4 dic 2007

EDUCACION Y PEDAGOGIA

MITOPOETICAS PARA LA EDUCACIÓN ARTISTICA

Por: Eliecer Arenas Monsalve

Este ensayo surge de las imágenes de dos grandes músicos en un momento supremo: la enseñanza. La primera imagen corresponde a Alfred Cortot en una clase magistral de piano, quizás cerca del final de su vida, enseñando a una alumna como abordar el último fragmento de las Escenas de Niños de Schumann. Cortot alza la mirada y llena el ambiente de imágenes poéticas, se sienta al piano y enlaza las notas con un mito fantástico que va creando mientras sus dedos dan vida al universo expresivo que convoca. Cuando la música y las palabras se armonizan, uno es testigo del milagro.
La otra imagen, contrasta con la de Cortot. Se trata de otra clase magistral, esta vez del violinista ruso Maxim Vengerov. Plano de vigor juvenil Vengerov construye ante su discípula, una joven adolescente, una historia tan vívida que nos remite a las imágenes del mundo de los comics animados de la televisión. Mientras toca, cada frase musical cobra vida y se inserta de modo prodigioso en la historia que el violinista fantasea. Los sonidos personifican una idea, un sentimiento, una imagen, un ánimo particular y se desenvuelven con tal fluidez que, otra vez, uno es testigo de un maestro mostrando el milagro.
Estas dos imágenes serán tratadas en este ensayo como parábolas, como modelos, como sugerencias proféticas de otro tipo de educación artística, muy diferente al que se ve cotidianamente.

La educación artística ha extraviado el camino. Ya nadie habla de imaginación ni fantasía. Lo que antes era el terreno de las musas, la magia y el misterio, se ha convertido en el mejor de los casos en escenario del exhibicionismo corporal. El dios tutelar del arte actual es, o bien la razón, el azar o el dinero.

El mundo del arte y el de su enseñanza se ha empobrecido. No es la primera vez que algo así ocurre. Del mundo se dijo hace ya mucho tiempo que no tenía vida, que las cosas no tenían alma, que ese atributo era sólo de las personas. Las cosas, nos dijeron, no sienten, son inertes, carecen de alma.

Hoy tenemos muchas evidencias -científicas, filosóficas, religiosas y míticas- para sostener que el mundo no sólo está vivo, sino que siente, piensa y reacciona. Las catástrofes contemporáneas son algo más que un grito de reclamo, son la manifestación de la vitalidad de un mundo que ha comenzado a gritar en forma de maremoto, polución, calentamiento, inundaciones, sismos, enfermedades, etc.

Basta con mirar el vocabulario de la enseñanza artística para darse cuenta que está muriendo de inanición porque le hace falta el alimento de la metáfora, la ensoñación poética y la imaginación. Se habla de forma, contenido, color, textura, técnica; se busca desesperadamente un tipo de análisis que de cuenta del misterio, que nos de la ilusión de entenderlo todo. Sin embargo el precio que se paga es muy alto: se despoja el arte de los mecanismos que le dan vida, es decir, de los modos de abordaje que no dividen por ejemplo la experiencia musical en términos de temas, motivos, modulaciones, etc., sino que la entienden como mitos vivientes que requieren ser habitados desde la interpretación. Las formas de análisis, cada vez más esotéricas, sofisticadas e hipervaloradas, nos acercan a la idea de explicación científica y nos insufla su euforia: todo tiene su explicación, todo tiene un modelo subyacente, todo tiene una forma prefigurada. La composición, antes vocación y, llamado, ahora es mero oficio; de ser considerada un premio de las musas, se ha vuelto mera técnica; el aprendizaje, otrora comunicación de almas, ha degenerado en mera didáctica. Entre más buscamos desesperadamente explicaciones, más lejos estamos de algún atisbo de comprensión.

Porque la comprensión artística es compromiso empático, es afección, es trascendencia, es ir más allá de lo evidente, es encontrar el alma en la materia artística, y jugarse el alma en apropiarla.

La vieja distinción de Dilthey tiene otra vez sentido. Comprender el arte es algo más que explicarse los mecanismos que se utilizan y acompañan la producción de lo sublime. Comprender en el arte tiene que ver con hallar de nuevo un lugar para términos como empatía, misterio, corazonada, magia y metáfora.

Ya oigo las protestas. Pero no hay que alarmarse, no propongo un abandono de la razón, tan sólo busco dejarla afectar por lo más preciado del arte, es decir, quisiera devolver al arte su dimensión poética, y, sobre todo re-sensibilizar su pedagogía. Necesitamos una razon sentiente (Zubiri), una razón sensible (Mafesoli),o quizás, una sensibilidad razonable.

Sin ideas como belleza, no hay arte posible, sólo mecánica virtuosa y fanfarronería exhibicionista. Necesitamos un nuevo léxico para referirnos al arte y sus procesos.

Necesitamos denunciar la inutilidad de hablar de investigación en arte por el mero hecho de que está de moda, o porque la academia la haya erigido como su fin supremo. No podemos contentarnos con el equívoco término de investigación-creación. Todo eso es demasiado estrecho para el mundo del arte.

Necesitamos un léxico capaz de volver a nombrar las cosas por su nombre. Necesitamos una estrategia que recuerde que no hay método; que el dar cuenta del arte, tiene que ver con procesos inconcientes, con vivencias traídas a los objetos artísticos que así, se han convertido en pretextos de simpatía existencial humana.

Una educación artística que eduque la sensibilidad y la razón sensible debe aplicarse a la tarea de devolverle a la materia toda su potencia, debe celebrar su vivificante presencia, debe insuflar sus procesos de pactos con ella, en función de los cuales, ambas partes se co-crean interminablemente. La educación artística debe recuperar la dimensión alquímica de toda experiencia auténtica. Los alquimistas nos enseñaron a usar materiales vivos y a manipularlos, pero al hacerlo, al mismo tiempo, trabajaban sobre sí mismos, cincelaban su propia psique. No debemos olvidarlo: arte es experiencia autopoietica.

El nuevo léxico que reclama la enseñanza artística debe provenir al menos de dos revoluciones. En primer lugar debemos hacer una revolución adjetival. Necesitamos distinciones sutiles en un mundo que cada vez nos promete, en todos los ámbitos, alternativas bipolares. Debemos recuperar maneras de reconocer y referirnos a tales matices. Nos debemos a nosotros mismos un léxico que privilegie las pequeñas diferencias, las gradaciones. Más que definiciones necesitamos aprender a referirnos al estar entre, al pasar entre.

Es una pena que aunque el mundo fluya, nuestro lenguaje se haya amarrado a una objetividad ramplona y a un literalismo miserable. El arte es, por definición, enemigo del literalismo. Como el humor, busca las autopistas de la ambigüedad, la contradicción, el doble mensaje. El arte debe retornar a sus causes míticos, a su mundo imaginal, a su dimensión poética y profética.

La otra revolución necesaria es una revolución personalizadora. La imaginación siempre compara, siempre subvierte, siempre superpone imágenes inauditas, como los sueños, carece de lógica aunque tenga perfecta coherencia. Como en los sueños, las cosas deben recuperar el carácter de personas, como han insistido muchas personas desde Plotino hasta Bachelard. Personificar es respetar el alma de las cosas, es reconocerle vida a la materia, es volver a vivir en un mundo vivo independiente de nosotros. Sólo de esta forma entendemos a Miguel Angel, el gran escultor, cuando sostenía que el veía el alma de la roca de mármol y tan sólo quitaba lo que sobraba. Las maravillas, decía Miguel Angel, ya estaban en la roca. Sólo se trata de saber mirar.

Personificar en música es entender que las obras quieren ser tocadas de maneras singulares, que no hay un modelo; que cada parte de ella cobra vida por el sentido de la totalidad, que en su individualidad cada parte nos invita, nos provoca, nos sugiere la forma como debemos tratarla para darle sentido al todo. Personificar es, si se quiere, retornar al animismo. Se que suena escandaloso porque el animismo es propio de los locos, los primitivos, los niños y, claro, los poetas. Pero no en vano los poetas son nuestra gran referencia, ellos nos dan una clave importante en que los artistas de cualquier campo debiéramos trabajar.

Algunos ya lo intuyen. Cuando le preguntaron a Ivry Gitlis que violín poseía, contestó algo así como: “Eso es demasiado soberbio, más bien diría que yo soy otro violinista que ha pasado por su vida”. Gitlis personifica, le reconoce vida a su violín, y al hacerlo nos devuelve algo de la magia perdida.
Estudiar no es sólo progresar
Reducir la experiencia de aprendizaje artístico a la noción de desarrollo o progreso, es mirar demasiado linealmente lo que acontece con los seres humanos. El asunto está lejos de ser lineal y mucho menos acumulativo. El aprendizaje es un camino sinuoso, un campo tortuoso muchas veces, un terreno desconocido que, sin embargo, puede sernos útil para conocernos.

El meollo del asunto es que con frecuencia el problema y el sufrimiento son más fáciles que la solución.

Entrar en contacto con algo más grande
Abordar una obra es exponerse a un contexto mayor. Hay que hacerlo libre de prejuicios, sin tratar de comprender nada, sin la intención de usar la obra para algo fuera de sí mismo ni tratar de demostrarse nada a sí mismo. Hay que estar abiertos, sin miedo a lo que pueda surgir, aunque pueda ser algo espantoso. Abordar una obra es exponerse a todo tal como es.

Una vez purificados de la idea de finalidad y de tales temores, uno se debe dejar orientar por los fenómenos tal y como se le presentan. Debe confiar en su intuición, entrenarla, buscar ese destello repentino.

Debe ser conciente que no puede mirarlo todo a la vez, tiene que haber un marco. No hay marco malo, la estrechez de miras consiste en reducirlo todo a lo que el método de observación prescribe.

Esto hay que aclararlo. Hay que enfrentarse a la partitura sin la intención de dominarla. La primera purificación consiste en estar en el estado de gracia, es decir, en la sensación de quererse abandonar a la música y sus misterios; sólo así es posible comulgar con la obra, dejarse afectar por ella, traspasar sus secretos, lograr que le hable al oído. Hay que merecer la obra, ser dignos de ella. Abordar una obra debe convertirse en todo un ritual de empatía y familiaridad y dejar de ser algo frío y mecánico.

El misterio de la escucha
No hay que temer que en el proceso se revelen cosas, probablemente amenazantes, por ejemplo, en el proceso no ver coincidir la imagen que uno tiene de sí mismo con la que el contacto con la obra produce; o sentirse impotente, falto de recursos, etc.En el proceso hay que estar atentos.

La obra misma nos dice como quiere ser tocada. Cuando lo logramos se nota en el resplandor que adquiere nuestro rostro, en la atmósfera que se crea, en el espacio misterioso que se produce. Sentimos, aunque no podamos expresarlo, que algo se ha puesto en marcha, que hay sintonía con algo que es más grande que uno, que uno es un medio, que no es el dueño de lo que acontece, que uno no importa, que lo esencial está más allá de uno mismo; que uno ha tenido la suerte de ser un vehículo de algo que no se deja reducir a una mera experiencia personal.

Renuncia
Exponerse de esta manera a la realidad tal como se presenta, que algunos han llamado fenomenológica, implica, sin embargo, una renuncia. Renunciamos a la libertad de pensar o querer que las cosas sean de manera distinta. Quedamos sometidos a lo que es, irrevocablemente. Lo paradójico es que al someternos, ganamos la libertad de actuar. Porque la libertad siempre es limitada.

Aunque podemos escoger caminos, el lugar dónde desembocan esos caminos está determinado de antemano. Son lo que llamaba Bateson, procesos estocásticos. La libertar es reconocer que no puedo esquivar las consecuencias de mis actos.

Respeto
Una obra se debe abordar con respeto. Pero respeto es implicación, es querer entender el mensaje del otro en sus propios términos, y en darle cabida al proceso objetivo que eso tiene implícito.

Hay que recordar que como humanos no tenemos otro camino: entendemos al otro a través de nosotros mismos. Se trata siempre de un diálogo. Abordar una obra es sentirnos parte de ella, o dicho de otra manera, es convertirla en parte nuestra.

La cuestión es ¿Qué necesito para formar parte?. Hay que tener cuidado con los sentimientos de culpa, que afloran cuando algo falla, y nos hace fantasear que no lo merecemos, que antes hemos hecho algo malo. Hay que poner a raya al castigador. Se le pone a raya viéndolo a los ojos, no huyendo de él.

Dar y recibir
Un encuentro pleno con la obra requiere un equilibrio entre dar y tomar. Le damos a la obra honestidad, tiempo, dedicación, la miramos como a un ser amado, desde todos los ángulos, auscultamos sus secretos; pero debemos estar prestos a recibir, su mensaje tiene que inundarlos, sus preguntas cuestionarnos, su pathos contagiarnos. Estar con ella y adentrarme en sus secretos nos hace más músicos, más persona y más artistas, en la media que nos conecta con otros humanos, otros sentimientos, otras circunstancias. Al sacarnos de nosotros mismos, nos volvemos artistas en pleno sentido, manifestaciones de lo humano, y en ese sentido, poseedores del don de la comunicación afectante.

Reconocer el misterio
No hay gran experiencia sin reconocimiento del misterio, sin la certeza de que nuestra comprensión sólo aruña un poco las entrañas de lo insondable, que presentamos, tan sólo nuestro modo de entender el mensaje. En ese ambiente, como un día lo hizo Coltrane, reconocemos el misterio sin tener la soberbia de “descubrirlo”, porque actúa como un secreto, reclama nuestra humildad y nuestra gratitud. Entramos en estado de gracia porque el misterio quiso hacer nido en nosotros, y al hacerlo, nos dio un atisbo de la inmortalidad reservada a quienes encuentran que nada de lo humano le es indiferente.

Honestidad con la intuición
Este proceso fortalece la creación de una imagen intuitiva de la obra como un todo. Aunque vaya contra las convenciones, si se ha hecho de este modo, no puede ser sino correcta. La corrección tiene que ver con estar en concordancia con la intuición.

No violencia
No hay que luchar contra las obras. Eso sólo produce más y más resistencia. La obra no es un fin a alcanzar, sino un medio para relacionarse con algo más allá, una experiencia allende la piel. Es un vehículo para la trascendencia.
Eso no significa que vaya a ser fácil. Pero luchar sólo aumenta la resistencia. La actitud debe ser de curiosidad, de amor, tratando de encontrar el modo como la obra nos descubre sus secretos, nos dice como quiere ser interpretada por el sujeto singular que soy yo. Sólo una actitud amorosa puede lograrlo.
El amor por la música siempre es infalible. En momentos de confusión es nuestra salida de emergencia. Aunque a veces se desplace y cambie de forma, permanece; aunque se esconda para evitar ser lastimado, el amor por la música sigue ahí, agazapado, esperando otro chance, otro encuentro, otro momento para realizarse en nuestra interpretación.

La obra como acto de amor
Toda obra puede entenderse como un acto de amor. Incluso si se trata de una crítica feroz o de manifestaciones extremas del alma humana, todo artista va más allá de los sentimientos que describe la obra –si es que describe alguno- su materia prima es el amor como un todo. En eso no hay excepciones. Leer una obra, es penetrar en una forma de amor. Así como no hay dos amores iguales, las obras, incluso plagiadas, nunca son iguales. Ese es parte de su misterio.

Por eso, odiar una obra, puede ser en un momento dado, otra forma de amor, su otra cara. Porque para poder expresar el odio artísticamente se requiere mucho amor. Por eso el arte no tan sólo es catártico, sino remedio y purificación.

Autoridad
Luego de un proceso suficientemente íntimo de connivencia con la obra, se tiene autoridad. No autoridad sobre la obra, sino autoridad en el sentido de que el proceso nos ha preparado para dar nuestra versión al mundo como un regalo a quien lo necesite. La autoridad es la certidumbre de satisfacer una necesidad de comunicación de uno mismo, o el ansia de comunicación de otro ser humano. Lo contrario es mero espectáculo, oropel vacuo.

Tocar tierra
Tocar obras, hacer presentaciones, estar siempre haciendo el ejercicio de ponerse en juego, nos hace tocar tierra. Porque la obra se nos opone, nos frena, nos obliga a adaptarnos, a subordinarnos. Pero luego de ese momento, más tarde o más temprano, se nos abre, y nos invita a considerarla vehículo de nuestra expresividad, se hace parte de nuestro ensueño, de nuestra necesidad de comunicación.
Es verdad que el material musical nos pone límites, pero el trabajo con los límites nos muestra lo ilimitado, lo trascendente, lo eterno. Por eso estudiar bien, es un acto estético en sí mismo, es la gestación del milagro y es el milagro mismo.

Ser fiable
Hay que entender que toda partitura al momento de abrirla, grita: “Respétame y muéstrate fiable para nuestra tarea en común”. Y se fiable es cuidar de nosotros mismos, es estar físicamente aptos, psicológicamente fuertes, orgánicamente sanos. Ser fiable, es estar conciente de la responsabilidad que implica ser músico para sí mismo, para las obras y para los demás.

No temer estar donde se está
Como hemos visto, el proceso de aprendizaje es algo polivalente y polifacético. No contiene ningún estado final eufórico; más bien, es la conciencia permanente de estar “en el lugar que me corresponde dentro de la fase de desarrollo que estoy pasando”. Sólo quien le da la cara al nivel que tiene, a su sonido, a sus miedos, a sus fortalezas, tiene el camino abierto para darle forma a su vida musical. A los otros, solo les queda la frustración y el desencanto.

BIBLIOGRAFIA

Hillman, James: El código del alma. Ed. Martinez Roca. Barcelona, 1996.
- El mito del análisis.
- El pensamiento del Corazón.




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