recobrado y vigente; por lo negro vivo y presente; por lo hispánico que sigue latiendo en nuestro paisaje vital.
Hace poco una noticia científica despertó gran interés. Unos investigadores basados en el registro fósil y en estudios genéticos, sugirieron que la primera mujer, nuestra abuela, la mamá de todos por así decirlo, era una negra africana. La diferenciación racial, según las investigaciones genéticas, es un invento de la evolución y de la necesidad de adaptación a condiciones climáticas y alimentarias diferentes.
Dato contundente pero difícilmente asimilable. Porque un nuevo dato científico no se convierte de la noche a la mañana en un hecho cultural. En nuestro imaginario siguen existiendo razas puras e impuras, y nosotros, desde esa lógica, siempre fuimos catalogados del lado de la impureza. Nos hemos sentimos manchados; mancillados por la mala suerte de no ser nada y ser todo. Nos han tratado y nos hemos tratado nosotros mismos como bastardos.
Nuestra historia bien pudiera explicarse en función del deseo de exorcizar ese fantasma, de resolver ese dilema, de purgar ese pecado. Ni españoles, ni negros ni indígenas, quedamos con la necesidad de hacernos un rostro a la medida de nuestra realidad. La pregunta sigue siendo recurrente desde la llegada de las tres carabelas: ¿Quiénes somos entonces ? Lo cierto es que, pese a los cantos apocalípticos que a veces se escuchan, lo silenciado en los discursos no acalló las voces emergentes. La fuerza de esas tres tradiciones sobrevivió yuxtaponiéndose de formas muy variadas configurando una realidad nueva. Nuestra relación con el mundo esta preñada de rasgos indígenas; la fuerza de lo africano sigue latiendo en nuestra sangre; muchas de nuestras costumbres y valores nos remiten indefectiblemente a la herencia hispánica. La América de hoy es ciertamente menos que la suma de las partes; pero también es más que el producto de un mero agregado de rasgos independientes. 1492 marca el inicio de una nueva realidad: ni indígena, ni negra, ni hispana.
Más bien una realidad Indo-afro-hispanoamericana que va a darle los rasgos característicos a nuestra forma de ser. Un terreno de lucha, ciertamente; pero también un terreno de encuentros múltiples y heterogéneos ; de procesos caracterizados por continuidades y discontinuidades ; terrenos de ausencias y de presencias que se superponen y se solapan. Lo que se silenció ayer toma voz ahora, lo que ayer se extirpó vuelve a crecer. Nada es igual pero tampoco completamente distinto. Nuestra herencia, como dice Fuentes (Fuentes, 1990), son una serie de problemas irresueltos pero también de valores asimilados; un tiempo perdido, pero también un tiempo recobrado...
Un informe viejo informe al Consejo de Indias
El dominico Tomás Ortiz escribe al Consejo de Indias acerca de su visión de los indígenas:
“ Comen carne humana en la tierra firme ; son sodométicos más que en generación alguna ; ninguna justicia hay entre ellos ; andan desnudos, no tienen amor ni vergüenza ; son estólidos, alocados, no guardan verdad si no es en su provecho ; son inconstantes ; no saben qué cosa sea consejo ; son ingratissimos y amigos de novedades. [...] Son bestiales, y précianse de ser abominables en vicios; ninguna obediencia ni cortesía tienen mozos a viejos, ni hijos a padres. No son capaces de doctrina ni castigo [...] comen piojos y arañas y gusanos crudos, doquiera que los hayan; no tienen arte ni maña de hombres. Cuando han aprendido las cosas de la fe, dicen que esas cosas son para Castilla, que para ellos no valen nada, y que no quieren mudar costumbres; son sin barbas, y si a algunos les nascen, pélanlas y arráncanlas [...] quanto mas crescen se hacen peores ; hasta diez o doce años parescen que han de salir con alguna crianza y virtud ; pasando adelante se tornan como bestias brutas. En fin, digo que nunca crió Dios tan cozida gente en vicios y bestialidades, sin mistura alguna de bondad y policía [...] Son insensatos como asnos, y no tienen en nada matarse” (Pedro Mártir, VII, 47. Citado por Todorov, 162).
1965. Escribe Perdomo Escobar.
Resulta inevitable hacer alguna alusión al pasado precolombino si se quiere contar la historia de la música en América Latina. En 1965, uno de los más importantes estudiosos del tema en nuestro país, el sacerdote Ignacio Perdomo Escobar publicó su libro “Historia de la Música en Colombia” y dedicó al tema dos capítulos, “Aborígenes” e “Instrumentos de los indios precolombinos”.
Su reflexión, que se inicia con el reconocimiento de la dificultad de rastrear la música de nuestros antepasados, tiene para nuestros propósitos un interés especial porque nos inserta en el modo como hablamos del tema en pleno siglo XX.
La valoración pretendidamente descriptiva de la música de los indígenas contiene algunas de estas elocuentes expresiones: (la música) “estaba en estado de magia”, “la melodía aparece impregnada de superstición”, “era de una cadencia disonante como el medio en que florecía”, “parece estar desprovista de realismo y de estética”, “se nota la ausencia de motivos aprovechables, se caracteriza por el estado primitivo y rudimentario”.
Aunque esas palabras están tomadas de algunos de los cronistas españoles de la época, la exterioridad de quien habla es impactante, el indígena es el afuera, es el otro; Perdomo no puede ocultar su extrañeza y su desencanto. Como si no hubieran pasado algunos siglos y se acabara de bajar de la carabela, narra la experiencia musical indígena haciendo evidente la dificultad tremenda que le resulta comprender su universo cultural y hacer inteligibles unas prácticas que no son las que su forma de vida avala como legítimas. En todo el texto brilla por su ausencia el esfuerzo por comprender; su tono displicente y ajeno al universo que trata de estudiar, ejemplifica el modelo que mostramos a propósito de Colón, nos muestra que, pese al paso del tiempo, ha seguido vigente. Como en esa época, la valoración de la legitimidad del quehacer musical indígena en Perdomo, esta planteada en función de la relación (cercanía/lejanía) con un modelo hegemónico incontestable.
Perdomo hace algunas concesiones y tratando de reconocer algo del sentido de tales manifestaciones musicales, declara: “salta a la vista que cultivaban los diversos géneros musicales : religioso, guerrero, fúnebre, triste, alegre, etc. (...)”. Aunque al parecer confunde el carácter ceremonial (religioso, guerrero) con el talante emotivo de la música (triste, alegre) su intento de comprensión se queda en la superficie. En el momento en que logra desprenderse un poco de sus prejuicios valorativos declara:
“(...) podemos deducir que los naturales que vivieron en la época precolombina en nuestro actual territorio, presentaron diversas manifestaciones musicales no dignas de despreciar ; ya en las fiestas o en los funerales ; en las guerras con los pueblos vecinos nunca faltaban los músicos militares para incitar a los guerreros al valor, y henchir los ánimos de entusiasmo en la consecución de la victoria” (Perdomo Escobar, P.12).
El marco comprensivo de Perdomo no le permite reunir información para intentar una explicación comprensiva de lo que allí está en juego; el sacerdote parece atrapar al musicólogo. Su sesgo - presumible si se entiende que el mismo representa los valores de los conquistadores - no le permite advertir el carácter sagrado y ritual que está en la raíz de la vida del indígena. Como no es su creencia, la llama superstición; como no es su rito lo llama magia, como no es su estética, los llama productos bárbaros y disonantes.
Obsérvese que una música como la indígena, que es parte de la vida, que se integra de suyo en las prácticas más diversas, que no es un mero adorno de los acaeceres de la vida cotidiana y que por su carácter sagrado impregna prácticamente todas las actividades vitales, queda así reducida entonces a su mínima expresión. Aunque apelando a los cronistas Perdomo nos cuenta que es usada en las conmemoraciones y otras circunstancias sociales (v.gr. para honrar a Bochica, en rituales que celebran la luna, la fiesta de la muerte, los funerales, la fiesta de las siembras, para incitar en la guerra, para celebrar la victoria, para vituperio u honra de personas, para contar las gestas de los antepasados) no logra dar el paso al reconocimiento de la legitimidad de ese otro, desconociendo que para ellos, a diferencia de nuestra concepción moderna, pragmática e instrumental, música y vida son parte del mismo universo : una totalidad integrada. Preso de la especialización funcional propia de la lógica moderna occidental, Perdomo no dialoga con el sentido de esas músicas ni se pregunta por su función social más allá de la mera situación en que puede ser observada desde la fría exterioridad. Como no puede entenderla la califica de carente y bárbara; como no quiere acercarse a su sentido, lo describe como un sonsonete salvaje, ruidoso y disonante.
Luego, señalando que presumiblemente la música indígena actual por influjo de la tradición oral tal vez sea muy parecida a la precedente, ya extinguida, hace la siguiente apreciación: “Es rudimentario, salvaje, compuesto de ruidos disonantes y bárbaros que producen infinidad de bombos, sonajas y palos”.
Con relativa frecuencia en las reflexiones acerca de la música se hacen referencias, casi siempre exhaltadas y poéticas, a su relación con el silencio. Por ello quizás pueda resultar extraña o molesto reflexionar acerca de la música sugiriendo con algo de irreverencia, que su historia podría contarse como la historia de la lucha por la administración y el control de su par antagónico: el ruido.
No obstante, dicha extrañeza resulta compresible, ya que mientras que a la música se la destaca como un bien social, al ruido se le ha colocado en la picota pública. Es cada vez más frecuente oír hablar de la centralidad ruido como rasgo de la sociedad post-industrial y el carácter problemático que tiene su progresivo aumento para la salud individual y para el bienestar social. Las invitaciones a establecer regulaciones jurídicas y a pensar como un logro social el control de la “polución sonora”, son no sólo más frecuentes cada día, sino que se tramitan con la urgencia que antaño se enfrentaban las epidemias y las pestes.
El problema del ruido, sin embargo, no es sólo un problema de salud pública, ni se deja reducir a un asunto de dañinos decibeles que flotan en el aire. El problema del ruido está intrínsecamente ligado al problema de la definición y conceptualización de lo musical, y por tanto, a quienes nos interesa la música como fenómeno cultural, nos debería interesar la discusión en torno al frágil umbral que separa el ruido de la música.
El estudio de la música en su devenir histórico, es un acercamiento al problema la lucha por el control hegemónico de lo simbólico y que sus tensiones manifiestan conflictos que deben ser entendidos como choques de fuerzas sociales.
La música está ligada desde siempre al poder. Los músicos a lo largo de la historia, han sido los sacerdotes del ruido: una estirpe de magos que presiden complejos rituales ; unos alquimistas que preparan pócimas afectando las vibraciones de la materia y haciéndole producir combinatorias que adquieren sentido para otros, sonidos que por ser metáfora del orden social, convocan y construyen socialidad. Por esa razón, cuidar la música es cuidar el orden; consiguientemente protegerla y alentarla es proteger el poder de convocatoria y cohesión que le atribuimos, y que parece ser un rasgo universal : la música nos impacta, nos afecta y nos reúne.
Aunque el músico -considerado como individuo aislado- no inventa la música (la música, como el lenguaje es propiedad de comunidades y no de personas), es el visionario que la administra, el especialista reconocido por la comunidad como dotado de la capacidad de producir emociones y exaltar el espíritu.
El poder de la música ha estado ligado a la metafísica. Por su carácter etéreo y por su aparente inmaterialidad (la música suena y al segundo se ha ido y es mero recuerdo) ha sido considerada la más espiritual de las artes. En occidente especialment,e ha estado ligada a la idea de orden, perfección y simetría. La música es una proyección de un orden anhelado; y si se quiere, es proyección y metáfora de un orden ideal (cf. Attali). Nos recuerda que el orden social, difícilmente alcanzable en la práctica, es posible. Esto, en parte ayuda a explicar la centralidad de la producción musical en todas las culturas humanas.
Siguiendo este razonamiento podemos afirmar que la música es ruido controlado, ruido admitido, ruido socialmente convocante por encontrarse incorporado a prácticas comunitarias que le confieren su sentido y con él, su poder de persuasión, su capacidad de afectación emotiva y su trascendencia. La música es ruido bello, deseado, imaginado, esperado. La música es una combinatoria de sonidos articulados de tal manera, que producen la impresión de orden. No es gratuito que hayamos llamamos “armonía” a la forma de integrar con cierta sistematicidad y orden, los sonidos que se producen simultáneamente.
Pero todo orden esta amenazado. El reino de la luz está continuamente amenazado por las tinieblas y la oscuridad. A la armonía la acecha el caos y el desorden. Cuando prescribimos que algo va a ser considerado ordenado, estableciendo los límites de lo posible, lo esperable y lo deseable. Creamos un umbral, construimos una frontera; y al hacerlo, configuramos un territorio que hay que preservar.
Si esto es así, podemos ver que la tensión entre ruidos admisibles y ruidos indeseables, es otra cara de la lucha por el poder, esta vez tomando forma en su dimensión estética y simbólica.
Perdomo Escobar “oye ruido” en la música indígena, como hoy algunos sólo oyen ruido en el rock. La relación música-ruido es una distinción políticamente relevante. Después de todo, alude a la constitución de una serie de distinciones (organológicas, melódicas, armónicas, estructurales, etc.) que nos permiten comprender como unas comunidades humanas en un determinado momento histórico conciben y categorizan los estímulos auditivos que perciben y que ella misma produce para su uso práctico o estético, y cómo al surgir ciertos modos de la experiencia sonora en las prácticas vitales de las comunidades humanas, se constituyen en un dispositivo de socialidad que cumple, en el caso de la música, una función integradora de las relaciones humanas, y en el caso del ruido, en amenaza de fragmentación y caos. El ruido, por si fuera poco, en algunos casos llega a ser visto como presagio de desorden social o moral.
Hacer ruido o hacer música, es en cierto sentido, estar de un lado u otro de la frontera imaginaria que controla la producción de sonidos que son metáfora y proyección del orden social, o estar del lado peligroso de lo que “di-suena”. Hacer música o hacer ruido es, entonces, estar ubicado dentro o fuera de los cánones que reglamentan los modos legitimados socialmente para hacer inteligibles, comunicables y compartibles las diversas maneras como puede estructurarse la experiencia sonora.
No es extraño, por tanto, que siempre que se haga una innovación en un determinado lenguaje musical, esta suela ser catalogada como cacofónica, ininteligible, caótica o absurda, es decir, que sea entendida como ruido. Esto le pasó a mucha gente desde Jimmi Hendricks y a Debussy, a Los Speakers como al grupo Palos y Cuerdas en el festival Mono Nuñez de 2006. La razón, es que hacer música es jugar con el ámbito de posibilidades y combinaciones sonoras que una época o de un género musical ha consagrado como esperable, deseable y más aún, como susceptible de fruición estética. Innovar dentro de dicho marco, es desarrollar la música. Salirse de él, es amenazar el modelo y poner en cuestión la legitimidad del orden establecido. La lucha por el control de lo que se entiende por música y ruido, es en definitiva, una lucha por el poder. Es una lucha por saber quien pone las reglas de juego y qué valores comunitarios se consagran como hegemónicos.
La tensión entre música y ruido, por tanto, no debe tratase como un asunto intrínseco al lenguaje musical y relacionado exclusivamente con sus aspectos técnicos. Como hemos sugerido, nos habla de las tensiones sociales que están en conflicto en una determinada época. De un lado el orden, del otro la anarquía; de un lado la armonía y del otro el desorden y el caos; de un lado un modelo social que se legitima, del otro el potencial subversivo de lo nuevo.
En 1916 escribe Gustavo Santos :
“Observad en nuestros campos al pobre trabajador. ¿Cómo queréis que aquellos seres lamentables canten ?. ¿Qué melodía puede surgir de seres raquíticos, hambrientos, cuya personalidad linda con la del animal?. La música es una manifestación de aspiraciones superiores, y nuestro pueblo, en el que duermen aún ciertas reminiscencias de esclavitud, no las tiene; por eso no canta. El cantor popular entre nosotros no puede sino ser el producto de las ciudades, y su repertorio no puede estar compuesto sino de variaciones de tonadas vulgares importadas, porque a esta clase de cantores les da el nombre su voz, y no el ser intérpretes del alma popular”. (Gustavo Santos. Boletín. 1978: 297)
Y luego, haciendo una “valoración” de nuestros aires musicales, sostiene:
“En realidad ¿qué son esos aires? ¿Podrán ellos constituir nuestro folclor?. En ningún caso. Son aquellos aires lamentaciones, quejidos, suspiros, florituras lloronas en las que la poesía está a la altura de la música. (...) Aquello es, un poco de neurastenia, cantada en malos versos : aquello no es sano, y nunca un canto popular fue malsano, porque, ya lo dijimos, el canto popular es un brote de vida vigorosa. (...) Los españoles que vinieron en tiempo de la Conquista, andaluces muchos, aventureros la mayor parte, sintieron aquí la nostalgia de su tierra natal, y empezaron, ellos, raza fuerte, es decir raza que canta, a cantar su tierra lejana, sus familias, sus amores, y la nostalgia iba creciendo a medida que el tiempo pasaba, y esa alma andaluza, tan extraña y tan fúnebre a pesar de sus claveles rojos y el cascabeleo de sus equipajes y el alma aventurera, acabaron por crear una música melancólica, triste, desgarradora, neurasténica” (Gustavo Santos. Boletín. 1978: 297,298)
Sugiere entonces desarrollar valores musicales que nos den elementos para fundar una tradición folklórica. Para ello debe cultivarse el “canto popular”, ¿pero cómo?
“Necesitamos de ascendientes, es fatal, y nuestro origen, nuestra idiosincracia nos señalan a España como ascendiente. El folclor español debe ser el nuestro ; es vastísimo, es quizá de los más ricos que existen ; en el caben infinidad de matices sicológicos, en los que nuestro temperamento puede encontrar su equivalente, puede encontrarse, así mismo para luego desarrollarse de manera original. (...) Deben pues nuestros músicos estudiar el folclor español y nuestros pedagogos musicales difundirlo entre nosotros. Es necesario por todos los medios posibles, inocular en nuestro pueblo, en nuestra alma el folclor español, haciéndolo cantar, explicándolo en nuestras escuelas primarias. En suma, debemos injertar el alma de nuestros antepasados en nuestra sangre” (Gustavo Santos. Boletín. 1978 : 301)
Gustavo Santos quiere buscar las fuentes. Las encuentra precarias y lamentables del lado de lo indígena y lo negro. Por eso se decide por lo español para el injerto, como lo llama.
La búsqueda de antecendentes ha llevado con frecuencia a la búsqueda de la pureza, aquel lugar original, incontaminado de donde surgió todo. El mito de la pureza ha sido nefasto. Bien visto, la pureza de algo no es nada más que otra distinción, un acuerdo, una señal para decir “aquí comenzamos”. Nos pasa igual con la idea de hombre: nos vemos en la necesidad de tomar la decisión acerca del momento en que se separa del mono. Igual con la distinción entre el niño y el adolescente. En todos los casos como decía Dewey, se trata de un continum que se nos complica cuando constatamos que presenta cualidades fenomenologicamente distintas. Y pasa lo mismo con las demás distinciones: naturaleza y cultura, alma-cuerpo, razón-sentimiento, o sin ir más lejos, el continum oruga-mariposa. Como dio Chomsky (cf. Putnam) : hacemos distinciones pertinentes y plausibles pero nos enredamos cuando tenemos que explicar el paso de un término al otro. Del mono al hombre; del niño al adulto; del individuo a la sociedad, de la polca y el shotiss al chorinho; del vals al pasillo.
Como quien dice: la pureza y la identidad de algo se define simplemente por ciertos acuerdos, que se dan tanto en la ciencia, como en el arte, la religión y el mito, acerca del transito entre los términos de un continum. Es lo que llama Tomas Khunn, acuerdos sobre paradigmas; o lo que Wittgenstein llamaba lo no discutido que sirve de base para las discusiones, lo no preguntado que permite hacer preguntas, lo no cuestionado que permite cuestionar. Pero no tenemos porqué ponernos tan serios y trascendentales para explicar esta cuestión. Los modistos de provincia lo saben muy bien, su sencilla epistemología nos ofrece claridad: todo son conchas de retazos, que arman otras conchas y otros retazos que arman otras conchas que, a su vez, hacen otros retazos, y así siguiendo per secula seculorum, como decían los antiguos.
Goethe, dijo un día: “Dadme una distinción y moveré el mundo”. No pidió una palanca, como los mecanicistas, pidió una distinción, una diferencia. Y tenía razón: las distinciones mueven el mundo. Actualmente, las ciencias cognitivas han vuelto a resaltar la importancia de las distinciones y han ahondado en el problema de la ocurrencia de tan singular capacidad. Se sabe, por ejemplo, que percibimos diferencias; que en cierto modo, todo lo que procesa el cerebro no es más que información acerca de diferencias(Cf. Bateson). Un haz de estímulos eléctricos informan acerca de diferencias que, en una compleja síntesis, construyen los fenómenos perceptuales que solemos llamar “realidad” o “mundo objetivo”.
Muchos otros, como Llinas, proponen una visión igualmente plausible y quizás más prometedora. El cerebro construye la realidad, y, como ha mostrado la psicología, gracias al aprendizaje social, consagramos el sistema de distinciones significativas y pertinentes de una cultura particular y la llamamos realidad.
Los cognitivistas, empero, olvidan algo crucial. Las distinciones no las hacemos por tener una experiencia intelectual, ni por un afán cognitivo, sea este conocer el mundo, abrir los horizontes del conocimiento u otra cosa. Como decía el fundador el pragmatismo, Peirce, el asunto es fundamentalmente adaptativo y práctico. Todos los pragmatistas, con Dewey a la cabeza, coincidieron en señalar que la filosofía tradicional nos ha dado una visión pervertida del acceso al conocimiento, según la cual, conocemos simplemente para conocer. Esa visión aséptica del conocimiento, nos concibe como sujetos desanclados, que conocemos un mundo, por encima y por debajo de nuestras inquietudes. Conocemos por conocer. O más autárquicamente : conocemos para conocer el conocimiento.
El problema de fondo es mucho más complejo, y no atañe solamente al cuidado y estudio de las variables empíricas (es decir, no se resuelve con un exhaustivo trabajo de campo). La idea de que en Colombia, por ejemplo se fusionaron tres elementos puros –lo indígena, lo negro, lo español- conformando el mestizaje cultural, es sobre todo, un arduo problema conceptual. La discusión adquiere ribetes filosóficos cuando reconocemos que este asunto esta emparentado con la distinción entre lo uno y lo múltiple. O si se quiere, se puede expresar como el problema entre la identidad y la alteridad. O como preferían algunos, en forma más abstracta, entre lo Mismo y lo Otro.
En todas esas formulaciones hay algo en común: se marcan dos territorios. De ahí en adelante lo usual: constatar que usamos lo divergente como principio de exclusión; la disyunción como medio de separación. Para poder decir cosas del tipo “hasta aquí va lo indígena”, o “esto es de la herencia española”, etc., necesitamos un mundo hecho “donde las cosas sean lo que son”. Se requiere un mundo que se base en el principio de identidad y de tercero excluido. “Una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo”. “Una cosa no puede estar en dos lugares al mismo tiempo”. En un mundo así, las identidades son sustanciales, las cosas son como son. Un mundo así es un mundo reglamentado con cuidado para evitar que se nos desdibuje, se nos desarme o se nos destruya en cualquier momento. ¿Los mundos de la música, y más en general, los mundos del arte y la cultura contemporáneas, se pueden reducir a este modelo ?. ¿No es acaso el siglo veinte una protesta prolongada frente a estos principios?
Con Duchamp, Satie, Cage, Beauys, Joyce, Webern, entre otros, el arte del siglo XX cambio la faz de la tierra. El mundo pétreo de antaño dio paso a un mundo más plástico. Los contornos cambiaron, y con ellos las fronteras y los umbrales. Comenzó la promiscuidad tan aterradora como fascinante, que caracteriza nuestros tiempos.
Hoy día, para hablar de fusión, mestizajes o hibridaciones se suele hablar de identidades estables que se mezclan, dejando como resultado un nuevo producto. Pero quizás la cosa sea distinta, quizás olvidamos que las cosas no son, sino que devienen. Sería más justo decir, como decía hace ya muchos años en clase mi maestro Carlo Federici, las cosas (incluidos nosotros) somos un “siendo”, no un ser. Todo circula entre, pasa entre (cf. Deleuze). Siempre somos otros, como dijo Rimbaud, el poeta. Con la música es igual: siempre fue otra, siempre será otra. Así como no nos bañamos dos veces en el mismo río, la música no se deja atrapar por el corsé del análisis estructural y meramente técnico. La música es un dato, el musicar es el milagro (cf. Small) y este no depende, como se verá, de la mera emisión de sonidos. Es una actuación que requiere como condición indispensable una sociedad, unos rituales, unas circunstancias y una preparación muy singulares en cada caso.
Al hablar de la música tenemos entonces serios problemas: porque siempre ha estado fundida, fusionada, no se la puede guardar en museos. Esta fusionada en las prácticas, cada vez requiere ser celebrada, actualizada. No siempre con fusas, pero siempre creado confusiones. Al principio se fusiono con la palabra, con la fiesta, con el rito. Luego con las matemáticas, con los dioses, con las almas. Luego se fusiono con la oración; luego con las pasiones más altas y más bajas. Luego para controlarla se empaquetó en géneros, pero luego, como siempre de-generó y se salió por la tangente.