Los usos del patrimonio.
Una introducción a las fusiones musicales
en la Colombia de principios de siglo XXI.
Escrito por: Eliecer Arenas Monsalve
y Beatriz Goubert[1]
“La fusión no existe porque toda música, en el fondo, es fruto de una fusión”. Con esa afirmación, un estudiante de música en un encuentro académico realizado en la Universidad Pedagógica Nacional denunciaba vehementemente la precariedad de noción de “fusión” y rebatía la conveniencia de considerarla seriamente como una categoría musical. A su juicio, esta distinción, nacida para señalar una porción del amplio espectro de producciones musicales de la industria cultural de finales del siglo XX en un contexto meramente mercantil, no tenía suficiente peso para establecer los límites ni los contornos de una práctica musical en sentido estricto. Su queja manifiesta un malestar evidente y nos pone frente a una dificultad que trasciende el marco meramente estético de las prácticas musicales. La pregunta parece surgir por todas partes, ¿Cuál es el lugar de las hibridaciones, fusiones y mezclas musicales en la agenda cultural de principios del siglo XXI?
George Balandier sugirió en uno de sus libros[i] que la llamada crisis contemporánea podría entenderse mejor como una crisis de los sistemas de interpretación. El mundo cultural contemporáneo vive, en efecto, un momento en el que desde muchos ángulos se percibe la insuficiencia de las categorías conceptuales con las que hemos pretendido mirar el mundo y explicarnos su devenir.
En nuestro esfuerzo por registrar las características del lenguaje musical urbano contemporáneo, la investigación del grupo Cuestionarte nos ha ido mostrando la expresión de dicha crisis conceptual en el plano del arte musical. En efecto, el panorama musical actual muestra tal cantidad de cambios, presenta tal cantidad de variables en su producción, distribución y consumo, y exhibe tan copiosa variedad, que si a un aficionado corriente le resulta difícil la aprehensión de los fenómenos musicales que pululan y compiten por su atención, al estudioso de dichos fenómenos lo asalta a cada momento la perplejidad y el vértigo de estar ante un camino sinuoso y lleno de escollos. Todo el tiempo las evidencias le muestran la necesidad urgente de cambiar su modo de pensar, so pena de no poder aprehender significativamente su “objeto” de estudio.
En el panorama musical mundial los analistas coinciden en considerar la fusión como una de las tendencias más fuertes en la evolución de los lenguajes musicales, quizás como consecuencia de la globalización. En Colombia la evidencia de la presencia de dichas tendencias ha hecho que, por ejemplo, los concursos abran nuevas categorías para tratar de incluir fenómenos que se salen de los parámetros tradicionales específicos del género musical y las convocatorias a eventos musicales de diversa índole hayan abierto un espacio para la inclusión de aquello que a falta de un mejor término terminan agrupando bajo el título de “fusión”[ii].
Tan pronto consideramos ese género difuso, surgen infinidad de preguntas : ¿Cómo abordar el fenómeno de las fusiones ?, ¿Cómo valorarlas ?, ¿Cómo analizarlas ?, ¿Qué consecuencias político culturales tiene su presencia para las identidades locales ?, ¿Se trata de una muestra de la tan anhelada unión armoniosa de los pueblos que las religiones, ideologías y creencias nos han prometido, o acaso un remedo de participación comunitaria, en donde unos caníbales culturales se apropian del patrimonio intangible de poblaciones más débiles y responden a las demandas cambiantes del mercado con la presencia de los sustraídos elementos exóticos?. Se hace necesario por tanto, que en el intento de comprender el fenómeno depuremos la malla conceptual con la que abordamos el tema. En este artículo se presentan algunos problemas conceptuales propios del objeto de estudio, y se hacen algunas sugerencias metodológicas y categoriales que se han mostrado interesantes y pertinentes para el análisis de dicho fenómeno.
Para hacerlo, volvamos a nuestro estudiante. Si consideramos dicha queja como eje de entrada al problema, su afirmación se convierte en un campo de preguntas: ¿Es la fusión un género musical?, o sencillamente una herramienta de la creación y un recurso que se tiene a la mano para adornar con ropas nuevas las sonoridades y los géneros en los que se mueve?. ¿Acaso no es la fusión precisamente el rasgo característico del devenir de las músicas desde siempre?. ¿No presupone la noción de fusión, un estadio previo presuntamente puro, un punto cero, sin mancha, al que sólo ulteriormente le acontece el contacto con la otredad radical de otra música igualmente prístina e inmaculada?. Es grande la con-fusión.
Cómo clasificar las músicas locales
La denominación de las músicas locales periféricas en los centros de poder del mercado discográfico ha sufrido cambios considerables. De ser tenidas como de poco interés comercial y ser llamadas “primitivas, tribales, étnicas, folclóricas, tradicionales o internacionales” (Ochoa: 2003) hasta antes de los años ochenta, han pasado a ser llamadas, en los noventa, con el genérico nombre de World music.
¿Qué diferencia señala este cambio de denominación?. A decir verdad, muy poca. En el caso de América Latina, como se sabe, las músicas populares masivas de carácter nacional nacieron y se consolidaron al amparo de la grabación fonográfica[iii] y gracias a la difusión de la radio, aunque en el imaginario de los receptores nunca dejo de ser relacionada con la idea de folclore. Hoy día, la presencia de tales músicas en los escaparates de las tiendas de música del primer mundo puede causar alguna confusión. En una primera diferenciación puede decirse que la World music alude preferentemente a músicas de carácter patrimonial, mientras que el genérico fusión alude a la diversas mixturas que se dan entre esas músicas y las sonoridades provenientes de otras tradiciones[iv]. En cualquier caso, la creación de la categoría world music en 1987, entrañó un cambio en su dinámica comercial e introdujo elementos nuevos que más adelante, darían lugar a la “fusión” como tendencia musical de alcance global.
En un principio nacida como un referente clasificatorio, la world music pronto se constituyó en una forma de encuentro cultural, transcendiendo su carácter de estrategia comercial. Casi desde el principio – y este es un asunto problemático sobre el que abundaremos más adelante- las condiciones de dicha fusión re-editan y reviven la lógica colonialista, según la cual, un músico blanco, hombre, del primer mundo, se convierte en el garante, gancho y catapulta de los productos musicales que destila el mundo marginal, exótico y extraño de África, América Latina y Asia.
Aunque dicho modelo colonialista puede verse desde los primeros intentos de fusión del cantante pop Paul Simon con el grupo africano Ladysmith Black Mambazo[v]. hasta ahora, no hay duda que como movimiento cultural ha dado lugar a una evidente pluralización del espectro sonoro hasta el punto que músicas, instrumentistas, idiomas, instrumentos, estéticas y vestimentas propias de regiones hasta ahora más o menos desconocidas, han pasado a ser parte del supermercado de opciones sonoras que se pueden obtener fácilmente en los catálogos de cualquier multinacional que comercie con productos fonográficos en prácticamente cualquier lugar del mundo.
Lo que muchos analistas han destacado[vi] es que esta diversificación de opciones sonoras no ha venido emparejada con condiciones de igualdad en las relaciones entre los diversos actores del proceso. Siguiendo los términos del clásico trabajo de Umberto Eco, esta dinámica ha sido valorada de forma diversa, pudiendo decirse que existen dos bandos claramente identificables, los “apocalípticos” y los “integrados”:
Los apocalípticos denuncian las relaciones desiguales entre productores del primer mundo y músicas del tercer mundo, problemas de apropiación musical, de hibridaciones marcadas por la desigualdad en la posibilidad de definición estética, ideológica y económica. Los integrados, por contraste, celebran la diversidad sonora ahora disponible, los nuevos procesos de indigenización y construcción de opciones de alternatividad para culturas desposeídas (…) (Ochoa: 2003: 34)
Sea como fuere, es un hecho que los medios de comunicación masiva y su encalve como industrias culturales, han producido efectos sin precedentes en las prácticas culturales del occidente urbano. Gracias a su influjo, comunidades muy separadas geográficamente han entrado en un tipo de relación recíproca que ha afectado de un modo significativo las prácticas artísticas y las sonoridades de las músicas de raigambre local[vii].
Siguiendo los rastros del problema
Una introducción a las fusiones musicales
en la Colombia de principios de siglo XXI.
Escrito por: Eliecer Arenas Monsalve
y Beatriz Goubert[1]
“La fusión no existe porque toda música, en el fondo, es fruto de una fusión”. Con esa afirmación, un estudiante de música en un encuentro académico realizado en la Universidad Pedagógica Nacional denunciaba vehementemente la precariedad de noción de “fusión” y rebatía la conveniencia de considerarla seriamente como una categoría musical. A su juicio, esta distinción, nacida para señalar una porción del amplio espectro de producciones musicales de la industria cultural de finales del siglo XX en un contexto meramente mercantil, no tenía suficiente peso para establecer los límites ni los contornos de una práctica musical en sentido estricto. Su queja manifiesta un malestar evidente y nos pone frente a una dificultad que trasciende el marco meramente estético de las prácticas musicales. La pregunta parece surgir por todas partes, ¿Cuál es el lugar de las hibridaciones, fusiones y mezclas musicales en la agenda cultural de principios del siglo XXI?
George Balandier sugirió en uno de sus libros[i] que la llamada crisis contemporánea podría entenderse mejor como una crisis de los sistemas de interpretación. El mundo cultural contemporáneo vive, en efecto, un momento en el que desde muchos ángulos se percibe la insuficiencia de las categorías conceptuales con las que hemos pretendido mirar el mundo y explicarnos su devenir.
En nuestro esfuerzo por registrar las características del lenguaje musical urbano contemporáneo, la investigación del grupo Cuestionarte nos ha ido mostrando la expresión de dicha crisis conceptual en el plano del arte musical. En efecto, el panorama musical actual muestra tal cantidad de cambios, presenta tal cantidad de variables en su producción, distribución y consumo, y exhibe tan copiosa variedad, que si a un aficionado corriente le resulta difícil la aprehensión de los fenómenos musicales que pululan y compiten por su atención, al estudioso de dichos fenómenos lo asalta a cada momento la perplejidad y el vértigo de estar ante un camino sinuoso y lleno de escollos. Todo el tiempo las evidencias le muestran la necesidad urgente de cambiar su modo de pensar, so pena de no poder aprehender significativamente su “objeto” de estudio.
En el panorama musical mundial los analistas coinciden en considerar la fusión como una de las tendencias más fuertes en la evolución de los lenguajes musicales, quizás como consecuencia de la globalización. En Colombia la evidencia de la presencia de dichas tendencias ha hecho que, por ejemplo, los concursos abran nuevas categorías para tratar de incluir fenómenos que se salen de los parámetros tradicionales específicos del género musical y las convocatorias a eventos musicales de diversa índole hayan abierto un espacio para la inclusión de aquello que a falta de un mejor término terminan agrupando bajo el título de “fusión”[ii].
Tan pronto consideramos ese género difuso, surgen infinidad de preguntas : ¿Cómo abordar el fenómeno de las fusiones ?, ¿Cómo valorarlas ?, ¿Cómo analizarlas ?, ¿Qué consecuencias político culturales tiene su presencia para las identidades locales ?, ¿Se trata de una muestra de la tan anhelada unión armoniosa de los pueblos que las religiones, ideologías y creencias nos han prometido, o acaso un remedo de participación comunitaria, en donde unos caníbales culturales se apropian del patrimonio intangible de poblaciones más débiles y responden a las demandas cambiantes del mercado con la presencia de los sustraídos elementos exóticos?. Se hace necesario por tanto, que en el intento de comprender el fenómeno depuremos la malla conceptual con la que abordamos el tema. En este artículo se presentan algunos problemas conceptuales propios del objeto de estudio, y se hacen algunas sugerencias metodológicas y categoriales que se han mostrado interesantes y pertinentes para el análisis de dicho fenómeno.
Para hacerlo, volvamos a nuestro estudiante. Si consideramos dicha queja como eje de entrada al problema, su afirmación se convierte en un campo de preguntas: ¿Es la fusión un género musical?, o sencillamente una herramienta de la creación y un recurso que se tiene a la mano para adornar con ropas nuevas las sonoridades y los géneros en los que se mueve?. ¿Acaso no es la fusión precisamente el rasgo característico del devenir de las músicas desde siempre?. ¿No presupone la noción de fusión, un estadio previo presuntamente puro, un punto cero, sin mancha, al que sólo ulteriormente le acontece el contacto con la otredad radical de otra música igualmente prístina e inmaculada?. Es grande la con-fusión.
Cómo clasificar las músicas locales
La denominación de las músicas locales periféricas en los centros de poder del mercado discográfico ha sufrido cambios considerables. De ser tenidas como de poco interés comercial y ser llamadas “primitivas, tribales, étnicas, folclóricas, tradicionales o internacionales” (Ochoa: 2003) hasta antes de los años ochenta, han pasado a ser llamadas, en los noventa, con el genérico nombre de World music.
¿Qué diferencia señala este cambio de denominación?. A decir verdad, muy poca. En el caso de América Latina, como se sabe, las músicas populares masivas de carácter nacional nacieron y se consolidaron al amparo de la grabación fonográfica[iii] y gracias a la difusión de la radio, aunque en el imaginario de los receptores nunca dejo de ser relacionada con la idea de folclore. Hoy día, la presencia de tales músicas en los escaparates de las tiendas de música del primer mundo puede causar alguna confusión. En una primera diferenciación puede decirse que la World music alude preferentemente a músicas de carácter patrimonial, mientras que el genérico fusión alude a la diversas mixturas que se dan entre esas músicas y las sonoridades provenientes de otras tradiciones[iv]. En cualquier caso, la creación de la categoría world music en 1987, entrañó un cambio en su dinámica comercial e introdujo elementos nuevos que más adelante, darían lugar a la “fusión” como tendencia musical de alcance global.
En un principio nacida como un referente clasificatorio, la world music pronto se constituyó en una forma de encuentro cultural, transcendiendo su carácter de estrategia comercial. Casi desde el principio – y este es un asunto problemático sobre el que abundaremos más adelante- las condiciones de dicha fusión re-editan y reviven la lógica colonialista, según la cual, un músico blanco, hombre, del primer mundo, se convierte en el garante, gancho y catapulta de los productos musicales que destila el mundo marginal, exótico y extraño de África, América Latina y Asia.
Aunque dicho modelo colonialista puede verse desde los primeros intentos de fusión del cantante pop Paul Simon con el grupo africano Ladysmith Black Mambazo[v]. hasta ahora, no hay duda que como movimiento cultural ha dado lugar a una evidente pluralización del espectro sonoro hasta el punto que músicas, instrumentistas, idiomas, instrumentos, estéticas y vestimentas propias de regiones hasta ahora más o menos desconocidas, han pasado a ser parte del supermercado de opciones sonoras que se pueden obtener fácilmente en los catálogos de cualquier multinacional que comercie con productos fonográficos en prácticamente cualquier lugar del mundo.
Lo que muchos analistas han destacado[vi] es que esta diversificación de opciones sonoras no ha venido emparejada con condiciones de igualdad en las relaciones entre los diversos actores del proceso. Siguiendo los términos del clásico trabajo de Umberto Eco, esta dinámica ha sido valorada de forma diversa, pudiendo decirse que existen dos bandos claramente identificables, los “apocalípticos” y los “integrados”:
Los apocalípticos denuncian las relaciones desiguales entre productores del primer mundo y músicas del tercer mundo, problemas de apropiación musical, de hibridaciones marcadas por la desigualdad en la posibilidad de definición estética, ideológica y económica. Los integrados, por contraste, celebran la diversidad sonora ahora disponible, los nuevos procesos de indigenización y construcción de opciones de alternatividad para culturas desposeídas (…) (Ochoa: 2003: 34)
Sea como fuere, es un hecho que los medios de comunicación masiva y su encalve como industrias culturales, han producido efectos sin precedentes en las prácticas culturales del occidente urbano. Gracias a su influjo, comunidades muy separadas geográficamente han entrado en un tipo de relación recíproca que ha afectado de un modo significativo las prácticas artísticas y las sonoridades de las músicas de raigambre local[vii].
Siguiendo los rastros del problema
Todos hemos experimentado alguna vez lo que es una fusión. La culinaria o la hibridación de razas animales, por ejemplo, son dos buenas imágenes de la familiaridad del fenómeno aún antes de analizar lo que realmente nos interesa: la alquimia sonora por medio de la cual dos o más músicas se funden, se mezclan o se superponen. ¿Cuales son los requisitos para que se de una fusión. La pregunta es compleja. En un primer nivel, meramente lógico, todo parece indicar que para que haya lugar a una fusión sólo hay un requisito: que se puedan identificar los rasgos primigenios, originales, de las partes que van a ser fusionadas.
Ilza Nogueira, ha definido los términos fusión e hibridación en el campo de la música como “indicadores de diferentes resultados estéticos intertextuales: uno en que se verifica el comprometimiento de la identidad de los intertextos actuantes (fusión) y otro en que permanece perceptible la ambigüedad proveniente de la diferencia de identidades (hibridación)” (Nogueira: 2002: 32”)[viii]
Los intertextos actuantes se refieren a los rasgos que identifican un género musical en su diversidad organológica (en sentido amplio la fisicidad de los instrumentos empleados, su diversidad social (quienes tocan, donde, para quien); en su diversidad musical (el repertorio, la relación de los músicos con los instrumentos); en su diversidad performativa (el sonido, las formas de tocar, los rasgos de la puesta en escena). Dicha perspectiva nos pone ante el problema de fondo implícito en el fenómeno de las fusiones, el problema de la definición categorial y nos deja expuestos al complejo universo de las taxonomías, las clasificaciones, y en música, con el problema de los géneros, los estilos, los lenguajes, etc. El concepto de género, por ejemplo, se ha venido problematizado y cuestionando en los últimos años (cf. Ochoa, 2003a ; 2003b) aún cuando se reconoce que sigue teniendo una importancia práctica indudable, tanto en el uso cotidiano como en los estudios musicológicos, especialmente entre quienes abordan las problemáticas de las músicas populares[ix]. Salsa, tango, jazz, música andina, música tropical, etc., son formas habituales de referirnos a músicas que tienen márgenes difusos, fronteras móviles. Dichas denominaciones, además, suelen crear polémica por cuanto son términos englobantes de otros tantos subgéneros que quedan ocultos tras la primera denominación. El ejemplo clásico, en ese sentido, es la salsa[x].
Pero, ¿qué es el género ?. Dice López Cano: “En términos amplios, un género musical es una clase de diferentes objetos musicales reunidos en una sola categoría cognitiva. Se trata en principio de una serie de muestras, ejemplos o piezas musicales específicas que en conjunto forman una clase. Sin embargo, los procesos de categorización no se hacen exclusivamente a partir de la discriminación de objetos. Podemos generar categorías musicales también a partir de eventos o experiencias; de fenómenos culturales, sociales o psicológicos; de situaciones particulares de consumo musical; de conductas corporales o sociales producidas en torno a la música (como el baile o actitudes kinéticas generales), de procesos subjetivos, de relaciones interpersonales o participaciones colectivas; de los modos de vestir o el look que presentan los sujetos que participan en determinado género musical, etc.”
Otra definición sugerente para nuestros propósitos proviene de Richard Bauman, quien considera el género “un tipo de discurso convencionalizado (...) utilizado primordialmente de una manera clasificatoria para designar una categoría discursiva” (Bauman: 1992 :53).
Para entender las implicaciones de un género entendido como una categoría discursiva, tendríamos que entrar a ver las condiciones de producción de dicho discurso. Es decir, para comprender cabalmente un género artístico cualquiera, a condición de estar definido por una comunidad de usuarios como designando un universo particular, como ocurre con la evidencia social de la existencia de una tendencia como la fusión, que nadie sabe definir pero que se puede reconocer, se precisa entender la historia de las conformación de dicho género, es decir, la historia del señalamiento de ciertas semejanzas y la delimitación de otras tantas diferencias (Bourdieu: 1992). En tanto que práctica discursiva, el género es mucho más que las propiedades propiamente sonoras que se pueden distinguir fenomenológicamente, ya que al introducir ciertos supuestos, ciertas creencias y ciertas mitologías que se incorporan como parte del habitus[xi] a partir del cual se dan los procesos de socialización musical, dichas creencias incorporadas pasan a ser asumidas como obvias y naturales, aceptando sin cuestionamiento los límites de lo que se considera adecuado, permitido, posible y pensable dentro de dicho campo. (Foucault :1984 ; Bourdieu y Wacquant : 1995).
Lo negociable y lo no negociable (Carvalho: 2005), lo aceptable y lo valorable (Ochoa: 2003) dentro de cada género se define fundamentalmente por la historia de la producción del género como un campo autónomo particular, un campo autónomo dentro de un campo de diferencias. Por lo tanto, para entender las vicisitudes de un género es necesario trazar la historia de dicho campo, ya que sólo así se puede tener acceso a las disposiciones adquiridas que hacen que el actor social se mueva como pez en el agua, intuyendo el sentido y reclamando el respeto de las reglas del juego, es decir, el acatamiento de los modos como el género consagra sus modos de legitimar el campo de las diferencias pertinentes : estilos, modos de consagración, jerarquías de poder, escalas de prestigio, etc.
Cabe advertir que las prácticas intertextuales que llamamos fusión no solamente se practican desde los inicios mismos de las practicas artísticas (Noguerira: 2002) sino que es el recurso estilístico fundamental del siglo XX. Por ello es preciso analizar también la constitución del campo unido a la consideración de aspectos propiamente musicales, tales como los parámetros estructurales de las operaciones de transformación. Esto es así, por cuanto las transformaciones pueden incidir en un único parámetro o en varios (por ejemplo, en el ritmo, la melodía, la textura, la relación melódico/armónica, etc.), lo cual permite explicar el índice de “desvió” de sentido, que a su vez nos puede servir para explicar el grado de sorpresa, redundancia o novedad de una determinada propuesta sonora.
Para caracterizar la fusión musical, entonces, hay que partir del hecho de que el sentido de los productos musicales se construye culturalmente. La fusión, en tal sentido, no debería ser considerada un género musical (salvo como una distinción nominal para intereses prácticos o estrictamente comerciales) ya que fundamentalmente es un acto relacional, donde intervienen tanto géneros musicales como contextos históricos.
Esto significa, grosso modo, que en la atribución de cierto grado de fusión en un producto musical dado, intervienen factores diversos, además de la obra o el hecho sonoro propiamente dicho. Reconocer la música como producto y productora de prácticas sociales, supone comprender que la música se interpreta según códigos culturales diversos y conforme a convenciones incorporadas en la historia vital de una comunidad. Luego de admitir que el sentido de las músicas es producido en los contextos donde se inserta, se sigue que, en términos generales, toda música corresponde entonces a una comunidad de usuarios, que comparten ciertos códigos, ciertos valores, mediante mecanismos que garantizan que se han incorporado las formas de valoración heredadas previamente. En ese sentido, puede afirmarse que tales comunidades son “comunidades imaginadas”[xii].
La homogeneización diferencial globalizada en el contexto nacional
La fusión, en tanto que fenómeno relacional, es propio de la interrelación a que obligan los procesos de globalización. “La globalización tiene como premisa básica la abolición de las distancias de tiempo y espacio. Desde la navegación hasta los paulatinos perfeccionamientos técnicos en los transportes y las comunicaciones deben ser considerados elementos básicos de ese achicamiento del mundo. Ahora bien, aunque la globalización sin duda supone un acceso más amplio, en modo alguno significa igualdad en el acceso para todos”. (Hobsbawm: 2000)
Como ha señalado Hobsbawm, hay que tener en cuenta , de un lado, que el proceso técnico de la globalización requiere un elevado grado de estandarización y homogeneización; y de otro, que la circulación de bienes materiales, capitales, mercancías, no esta emparejada con la circulación de las personas (Hobsbawm: 2000). También, como lo destaca Yúdice, en este momento histórico se asiste a una interpenetración recíproca de la economía y la cultura que implica que, en primer lugar, la globalización haya acelerado la transformación de todo en recurso; y en segundo lugar, que la transformación específica de la cultura en recurso represente la aparición de una nueva visión de mundo (Yúdice: 2002b).
En el caso de las músicas nacionales de fusión, el asunto cobra una importancia política destacable, por cuanto, si bien es posible caracterizar el final del siglo XX y el comienzo del XXI como un momento feliz para el comercio e intercambio de ritmos, sonoridades e instrumentos típicos, como quiera que en un gran porcentaje de grupos nacionales puede verse la inclusión de instrumentos como cununos, guasás, tiples, tamboras, cuatros, esterillas, gaitas, flautas de millo, etc., la circulación de las personas sigue siendo restringida. Dicho de otro modo, aunque cada vez se hace más evidente la sonoridad afrocubana en las músicas de los jóvenes de clase media y clase media alta de la capital del país, ello no ha significado un empoderamiento de los actores dueños del patrimonio, salvo pocas excepciones, donde ciertos actores aislados, en su mayoría músicos negros que se trasladan a la capital de forma permanente, se convierten, gracias a la tradición que encarnan, en apetecidos músicos no sólo por los asuntos estrictamente musicales, sino por el efecto de autenticidad que colorea su presencia en los grupos “blancos”[xiii]. En el trabajo de estos grupos opera una especie de política de desidentificación en la medida en que se empeñan por mostrar que el carácter nacional, otrora situado en la música andina, puede ser reencuadrado desde un paradigma de diversidad que se centra en las músicas negras.
Tendiendo en cuenta la afirmación según el cual las mercancías son siempre culturales y los productos culturales son siempre mercancías (Miller-Yúdice: 2002), puede percibirse un cierto grado de fetichismo en el manejo de algunos elementos. El uso, por ejemplo, del sitar, por parte de J.S. Monsalve, en un espectáculo del grupo Comadre Araña en el marco del Festival de Fusión organizado por la Universidad Nacional en 2005, lejos de ser un elemento integrado en la performance del grupo, no puede interpretarse sino como un factor traído a escena para estimular en el oyente la fantasía de estar escuchando “música del mundo”. Por otra parte, muchos grupos operan sobre la base de la otredad racial como gancho comercial, grupos que parecieran buscar utilizar una mezcla de elementos fuertemente centrados en ciertas “modas” actuales, según las cuales el énfasis en factores de género, sexo y raza, pueden servir de gancho para salir del anonimato y permitirles hacer una diferencia en el competido mundo comercial-cultural actual. Otros como Cesar López con su escopetarra, o desde el proyecto socio-cultural “Invisibles invencibles”[xiv], ejemplifica de un modo muy sugerente, una nueva tendencia de la cual es el pionero. Se trata de un músico que trabaja haciendo llave con proyectos sociales, en el que la música y la performatividad son un recurso para la acción política.
El problema de la legitimidad.
El músico, como todo productor cultural, está inmerso en relaciones de poder que suelen tomar la forma de conflictos de definición del campo (Bourdieu: 1992). Tales conflictos de definición, en general, se dan cuando los actores luchan por imponer los límites del campo que sean más propicios a sus intereses. En cada campo se da –aunque no se diga explícitamente- una pugna por la imposición de la definición legítima de músico competente. En ese sentido, una primera aproximación a la caracterización de las formas que adopta un músico en intento de legitimar su trabajo, nos muestra que hay tres modelos claramente definidos en cuando a las formas como los sujetos sociales dedicados a un determinado género musical apelan a ciertos criterios de legitimidad para salvaguardar su posición dentro del campo. Se trata de:
a) músicos que se sienten adscritos a una comunidad imaginada, a la cual se deben, y de la cual son un fruto “natural”;
b) músicos que legitiman su trabajo no por su relación con la tradición, sino por su relación con el conocimiento musical, avalado con frecuencia por el poder instituyente de la academia –y no cualquier academia, sino la academia que aspira a obtener un liderazgo nacional en el manejo del patrimonio cultural-, y que se justifica mediante un discurso que otorga esencial importancia al método clásico de la etnomusicología: el trabajo de campo; y, finalmente,
c) músicas que se legitiman desde la lógica del mercado, es decir, músicas cuya pretensión es poner en manos de los consumidores un producto atractivo, de fácil acceso, que frecuentemente apoyado por unas poderosas industrias culturales, se vende como cultura popular masiva de alcance global. El criterio supremo en este último caso, son las ventas y la rentabilidad concomitante.
Una mirada a las relaciones de poder y al poder de las relaciones en cada una de esas tres formas como los músicos aspiran a ser vistos como actores sociales que ofrecen una mercancía cultural, sugiere que en cada campo, según cual sea la forma de relación con el patrimonio, se van volviendo canónicas unas maneras de consagración que en cada caso, deben ser seguidas por quienes quieran situarse como actores del campo. Este, en tanto que campo de fuerzas, produce distinciones que evidencian las tomas de posición y hacen visibles las consecuencias de tales posiciones.
La legitimidad en los tres casos, está condicionada por los modos como se han instituido ciertas formas de justificación de la actividad y los modos como se consagran sus lógicas internas. En el caso de las músicas que tienen un fuerte componente de hibridación, la complejidad de ese panorama nos obliga a intentar establecer algunas diferencias.
Los hijos de la comunidad imaginada
Empecemos caracterizando el grupo de los músicos que se sienten adscritos a una comunidad imaginada, a la cual se deben, y de la cual son un fruto “natural”. El discurso de la legitimidad de sus productos musicales recae, en este caso, sobre el sentido de pertenencia y el compromiso vital sostenido que dota de autoridad a quien dentro de una comunidad de tradición, gracias al paso por ciertos rituales, llega a ser considerado un igual, un actor capaz de ser portavoz y garante de un legado que trasciende su persona y su tiempo. Esta pertenencia a la tradición funciona en la práctica como una suerte de certificado de garantía, ya que, en dichos contextos, la relación con la tradición es la fuente legitimadora, a tal punto que la práctica musical del novato, al tiempo que renueva y remoza dicho legado, termina de hecho sirviendo para justificar la importancia de sus antecesores. Ser parte de esta tradición impone ciertas condiciones que han de cumplirse. Tal es el caso de los procesos de formación, que pueden tener un carácter altamente informal, o no formal, y que se basa en la apropiación de los recursos musicales desde ambientes propicios –tradiciones familiares, por ejemplo- que ponen en contacto al novato con músicos representativos. Al contacto con estos, el recién llegado va apropiándose de un modo de entender la tradición, unos repertorios, unas técnicas y un juego de relaciones sociales que lo van preparando para, con el tiempo y luego del cumplimiento de otros requisitos, encarnar dicha tradición. Hoy día, en el campo de la música andina colombiana, luego de la legitimación que constituyo el trabajo de Nogal Orquesta de Cuerdas, esta inserción puede darse también en ámbitos académicos de un modo consistente, ya que algunos de los más renombrados músicos de la tradición andina frecuentemente van formado escuela[xv].
Debemos preguntarnos ¿cómo usan estos músicos la tradición, como se posicionan frente a ella?. En nuestra pesquisa, hemos encontrado que en el campo de la música andina colombiana, que es un campo que por diferentes razones da muestras de una autonomía creciente, conviven diferentes maneras de relacionarse con la tradición, en términos de los recursos musicales que se ponen en juego. Mientras que la tradición por definición apunta a la conservación, en el aprendizaje de las músicas se dan, inevitablemente, unos elementos que introducen desorden, margen de entropía que permite introducir, paulatinamente, diferencias significativas que modifican el legado cultural original. En efecto, aunque se ensayen rituales que ratifiquen normas performativas, dicha repetición nunca es exacta, y puesto que nadie puede repetir fielmente ni acomodarse plenamente a los modelos dados, siempre queda un margen, una discrepancia de la que se puede sacar ventaja, jugando con ella, dramatizándola, ironizándola, exagerándola, convirtiéndola no en un error, sino en un rasgo del que se puede obtener beneficios para afirmar la individualidad (Yúdice: 2002b). En el ámbito de la música andina, un caso interesante a este respecto es el del grupo Música para el pie izquierdo[xvi], quien fue capaz de hacer visibles, con humor e irreverencia, los estereotipos de la música andina, de ironizar su acartonamiento, y los singulares modos como desde ahí se entiende la vida del país. En una mezcla compleja de elementos que apelan a la tradición nacional del humor radial de Montecristo, Eberth Castro, los tolimenses y de artistas como Les Luthiers, los Hermanos Monroy, Leo Masliah, Música para el Pie Izquierdo logró convincentemente agradar a un público que los aplaudió hasta el paroxismo, pero que se mostró molesto con el fallo que los daba como ganadores del más importante certamen de la música andina, porque los recursos artísticos tomados de John Cage, Duchamp y otros artistas eclécticos y vanguardistas, los dejo perplejos y confusos.
Intertextos actuantes en la transformación de la música andina contemporánea
Con el objeto de caracterizar algunas de las maneras como los músicos que se conciben a sí mismos como hijos de la tradición andina colombiana engranan su trabajo en el humus del patrimonio cultural y al hacerlo, encuentran las maneras de transformarlo, presentamos unos ejemplos que aluden a grupos que en sus propuestas artísticas ponen en relación la música nacional andina con elementos tomados de otras coordenadas.
Una de las opciones más socorridas como un músico se señala a sí mismo como parte de una tradición es ratificando los formatos instrumentales propios de un campo particular. Por ejemplo, el grupo Palos y Cuerdas trabaja desde el tradicional formato de Trío Andino (tiple, bandola y guitarra). Esta conformación instrumental es el terreno común sobre el cual estos músicos exploran las posibilidades musicales del legado andino y producen sus modernizaciones, innovaciones o cambios. La fuerza del formato hace que pese a las evidentes diferencias en su propuesta musical, sean reconocidos como pertenecientes a la misma tradición del Trío Morales Pino, por ejemplo, grupo de referencia y paradigma obligado para los cultores de la música andina. En este tipo de opción se puede llegar tan lejos como se desee. La intervención de Palos Y Cuerdas en el Festival Mono Núñez de 2006, en el que decidieron presentarse en la final tocando con tiple, bandola y guitarra eléctricos, pese a las resistencias de algunos, no permitió que fueran descalificados, ya que los requisitos de la convocatoria exigía precisamente ese formato, y no hacía la salvedad de la prohibición de la modalidad eléctrica. Esta es una muestra típica de la fuerza que tiene el uso de un formato como garante de los lazos con cierta tradición[xvii].
En otras ocasiones se apela, por contraste, a un cambio de los formatos. En ese caso, se hace necesario, como contrapeso, pero también como forma de anclaje en la tradición que se encarna, mantener un vínculo cierto y evidente con ella. En este caso, el recurso es seguir muy de cerca los ritmos propios del género. El Ensamble Tríptico[xviii], por ejemplo, utiliza un formato poco usual: piano, bandola y bajo eléctrico, pero tratan de mantener claro el vínculo con los ritmos tradicionales y las estructuras propias del género musical andino.
Para dar un color diferente, y para suscitar interés, otros introducen en algún formato “clásico”, algún elemento “disonante”, es decir, poco usual, que remita al oyente a un paisaje sonoro distinto, aunque en lo fundamental se atengan a los ritmos y repertorios típicos de un género dado. A esta categoría pertenece la introducción de la guitarra eléctrica en los formatos de música andina, hecho desde los años cincuenta por León Cardona, o lo que hizo Oriol Rangel al introducir el órgano Hammond de Jaime Llano González, en su grupo. La autoridad de Rangel, y el inusitado impacto de la propuesta, la convirtió con el tiempo en una sonoridad clásica de la música nacional, pese a la nula tradición del órgano electrónico como instrumento vernáculo.
Otra forma de acercarse a la tradición, cambiándola, es ampliando los recursos musicales disponibles, por ejemplo, dejando intacto el formato y los ritmos usados, pero proponiéndose ampliar o modificar los roles usuales de los instrumentos. Esto fue lo que hizo Fernando León Rengifo con el Trío Joyel, y más tarde con Nogal Orquesta de Cuerdas, dando mayor autonomía a los instrumentos y permitiendo salir de la usual sonoridad de una bandola con acompañamiento, a un formato en el que, en pie de igualdad, los instrumentos entran en un diálogo complejo que se acerca a la sonoridad de la música de cámara.
Una cuarta forma de acercarse a la tradición –transformándola- tiene que ver con introducir técnicas de ejecución ajenas al género, técnicas que pueden rastrearse como pertenecientes a otro género en particular. Eso es lo que hizo Diego Estrada, a finales de los años cincuenta, al introducir sonoridades del violín clásico en su forma de tocar la bandola. También es el caso de Kafe es 3[xix], o el Dúo Barrockcófilo[xx], quienes de una forma explícita utilizan una sonoridad rockera en sus acercamientos a los ritmos de la zona andina.
Finalmente, podemos caracterizar otro recurso muy socorrido –quizás el más popular y de tendencia más global- consistente en transformar, complejizandolas, las funciones armónicas y/o ornamentales. En este sentido se debe resaltar la importancia del jazz para las músicas populares del mundo. Este género, por su incidencia global, se ha convertido en lingua franca de todas las músicas populares del mundo. No se trata simplemente de una jazzisación de las músicas populares, sino de un proceso complejo en el que luego del aislamiento de la música clásica contemporánea en el siglo XX, por cuenta de su afán desbordado en la experimentación y por el énfasis en la individualidad del creador incluso al precio de su aislamiento, la modernización de las sonoridades ha corrido por cuenta de la capacidad del jazz de renovarse sin perder su anclaje con procesos sociales más o menos masivos y de considerable difusión (Fisherman: 2004).
Los recursos anteriormente descritos -en modo alguno con pretensiones de exhaustividad- no sólo cambian la apariencia exterior de la música, por así decirlo, sino transforman las formas de verla, sentirla y escucharla. Dicho en términos de Yúdice, transforman sustancialmente su performatividad, y con ello, su sentido. Aunque se trate del uso de cualquiera de los recursos descritos –que por lo demás pueden mezclarse-, lo que deseamos destacar es que, por tratarse de una tradición a la que se deben, dichos músicos están obligados, además, a cumplir unos ritos de paso impuestos por la lógica del campo. Al verse obligados a participar en mecanismos de socialización en escenarios específicos, en el caso de las músicas de raigambre regional, tales como la música andina, el vallenato, el porro, el joropo, por ejemplo, el músico incorpora, por una vía que al mismo tiempo funciona como operador legitimante, el habitus del campo. En los concursos de música, que como rasgo interesante se siguen multiplicando y hoy día los hay de todas las calidades y de todos los presupuestos, se da ese ejercicio de socialización y de consagración. Gracias a ellos se otorga al ganador un lugar social, una legitimidad y un nombre dentro del medio, proceso a través del cual se le avala para trabajar, aval que le va a servir de respaldo en adelante. Este ingreso puede ser entendido como una suerte de ritual de paso o dispositivo de legitimación, donde los músicos emblemáticos de cada género entregan la posta, como en las carreras, a la siguiente generación, dándoles la legitimidad, el aval y el respaldo para entrar pertenecer y encarnar, en calidad de iguales, una tradición. Este proceso, no pocas veces suele ser conflictivo.
Obsérvese que en el caso de quienes se sienten dentro de una tradición local colombiana hay un rasgo inequívoco: expresan a la vez reverencia y distancia. Al señalar una ruptura dentro de cierta continuidad, o cierta continuidad dentro de sus propuestas de ruptura, ellos muestran el grado de autonomía de un campo. En ese sentido, no es gratuito que casi todos los ejemplos que encontramos provengan de la música andina colombiana (MAC). Por tratarse de un género complejo, maduro y expuesto a muchos avatares desde su gestación, el campo de la música andina colombiana da muestras, en esos ejemplos y en otros descriptos en otros lugares, de haber alcanzado un alto grado de autonomía. La MAC, más que cualquier otra, ha mostrado que las revoluciones toman la forma de un regreso a las fuentes, a la pureza de los orígenes (Bourdieu:1992). Al tomar claramente las características de un género, bien sea en el campo estructural, organológico o rítmico, los músicos ponen en evidencia que, dado que el campo ha cobrado cierta madurez, estar en el “estilo”, por si sólo, es una forma particular de ver las cosas, implica de suyo una postura. En los ejemplos citados, por otra parte, los efectos innovativos tienen como rasgo especial la apropiación de la estructura del discurso musical de tal forma que presentan al público cierto grado de sorpresa y novedad, negándose a dar a quien escucha la satisfacción, siempre engañosa, del lugar común.
Academia, etnografía y autenticidad
No todos los músicos se mueven en las coordenadas anteriormente descritas. Cada vez es más frecuente encontrar músicos que validan su trabajo desde la aprobación social que otorga la academia, reforzándola discursivamente con apelaciones a la autoridad que confiere el trabajo de campo. Aquí se pueden agrupar propuestas tan disímiles como el ya legendario “Macumbia” de Francisco Zumaqué o los trabajos de Antonio Arnedo. Zumaqué, en su trabajo Macumbia integra elementos de Jazz y de Cumbia en un producto específico, que podría caracterizarse como música de autor, como en la música clásica, pero con un perfil marcadamente popular, y Arnedo, quien comenzó haciendo jazz latino, explorando las sonoridades y los recursos rítmicos de las músicas del pacífico colombiano, hasta posicionarse como un músico de referencia para la música de tradición nacional[xxi].
Desde los años noventa especialmente algunos músicos han tendido a optar por validar sus propuestas desde la autoridad conferida por una presunta investigación de campo[xxii]. En este caso, a la manera de los viajeros, estos músicos van al terreno, por lo general a las regiones costeras, donde gracias al contacto con actores significativos de la región, se contagian del “espíritu” de dichas músicas, conocen su sentido y sus secretos y, luego, en un proceso de decantación de ese acervo, lo ponen al servicio de sus proyectos personales. En ellos se hace evidente la copia de modelos, el uso de instrumentos propios de esas regiones, que luego, en el contexto urbano de su trabajo, se constituyen en una hibridación más o menos original, que, en no pocos casos, tiende a ser presentada como músicas valiosas por su “autenticidad”. En algunos casos, como en el del Grupo Comadre Araña, se utiliza parafernalia folclórica, atuendos, vestidos y otros recursos, para resaltar dicha autenticidad. En este grupo, dirigido por Juan Sebastián Monsalve, en efecto, un grupo de cantantes blancas, urbanas, universitarias y con formación musical, se atavían como cantaoras del pacífico y cantan bullerenges, en ocasiones con intervenciones electrónicas. En otros casos, dicha legitimidad (la presunción de haber estado en el terreno y haber aprendido de músicos de la región) se refuerza en el producto discográfico (algunas pocas veces también en presentaciones públicas) con invitaciones a algún músico emblemático de la región.
El tercer y último modo de acercarse al patrimonio musical nos ubica en el sinuoso mundo de las músicas populares masivas comerciales, cuyas variaciones obedecen a las características del público objetivo: el mercado nacional o el internacional. Aunque este amplio campo no es el objeto de este ensayo, conviene decir que cuando se trata músicas francamente utilizadas como un recurso del entretenimiento, se deben considerar las esferas del comercio y el mercado tanto como los cambios en las formas de trabajo. En efecto, el aumento de la población latina en los Estados Unidos, al punto de superar numéricamente a los afroamericanos y convertirse en la minoría más grande de este país ha creado, como dice Yúdice, una Nueva División Internacional del Trabajo Cultural. Un mercado de de “productores, arreglistas, cantantes de acompañamiento, escritores, ingenieros de sonido, técnicos y personal de cine y video hasta músicos especializados” ha cambiado de forma radical las formas de crear, producir y distribuir música. En ese escenario “la hibridación y la transculturización son las cualidades esenciales de la música pop en todas las capitales latinoamericanas del entretenimiento (Yúdice, 1999). Los resultados no se traducen en una uniformización de la música, sino, al contrario en su pluralización” (Miller y Yúdice: 2002: 116).
En este escenario plural, donde conviven propuestas como Curupira, Mojarra Eléctrica, Alekuma, Maria Mulata, Pescao Vivo, entre muchos otros, amén de los ya referidos, esta ocurriendo un fenómeno que despierta gran inquietud en muchos analistas, y que se extiende por toda América Latina. José Jorge de Carvalho ha dicho:
(La música afro-americana) …en este momento actual (…) pasa a ser una fetiche: no solamente valorada nacionalmente juega también otro papel en un circuito internacional. La música de origen africano en América y el Caribe pasó de ser totalmente rechazada, censurada, prohibida, ridiculizada y estigmatizada por la élite blanca, a ser consumida ávidamente hoy día como un producto capaz de transmitir goce y sentido de pertenencia a naciones y sociedades que se autodefinen como multiculturales (Carvalho :2003)[xxiii].
Para muchos analistas estos fenómenos tienen su explicación en la voracidad del capital para apropiarse de nuevas líneas de producción y consumo, en el hastío de las sociedades blancas ricas que requieren cada vez nuevas formas de entretenimiento a costa tanto de productos naturales como de tradiciones culturales de cualquier parte del mundo, y en la canibalización de poderosas porciones del patrimonio cultural nacional de países subordinados. Para otros, es el espacio para mostrar esas tradiciones, el momento para celebrar que ciertos prejuicios que antaño ocultaban estas músicas se hayan levantado, el escenario para abrir unas líneas de fuga que se expresan en nuevas líneas de producción y formas de hacer música que recupera porciones del pasado que hacen soñar con nuevas formas de entender lo que somos como nación y lo que nos une con otras tradiciones. Sea como fuere, la tendencia a la mixtura, seguirá produciendo efectos de largo alcance en las prácticas musicales y seguirán ofreciendo un terreno fértil para la experimentación, la renovación y el cambio, tanto en las identidades locales, como en las formas de aprehención del hecho musical.
Aunque ciertamente estamos ante un nuevo mapa de lo nacional debemos ser cautos. Hay que advertir las tensiones y desequilibrios que condicionan las búsquedas de la nación multicultural. Detrás de la búsqueda de esa nueva nación se puede esconder una tiranía del significado, “puede estar encubriendo de manera indirecta, ni hipócrita ni subrepticiamente, pero sí con gran efectividad estrategias de globalización de la cultura basadas en diversas formas soterradas de neocolonialismo”[xxiv].
Estas consideraciones, por supuesto, no invalidan los esfuerzos de los músicos por enfocar su trabajo haciendo emerger alteridades ocultas. La alteridad periférica interna que ha emergido en los últimos años a través del auge de las músicas negras como fuente y materia prima de trabajos musicales de diversa índole, son un síntoma –no como pretenden algunos, la solución- de la dominación cultural que hemos vivido en el país por parte de unas regiones sobre otras. Lo importante, a nuestro juicio, es no caer en la trampa de creer que la emergencia de las músicas regionales significa en algún sentido una reivindicación social y una búsqueda política de igualdad social y cultural para las poblaciones dueñas de las canteras de tradiciones que son objeto de la explotación/expropiación. Lo cierto es que es prematuro saber si estos trabajos desemboquen en la posibilidad de vernos como Otros, a la manera de Ricoeur, o derive en lo que Baudrillad, sarcásticamente ha señalado como un rasgo de la cultura occidental, ser meros proxenetas de la diferencia. Habrá que esperar.
NOTAS:
[1] [1] El artículo aquí presentado corresponde a una versión bastante resumida de un texto final de la investigación “Músicas Urbanas, Construcción de Sentido e Identidad” realizada por el grupo interdisciplinario e interinstitucional CuestionArte, conformado por los docentes investigadores Gloria Patricia Zapata, Santiago Niño, Eliécer Arenas y Beatriz Goubert. La investigación fue financiada por la Universidad Pedagógica Nacional, donde el texto se encuentra en prensa.
[i] Balandier, G. “El desorden”. Gedisa, Barcelona, 1990
[ii] La fundación BAT y la Universidad Nacional de Colombia, por ejemplo, han incorporado en su agenda la realización de Festivales de Fusión, lo cual constituye una muestra de la importancia social que esta tendencia ha adquirido en los últimos años.
[iii] En el caso de la música de Brasil, este proceso está muy bien documentado en el trabajo de Humberto M. Franceschi, donde se muestra como el ascenso de la samba y el choro como músicas representativas de lo nacional brasilero han estado ligados a la grabación comercial. Ver: Franceschi, H. A Casa Edison e seu tempo. Editado por Petrobrás-Governo Federal, Ministerio da Cultura, Biscoito Fino. Río de Janeiro, Março de 2002. En Colombia, los referentes fundamentales en ese sentido son los trabajos de Cortes Polanía, Ana María Ochoa y Peter Wade.
[iv] Ana María Ochoa, citando a Wade, acude al vallenato como ejemplo de este fenómeno: “El vallenato ha sido considerado una música folclórica, a pesar de que hubo una vertiente comercializante del género desde, por lo menos la década de 1940. (…) Por otro lado, encontramos que músicas que eran consideradas locales y que nunca fueron grabadas para fines comerciales, frecuentemente se producían bajo el patrocinio de políticas culturales que las identificaban con el patrimonio folclórico de la nación o a través de institutos de investigación etnomusicológica”. (Ochoa, 2003,p. 29)
[v] Ladysmith Black Mambazo es un coro Zulu que canta música 'a cappella' (sin acompañamiento instrumental) conocida como Isicathamiya, o 'township jive'. El Isicathamiya nació en las minas de Sudáfrica, donde los trabajadores negros, que vivían en campamentos lejos de sus hogares, desarrollaron una manera propia de cantar y bailar en sus horas libres. Empezaron a ser conocidos en todo el mundo a partir de su colaboración en el álbum Graceland de Paul Simon (1986), álbum que dio origen al actual interés en las llamadas músicas del mundo. Ladysmith Black Mambazo, considerado uno de los más grandes conjuntos vocales de África han llegado a representar la tradición y el legado cultural de Sudáfrica. En 1993, bajo la petición de Nelson Mandela, el grupo acompañó al futuro presidente, y al entonces presidente F.W. de Klerk, a la ceremonia de entrega del Premio Nobel de la Paz, en Oslo, Noruega. También se presentaron durante la ceremonia de inauguración presidencial de Mandela, en mayo del 94. Son considerados como un tesoro nacional de la nueva Sudáfrica en parte porque representan las tradiciones oprimidas en la vieja Sudáfrica.
[vi] Entre nosotros Ana María Ochoa (Ochoa, 2003) y, en Brasil, José Jorge de Carvalho, especialmente con su concepto de “canibalismo” cultural.
[vii] Los ejemplos a este respecto son muy variados. En el ámbito nacional, la entrada de Guillermo Buitrago y Bovea y sus vallenatos en el gusto popular del interior de la nación gracias a la transmisión radial de la emisora Radio Sutatenza, significó una transformación muy significativa de la música de Boyacá, que se reflejó en su modo de tocar y creo una particular manera de apropiarse de la “música caliente” de las costas.
[viii] En Boletín de Música Casa de las Ameritas, No. 8, 2002, p. 32.
[ix] Ver: López Cano, Rubén. 2004. "Favor de no tocar el género: géneros, estilo y competencia en la semiótica musical cognitiva actual”; en Martí, Josep y Martínez Silvia (eds.) Voces e imágenes en la etnomusicología actual. Actas del VII Congreso de la SibE. Madrid: Ministerio de Cultura. pp. 325-337. versión on-line www.lopezcano.net.
[x] El uso del término Salsa como identificador de un género musical fue objeto de mucha discusión especialmente por parte de músicos cubanos que veían con malos ojos el uso de un término que dejaba oculta la ingente variedad de ritmos que efectivamente se tocaban cuando se decía practicar salsa. Entre otros, montuno, son, guaracha, guaguancó, bomba, plena, danzón, etc. Ver: Quintero Rivera, Ángel. Salsa, sabor y control. Sociología de la música tropical. México: Siglo XXI Editores, 1998. También ver: Rondón, César Miguel. El libro de la sala. Crónica del Caribe urbano. Caracas: Edición Arte, 1980.
[xi] Bourdieu define el Habitus como : “sistema de disposiciones adquiridas, permanentes y transferibles, que generan y clasifican acciones, percepciones, sentimientos y pensamientos en los agentes sociales de una cierta manera, generalmente escapando a la conciencia y a la voluntad. Tales disposiciones suelen incorporarse desde la más temprana infancia, a lo largo de la vida de los individuos, mediante todo un proceso de socialización multiforme y prolongado que posibilita la apropiación del mundo, del yo y los otros”. Téllez Iregui, Gustavo. Pierre Bourdieu. Conceptos básicos y construcción socioeducativa. Universidad Pedagógica Nacional. Bogotá. 2002.
[xii] En 1983 apareció en inglés, el libro de Benedict Anderson sobre el nacionalismo, en el cual plantea su polémica tesis: las naciones corresponden a una construcción. Este concepto permite resaltar el hecho de que las comunidades territoriales, no son un hecho natural, sino social, política e históricamente construido. Este concepto de Benedict Anderson será aprovechado para respaldar la hipótesis de que la escala territorial de las comunidades y sus proyectos son una definición histórica, política y social que no se vincula con la proximidad o vecindad “natural”. Según este autor, “todas las comunidades mayores que las aldeas primordiales de contacto directo (y quizás incluso éstas) son imaginadas” dado que “aún los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera hablar de ellos, pero en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión”.
La comunidad imaginada, como comunidad de objetivos, se define por un mito fundacional que se hace presente cotidianamente a través de ritos e instituciones más o menos formalizadas. La historia compartida se realiza en el presente y se proyecta en un futuro que nace de las expectativas comunes.
Ver: Anderson, Benedict (1993): Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, FCE, Méjico.
[xiii] Después del sugerente trabajo de Wade, es preciso preguntarse si la nueva ola de músicas nacionales, liderada por músicos de clase media, formados en universidades prestigiosas de la capital, no es otro modo de blanquear las sonoridades negras y reducir su alteridad.
[xiv] Dice el propio López sobre dicho proyecto: “Su objetivo es hacer visibles a los músicos de la calle para que, al ser reconocida su realidad y su aporte como artistas, puedan desarrollar su actividad dignamente, y sensibilizar a la sociedad sobre la necesidad de construir una sociedad más incluyente”. Ver: www.cesarlopez.org
[xv] Destaca en este sentido el trabajo de Manuel Bernal, Fernando León y Fabian Forero, en la enseñanza de la Bandola. En la guitarra, el gran referente sigue siendo la escuela del Maestro Gentíl Montaña.
[xvi] La agrupación santandereana Música para el pie izquierdo, obtuvo el premio Gran Mono Núñez en 1996. Han sacado al mercado dos trabajos, el más reciente ‘Canciones chuecas - versión 6.3.1’ y ‘Por primera vez en Colombia’. Sus integrantes son John Claro y Andrés Páez.
[xvii] Palos y Cuerdas, hasta antes de la final del concurso, eran los favoritos al Gran Premio Mono Núñez, y algunos de sus integrantes –el bandolista, concretamente- estaba seriamente nominado al mejor instrumentista del evento. El uso del formato eléctrico, aunque les significó perder los premios, supuso también la introducción oficial -esperada y temida- de los formatos eléctricos en las prácticas musicales andinas de un modo explícito en el certamen más importante de la Música Andina . El mérito de ese trabajo fue mostrar no sólo un formato novedoso, sino una propuesta musical muy sugerente, novedosa y arriesgada, que promete un cambio muy fuerte en la forma de escuchar, componer y producir performativamente la música andina.
[xviii] Conformado por Paulo Andres Triviño en la Bandola, Carlos Armando Ramirez en el Bajo eléctrico, y Diego Alfonso Sanchez, en el piano, arreglos y dirección. En 2006 público su trabajo “Prólogo”, en el que se incluye una interesante adaptación de la Pequeña Suite de Adolfo Mejía (1905-1973), obra ganadora de un importante concurso nacional de música erudita en 1938.
[xix] Kafe es 3, es un grupo dirigido por el guitarrista y compositor Jorge Arbelaez. Sus dos principales trabajos son “Primera Cita” y “Cita a ciegas” (2003). En este último, Arbelaez cuenta con León Giraldo en la flauta, Alejandro Ruiz en la percusión y con la bandola de Jairo Rincón Gómez.
[xx] El Duo Barrockcófilo, conformado por Nadia Paredes (Flauta) y Carlos Augusto Guzmán (Guitarra, Director y arreglista).
[xxi] Antonio Arnedo es el líder del Colectivo Colombia, que agrupa algunos de los más novedosos trabajos de la música colombiana: entre otros, Claudia Gómez, Quinteto Puerto Candelaria, Palos y Cuerdas, Bahia, etc. La producción musical de Arnedo es copiosa y variada. Quien desee escuchar uno de sus trabajos emblemáticos puede remitirse al CD “Encuentros”, donde Arnedo comparte con Ramón Benítez (Bombardino), Ben Monder (Guitarras), Jairo Moreno (Contrabajo) y Satoshi Takeishi (Batería y Percusión), con un magnífico resultado musical.
[xxii] No pretendemos sugerir que esta forma de trabajo sea nueva. El grupo más consistente en ese sentido es el Grupo de Canciones Populares Nueva Cultura, con más de veinticinco años de “investigar y experimentar, construir y reconstruir, dudar y volver a intentar”. Tomado del CD conmemorativo de sus 25 años de trabajo “Por Colombia de Canto a Canto”. Guana Records, 2002.
[xxiii] De carvalho, J.J. La etnomusicólogía en tiempos de canibalismo musical. Una reflexión a partir de las tradiciones musicales afroamericanas. En: Revista Transcultural de Música. Transcultural Music Review. #7 (2003) ISSN: 1697-0101
[xxiv] Barriendos Joaquín. Localizando lo identico/globalizando lo diverso. El “Activo Periferia” en el mercado global del arte contemporáneo. En: Boletín CG: Gestión Cultural No. 12 : Mercado del arte contemporáneo, junio de 2005. ISSN: 1697-073X. Portal Iberoamericano de Gestión Cultural.
BIBLIOGRAFIA
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Rondón, César Miguel. 1980. El libro de la salsa. Crónica del Caribe urbano. Caracas: Edición Arte.
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