¡Carájo, llegaron los comuneros!
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Como los mejores vinos, este trabajo tiene denominación de origen. Posee una temperatura, un olor, un paisaje y una historia que, bien degustados, no pueden provenir sino de Santander, la región colombiana en que las montañas al mismo tiempo que ayudan a sus gentes a templar el carácter y a interiorizar la decisión de no dejarse vencer por las dificultades, los convierte en irredentos soñadores, en seres imposibles cuya vocación es imaginar mundos y construirlos con tesón. Como muchos otros santandereanos, un día Juan Pablo Cediel se preguntó con curiosidad ¿que puede esconderse del otro lado de la montaña?. ¿qué hay más allá?, ¿hasta donde puedo llegar con mi maleta de sueños a cuestas?. Es decir, las mismas preguntas que antes se hicieran ciudadanos tan importantes como Pedro Gómez Valderrama, Aquileo Parra, José Antonio Galán, José A. Morales, Antonia Santos, Jacqueline Nova, Jesús Pinzón Urrea (http://www.lablaa.org/blaavirtual/musica/blaaaudio/compo/pinzon/indice.htm) o personajes tan pintorescos como el Conde de Cuchicute.
Juan Pablo Cediel proviene de un contexto de músicos sangileños que desde muy temprano le enseñaron a entender la majestuosa frontera natural que domina el entorno de su tierra -las imponentes montañas de la cordillera oriental- como una metáfora de la necesidad de pensar qué hay más allá de las fronteras mentales y las talanqueras ideológicas que obstruyen la posibilidad de crear otros mundos posibles. En condiciones en las que, ciertamente, muchos se sienten encerrados, o viven la montaña como un aislante impermeable a los referentes externos o una membrana que los salva del contacto con lo otro distinto, muchos de los grandes hombres y mujeres de esta región nos han enseñado las ventajas de ir y volver desde ambos lados de la ladera, encontrando puntos de contacto con lo otro diferente y dejando del otro lado los rastros de su peregrinaje.
Por eso, mientras vientos conservadores dominan fuertemente la vida cotidiana de buena parte del mundo cultural de la región, ciertos espíritus se enfrentan con sus gestos estéticos y sus propuestas artísticas, al statu quo que amenaza con convertir las tradiciones en piezas de museo y al pasado en un parque arqueológico. Siendo sin lugar a dudas, una de las regiones que mejor conservan su lenguaje musical, su gusto por ciertas formas de interpretación consagradas por la tradición –como en el caso del tiple y sus particular sonoridad brillante y quejumbrosa- no siempre sus coterráneos se muestran complacientes con los vientos de cambio que proponen las voces de quienes que se niegan a seguir el redil. El creciente reconocimiento que se viene dando en el país al trabajo de Juan Pablo Cediel, es una muestra contundente del enorme potencial de su propuesta musical, que paulatinamente ha ido abriéndose paso en el gusto, la sensibilidad y la forma de comprender la relación entre permanencia y cambio en la nueva música colombiana.
Quien como Juan Pablo, busca en las tradiciones para encontrar su propio lenguaje, no vive poseído de un afán meramente trasgresor, ni de una maniática vocación de inconformidad. Se trata de otra cosa. Lo que está en juego es la convicción íntima y poderosa de que las cosas siempre pueden tener una cara diferente, que el mundo puede ser visto desde otro prisma y que las tradiciones que perviven se conservan, paradójicamente, porque cambian. Por eso, como muchos otros grandes artistas antes que él, Juan Pablo Cediel se acostumbró desde temprano a tomar riesgos, incluso mucho antes de estar seguro de tener superadas sus propias contradicciones o completa su formación musical. Desde sus inicios en la música se acostumbró a lidiar con posiciones de conservadurismo, aprendió a hacerse fuerte pese a la sensación de soledad que implica hacerse un sonido propio, a construir, despacio y con paciencia, contando solamente con el poder intrínseco de su arte, un auditorio de incondicionales amantes de su trabajo. Y sobre todo, encontró en la escritura musical y la composición, su forma de mostrar su singularidad, el modo de hacerse un rostro, la manera de dejar en el lomo del país su inconfundible huella digital. Pero como ocurre con los vinos, el proceso de maduración y la puesta a punto de sus rasgos individuales ha sido un proceso lento y silencioso.
Desde que muy temprano, de la mano de su padre, Elías Cediel, comenzó a trasegar por la ruta del aprendizaje musical, un horizonte de referencias musicales generoso y abierto ha sido una de las características fundamentales de su trabajo. Sus búsquedas sonoras y su necesidad de expresarse lo han llevado a hacer experimentos sonoros para proyectos audiovisuales, música académica en diferentes formatos o a participar de diferentes proyectos que hacen uso de alguna de las diversas músicas populares urbanas que se cultivan en el país. No obstante, como lo apreciarán al escuchar este trabajo no hay duda que la música andina es el centro gravitatorio de su sensibilidad, la tierra donde pone a dialogar con solvencia y autoridad otras sonoridades, el rock, el jazz, u otros universos sonoros propios de la babel musical en que vivimos.
Juan Pablo Cediel proviene de un contexto de músicos sangileños que desde muy temprano le enseñaron a entender la majestuosa frontera natural que domina el entorno de su tierra -las imponentes montañas de la cordillera oriental- como una metáfora de la necesidad de pensar qué hay más allá de las fronteras mentales y las talanqueras ideológicas que obstruyen la posibilidad de crear otros mundos posibles. En condiciones en las que, ciertamente, muchos se sienten encerrados, o viven la montaña como un aislante impermeable a los referentes externos o una membrana que los salva del contacto con lo otro distinto, muchos de los grandes hombres y mujeres de esta región nos han enseñado las ventajas de ir y volver desde ambos lados de la ladera, encontrando puntos de contacto con lo otro diferente y dejando del otro lado los rastros de su peregrinaje.
Por eso, mientras vientos conservadores dominan fuertemente la vida cotidiana de buena parte del mundo cultural de la región, ciertos espíritus se enfrentan con sus gestos estéticos y sus propuestas artísticas, al statu quo que amenaza con convertir las tradiciones en piezas de museo y al pasado en un parque arqueológico. Siendo sin lugar a dudas, una de las regiones que mejor conservan su lenguaje musical, su gusto por ciertas formas de interpretación consagradas por la tradición –como en el caso del tiple y sus particular sonoridad brillante y quejumbrosa- no siempre sus coterráneos se muestran complacientes con los vientos de cambio que proponen las voces de quienes que se niegan a seguir el redil. El creciente reconocimiento que se viene dando en el país al trabajo de Juan Pablo Cediel, es una muestra contundente del enorme potencial de su propuesta musical, que paulatinamente ha ido abriéndose paso en el gusto, la sensibilidad y la forma de comprender la relación entre permanencia y cambio en la nueva música colombiana.
Quien como Juan Pablo, busca en las tradiciones para encontrar su propio lenguaje, no vive poseído de un afán meramente trasgresor, ni de una maniática vocación de inconformidad. Se trata de otra cosa. Lo que está en juego es la convicción íntima y poderosa de que las cosas siempre pueden tener una cara diferente, que el mundo puede ser visto desde otro prisma y que las tradiciones que perviven se conservan, paradójicamente, porque cambian. Por eso, como muchos otros grandes artistas antes que él, Juan Pablo Cediel se acostumbró desde temprano a tomar riesgos, incluso mucho antes de estar seguro de tener superadas sus propias contradicciones o completa su formación musical. Desde sus inicios en la música se acostumbró a lidiar con posiciones de conservadurismo, aprendió a hacerse fuerte pese a la sensación de soledad que implica hacerse un sonido propio, a construir, despacio y con paciencia, contando solamente con el poder intrínseco de su arte, un auditorio de incondicionales amantes de su trabajo. Y sobre todo, encontró en la escritura musical y la composición, su forma de mostrar su singularidad, el modo de hacerse un rostro, la manera de dejar en el lomo del país su inconfundible huella digital. Pero como ocurre con los vinos, el proceso de maduración y la puesta a punto de sus rasgos individuales ha sido un proceso lento y silencioso.
Desde que muy temprano, de la mano de su padre, Elías Cediel, comenzó a trasegar por la ruta del aprendizaje musical, un horizonte de referencias musicales generoso y abierto ha sido una de las características fundamentales de su trabajo. Sus búsquedas sonoras y su necesidad de expresarse lo han llevado a hacer experimentos sonoros para proyectos audiovisuales, música académica en diferentes formatos o a participar de diferentes proyectos que hacen uso de alguna de las diversas músicas populares urbanas que se cultivan en el país. No obstante, como lo apreciarán al escuchar este trabajo no hay duda que la música andina es el centro gravitatorio de su sensibilidad, la tierra donde pone a dialogar con solvencia y autoridad otras sonoridades, el rock, el jazz, u otros universos sonoros propios de la babel musical en que vivimos.
La importancia de este trabajo para el país no debe pasarse por alto. Otra vez, como tantas veces desde el pasado glorioso de Oriol Rangel, José A. Morales, Lelio Olarte, los Hermanos Martínez, Pacho Benavides o Alfonso Guerrero, Colombia entera se ve obligada a volver sus ojos y alistar sus oídos para escuchar las músicas que vienen preparando los comuneros del siglo XXI. Hay que decir que, para fortuna nuestra, corren buenos tiempos para las músicas de los santanderes, y de carambola, un aire refrescante y renovador sopla para la música de Colombia. El creciente interés por lo que ocurre musicalmente en el oriente colombiano, no sólo es una señal de que las diversas regiones del país tienen una presencia cultural sin precedentes en todo el territorio nacional; demuestra que en el inconsciente del país Santander sigue siendo el lugar de la utopía.
Aunque no cuente aún con la presencia mediática ni el espíritu festivo de las músicas marcadas por la herencia negra, y su sonoridad refleje más bien a la austeridad de la conquista esforzada y la ética de la superación de dificultades gracias al trabajo y al empeño, la imponente presencia de grupos vocales como Septófono, o su antecesor Impromptus, o colectivos como Velandia y la tigra, Cabuya, el Barbero del Socorro, o la escuela de tiplistas que siguen la vieja tradición de virtuosos que confirman la pervivencia del torbellino, por nombrar sólo unos pocos hechos importantes, han mostrado que los procesos formativos en Santander comienzan a dar frutos exquisitos y que la fuerza musical de su pasado tiene otra vez la capacidad de renovación que siempre caracterizó sus mejores artistas.
Cuando alguien es hijo de tradiciones fuertes, la juventud puede resultar engañosa. La veteranía musical de Juan Pablo Cediel le ha permitido hacer parte de la corriente de notables músicos santandereanos que en los últimos años se han propuesto tomarse en serio el carácter urbano de las músicas campesinas de antaño. Su hoja de vida indica que es un ferviente admirador de Bach y Shostakovich, fanático de Palos y Cuerdas, que ha recibido influencias del Trío Nueva Colombia y Keith Jarret, que ha sido formado por Blas Emilio Atehortúa, que es colega y aprendiz del Maestro Chucho Rey, oculto transcriptor de solos de Red Garland y Oscar Peterson, viajero alucinado con la nueva música religiosa Alemana, cuidadoso apreciador de los arreglos de Fernando León, pianista de uno de los grupos de fusión más reconocidos de Santander, guitarrista ocasional, y siempre y por encima de todo, un comunero inconforme.
Tan abundante en colores, sabores, olores y texturas como la exquisita gastronomía de Santander, este trabajo nos da la posibilidad de celebrar la fuerza de la música andina y su capacidad para ser terreno de encuentros. Porque la música de Juan Pablo Cediel, como su tierra, San Gil, es un lugar de encuentros, capaz de sintetizar los mejores valores de su entorno cultural con la frescura, fuerza y atractivo de las mejores músicas urbanas contemporáneas.
La villa de San Gil, que desde tiempos inmemoriales representa el encuentro de la historia con la naturaleza, el riesgo y la aventura con el descanso contemplativo, la mixtura y superposición del pasado indígena y español, vuelve a ser protagonista de la historia del país, porque uno de sus hijos, sin otras armas que su talento y su cuidadosa formación musical, nos muestra la universalidad de nuestras tradiciones y la vigencia de una herencia que sigue dando frutos y abriendo las fronteras de la imaginación a este país tan necesitado de referentes que estén a la altura de su potencial.
El universo del piano que abrieran maestros como Luís A. Calvo, Oriol Rangel, Manuel Jota Bernal, Teresita Gómez, Ruth Marulanda, y más recientemente Germán Darío Pérez y Diego Alfonso Sánchez, tiene en Juan Pablo Cediel un creador lleno de imaginación y un nuevo referente para las próximas generaciones. Bienvenidos a la experiencia de su música.
Eliecer Arenas Monsalve
http://eloidoqueseremos.blogspot.com/
earenasmonsalve@gmail.com